Por: Juan Gabriel Vásquez
MI AMIGO BILL SWAINSON ME REgaló el otro día un librito de 121 páginas y formato pequeño cuyo autor, Alan Bennett, es uno de los grandes practicantes de un género tristemente menospreciado entre nosotros: la comedia inglesa.
El título en español es el mismo de esta columna, pero la traducción no llega a comunicar todo lo que hay en el original. The uncommon reader es, como se habrán imaginado los lectores, un guiño al título que Virginia Woolf le puso a su portentoso libro de ensayos: The common reader (El lector común) contiene algunas de las anotaciones más agudas sobre el arte de leer y sobre ese otro arte, tan complicado en su tiempo: ser mujer y novelista al mismo tiempo. Pero el libro de Bennett, que entre muchas otras cosas es una extraordinaria reflexión sobre la lectura, tiene como protagonista a una mujer que no era, seguramente, la que tenía en mente Virginia Woolf cuando escribía sus ensayos: la reina de Inglaterra.
Sí, esta reina: la reina Isabel II, la madre de Carlos, la suegra de Lady Di. Un buen día la reina llega a la parte de atrás del palacio, adonde no suele ir con frecuencia, y se encuentra con una especie de gran furgoneta parqueada en la mitad del patio. Es la biblioteca móvil de la Ciudad de Westminster. La reina se acerca, asusta un poco al encargado de la biblioteca, y al final, por puro compromiso —para no ofender a nadie, para que no se diga que esto o que lo otro— acaba por llevarse un libro. El libro no le gusta del todo, pero vuelve por otro, y éste sí le gusta. Es más: le gusta mucho. Este asunto de leer, piensa la reina, tiene su gracia. Y de repente esta mujer, que hasta ahora nunca había demostrado intereses literarios más allá de convertir a algún escritor en caballero del Imperio Británico, comienza a volverse adicta a la lectura, con las desastrosas consecuencias que eso trae: el desinterés por las cómodas frivolidades de su vida y un cambio de perspectiva sobre, bueno, sobre casi todo.
Para la pobre reina, una de las consecuencias de leer es que comienza a volverse intolerante con la jerga vacía de los políticos. Otra es que sus subalternos comienzan a criticarla: los lectores son egoístas, no están disponibles para todo el mundo todo el tiempo. Luego, ya completamente desquiciada, la reina comienza a comportarse de forma sospechosa: lee con un lápiz en la mano, transcribiendo párrafos que le gustan especialmente. Otros sentimientos: tristeza, porque leyendo se ha dado cuenta de todo lo que no sabe; desilusión, porque se da cuenta de que los escritores son unos pesados y no valen mi la mitad de lo que valen sus libros; incomodidad, porque comienza a darse cuenta de detalles como la caspa en el hombro de alguien, por ejemplo, o las manchas de huevo en una corbata, que antes le habían pasado desapercibidos.
Una lectora nada común es, lo repito, una comedia: uno suelta carcajadas y la gente del bus o del café voltea a mirar. Pero esta comedia es, a su manera sin sermones, el mejor alegato a favor de la lectura de novelas que he leído en mucho tiempo. “El atractivo de la lectura, pensó la reina, era su indiferencia: había algo altivo en la literatura. A los libros no les importaba quién los leyera, o si eran o no leídos. Todos los lectores eran iguales, incluida ella”. Un novelista no lo habría dicho mejor.
elespectador.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario