Alberto Manguel reivindica en La ciudad de las palabras el poder de la literatura como arma contra las mentiras de la manipulación comercial y política
También asombra que la vida de Alberto Manguel -que publica La ciudad de las palabras (RBA), una recopilación de cinco conferencias sobre el valor de la ficción como aviso contra las trampas de la identidad y las mentiras de la propaganda- sea la de una sola persona. Nació en Buenos Aires en 1948 pero se crió en Israel, donde su padre era diplomático. Aprendió alemán e inglés, la lengua en la que escribe, antes que español. Tras pasar la adolescencia en Argentina -donde ejerció como lector para un Borges ya ciego-, fue editor en Londres, París, Milán y Tahití. Hoy es ciudadano canadiense pero vive en Mondion, una aldea a una hora de Poitiers, en Francia. Allí, en un antiguo presbiterio pegado a una iglesia del siglo XII, instaló hace una década los 35.000 volúmenes de su biblioteca.
Una historia de la lectura (Lumen) fue el título que consagró a Manguel, que estos días toma notas para el libreto de una ópera con música de Osvaldo Golijov que se estrenará en el Metropolitan de Nueva York en 2014.
En su jardín, el escritor demuestra que vive apartado, pero no aislado. Y está de acuerdo en que este es su libro más político. "Beckett decía que, como extranjero en Francia, no tenía derecho a opinar sobre política. Yo tengo menos paciencia y aquí la injusticia es cotidiana: se puede quitar la nacionalidad a quien ha cometido un delito como castigo para los extranjeros. El Ministerio de Identidad Nacional y de Inmigración lo hubiese podido crear Goebbels".
En su nuevo libro, Manguel rastrea la política que contiene toda literatura por aséptica que parezca. "No es inocente la elección de las historias que utilizamos para representarnos. En Argentina el poema nacional es Martín Fierro: la historia de un desertor que se opone a las leyes del Gobierno, alguien que se ve obligado a dejar a su familia y para quien la emoción más importante es la amistad. Allí no se cree en las leyes y los medios para conseguir cierta justicia personal están justificados. No podría ser la epopeya nacional suiza".
Pero La ciudad de las palabras no está anclado en el pasado. Quiere medirse con los retos del presente. Para su autor, dos: el elogio de la facilidad y la negación de la inteligencia. "Vivimos en una época en la que valores como brevedad, superficialidad, rapidez y simpleza son absolutos. Nunca lo habían sido. Los valores que desarrollaron nuestra sociedad fueron los de la dificultad (para aprender a sobrellevar los problemas), la lentitud (para reflexionar y no actuar impulsivamente) y la profundidad (para saber adentrarse en un problema). Si se prescinde de esos valores se obtienen reacciones banales fácilmente manipulables".
El peligro, según Manguel, alcanza al propio desarrollo humano. "Nos define como especie el poder de reflexionar y de imaginar. Estamos convirtiendo las escuelas en centros de adiestramiento. Han dejado de ser sitios en los que la imaginación se desarrolla gratuitamente, por ninguna otra razón que para desarrollarla, y exigimos que la educación rinda cuentas. La ministra francesa de Finanzas lo dejó claro: hay que pensar menos y trabajar más. Se trata de crear esclavos consumidores: nadie que piense dos minutos compra unos jeans rasgados por 300 euros". Lo peor, además, es que muchos han terminado por creerse su propia propaganda. "Se desprecia la inteligencia de la gente diciendo que es incapaz de enfrentarse a un libro complejo. El resultado es que en EE UU muchos autores literarios solo publican en sellos universitarios", dice Manguel. El ensayista alerta también contra cierta literatura reciente -apunta un nombre: David Foster Wallace- que echó los dientes con el pop art y que considera un valor lo que era tradicionalmente objeto de crítica: "Lo que sucede en literatura no está separado de la política o la economía. Seguimos el modelo del supermercado: objetos de consumo muchas veces inútiles y desechables. Es peligroso buscar valores ahí porque se eliminan los niveles de lectura de una verdadera obra de arte. Dicen: quedémonos en la superficie de las cosas, admiremos la elegancia de un uniforme militar".
El autor de Una historia de la lectura asegura que es demasiado pronto para añadir un capítulo sobre el libro electrónico: "Cuando esa tecnología tenga su uso preciso y sus creadores, sí". Por lo demás, es consciente de que el trato con el libro de papel tiene mucho de costumbre, "como el que usa unas chanclas viejas porque son cómodas". Él no tiene lector de libros electrónicos, pero entiende que otros lo usen. "Me pregunto si pueden hacer con un libro electrónico lo mismo que yo con uno de papel".
Para demostrar que no tiene problemas con el mundo contemporáneo, solo con algunos de sus apóstoles, Manguel adelanta una lista de escritores a los que se puede leer "con Stevenson o San Juan de la Cruz": Cees Nooteboom, Kadaré, Anne Carson y "buena parte" de la obra de Ian McEwan. No está mal si el listón lo pone Dante a las seis de la mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario