7.6.09

Las visitas de K.


Milan Kundera

IGNACIO VIDAL-FOLCH

Milan Kundera reúne sus reflexiones y recuerdos, sus "viejos temas (existenciales y estéticos)" y sus "viejas querencias". "Cuando un artista habla de otro, siempre habla de sí mismo", escribe


Hace unos meses anduvo perdido en mi ciudad un joven novelista checo, residente en París y amigo o conocido de Kundera, y tuve ocasión de preguntarle si podíamos esperar de Kundera (en adelante, K., con K, o sea, K de Kundera) una nueva novela, o si la fuente de su creatividad, tan caudalosa y vivificante, ha sido ya cegada por la edad. Y el joven escritor checo residente en París me respondió que no sabía nada, que a veces en la noche de Montparnasse constelada de mansardas hablaba con K. por teléfono e invariablemente la voz del novelista le decía: "Tenemos que vernos, un día de estos te llamo y quedamos para cenar juntos", y así van pasando los años y nunca quedan ni cenan. Pensé: "Es una pena". Pues yo quería encontrarme con K. por delegación, conocerle personalmente por transferencia. Es un fetichismo común, creo, del que K. ha procurado zafarse siempre. Y luego el joven escritor checo residente en París agregó:


-Et puis, tu sais... -y además, ya sabes... como K. se pasa media vida en el trópico es difícil verle.

¿En el trópico, K.? Sí, K., octogenario, en el trópico, como cualquier jubileitor. Entre palmeras, para beneficiarse del sol, anda fugado el cantor del Finis Europae, el último o penúltimo heredero de la nobilísima y burguesa tradición centroeuropea que viene de la "novela de ideas" de Musil y de los experimentos formales de Herman Broch, los dos genios de la Viena de Wittgenstein, cruzada con la chifladura vitalista y hedonista de la Checoslovaquia de República de entreguerras, y también (K.) último, o penúltimo, testimonio vivo de la atrocidad del experimento comunista, contra cuyo imaginario fueron casi tan eficientes sus novelas como la política de Reagan o las misas de Juan Pablo II. En España, desde luego, en unos circuitos intelectuales que todavía existían y en los que no penetraba el discurso del presidente americano ni el del papa polaco, de la misma manera que no habían penetrado décadas atrás La confesión de London ni el testimonio de Solzhenitsin, llegaban (también es cierto que mucho más tarde, ya en vísperas de la caída del muro), por simpatía erótica, por seducción irresistible, las novelas de K. ¿Y ahora, él, el agrimensor K., en el trópico? Bien pensado es lógico: ya hizo la crítica del comunismo, y la elegía de Checoslovaquia y de una Europa cultural que quizá sólo existió en su imaginación y en la de Romain Gary, y luego la burla de la banalidad contemporánea, de lo fea que es la actualidad, y quizá en el trópico es más difícil que se cierre sobre uno La trampa del mundo, acertado título de una monografía sobre su literatura.

En los últimos años K. había venido publicando novelas más breves (La lentitud, La ignorancia, La identidad) y ensayos literarios, que siendo todo ello estupendo, para nada desdeñable, siempre un alarde de observación crítica de la realidad contemporánea, de ingenio, de imaginación, y más que suficiente después de los logros formidables de La insoportable levedad del ser (1984) y de La Inmortalidad (donde Hemingway y Goethe platican amablemente en un cielo de nubes blancas sobre el fastidio de la fama y la desaparición del hábito de la lectura), ahora aparece este conjunto de retales como de fondo de cajón, ejercicios de admiración y reseñas de novelas, cuyo título, Un encuentro, explica el epígrafe: "Un encuentro con mis reflexiones y mis recuerdos; mis viejos temas (existenciales y estéticos) y mis viejas querencias (Rabelais, Janácek, Fellini, Malaparte...)". No decepcionará a ningún lector de K., ni siquiera a aquellos que hacia finales de los ochenta nos torturaron citando sin ton ni son sus aforismos resultones sobre las rarezas del amor y los encantos agridulces del culto al erotismo; gustará, aunque algunos de los autores o de las novelas que ahora elogia nos sean indiferentes o incluso desagradables, como obra menor pero no menos grata de un compositor sinfónico que adoramos. Pues ya desde los primeros párrafos del largo ensayo sobre el pintor Francis Bacon, y a propósito de los comentarios críticos de éste sobre Beckett, apunta K.: "Cuando un artista habla de otro, siempre habla (mediante carambolas y rodeos) de sí mismo, y en ello radica todo el interés de su opinión". Y al leer algunas de estas páginas he recordado que ése es todo el interés: no Philip Roth, ni Gudbergur Bergsonn, ni el curioso encuentro entre André Breton exiliado y ciertos pintores y poetas martiniquenses y haitianos, sino la visita de K. a los predios de tales artistas.

Entre los homenajes -a Svorecky, el salvífico editor y novelista exiliado en Canadá; al compositor Janácek; al difunto padre- que K. expone con la consabida llaneza y amenidad, y las reflexiones a propósito del centenario del cine, el cambio en el prestigio de los sentimientos o en la visión del sexo, el nuevo punto de vista sobre el sentido de la vida que proporciona la edad, y por qué hay que tomar en consideración la del autor en el momento de considerar su obra, etcétera, me gustan especialmente sus consideraciones sobre el sectarismo en la construcción del canon literario, las páginas en que resucita a Anatole France y otros cadáveres exquisitos de los fusilamientos de la modernidad. Operación justiciera y ejercicio de probidad intelectual que aquí entre nosotros tampoco estaría de más.




Un encuentro
Milan Kundera
Traducción de Beatriz de Moura
Tusquets. Barcelona, 2009
200 páginas. 15 euros

elpaís.com/babelia

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