5.6.09

La alegría de leer


Por Héctor Rincón

Que las novelas del sueco Larsson sean una sensación muestran que sí hay lectores y que todo se ha globalizado.


Como no acudo con frecuencia a los reductos que los medios destinan para hablar de libros; esos reductos en donde los reseñadores se exigen para aparecer críticos, doctos, inteligentísimos; como no acudo a ellos no sabía que fuera tan famoso lo que un día de hace poco comencé a leer y no paré.

Hablo de Steig Larsson. Acababa de volver a disfrutar de las Prosas de Jaime Barrera Parra y de leer en voz alta la sublime despedida a Ricardo Rendón. Venía de dejar empezado porque me aburrió el Diario de un mal año de Coetzee y de agradecer El último encuentro de Márai y de cumplir con el rito bienal de otra vez Cien años de soledad, venía de todo eso cuando me cautivó el desvarío de un título —La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina—, su estrambótica carátula y la desmesura de sus 750 páginas.

Esta novela es la segunda escrita por este sueco que ya es un autor de culto y de quien ya se ha hecho una leyenda que incluye su muerte temprana, la disputa por los derechos de autor y la desdicha de que no hubiera visto su éxito rutilante. Así que comencé a Larsson en desorden y se adueñó de mi vida privada porque a partir de ese hallazgo se me espantó el sueño y todo minuto libre lo dediqué a dejarme devorar por una historia policial de seis o siete planos distintos, vertiginosa en su narración y nutritiva porque describe una sociedad y una época, esta época, con sus lastres de violencia y la contemporaneidad de los delitos electrónicos cometidos por la mejor hacker de Europa que, además, es bisexual y anoréxica.

El éxito de Larsson es significativo y apabullante. Apabullante: del primero de los tres libros que dejó escritos y que se titula Los hombres que no amaban a las mujeres, se han vendido seis millones de copias en todo el mundo. Y significativo: es el triunfo de la inextinguible novela negra con los tics típicos de detectives que carraspean y toman café hasta el hastío y de personajes que arquean las cejas para enfatizar el asombro, todo lo cual demuestra que el público grueso, el que desdeñarán los intelectuales rancios, sigue con el alma atada a las emociones que producían en la infancia las novelas de Marcial Lafuente Estefanía.

Las virtudes de las obras de Larsson no acaban en las historias enriquecidas por los enigmas y por los personajes de quienes hace unos suficientes perfiles psicológicos. No es común que unos libros escritos con el telón de fondo de un país remoto, en donde abundan nombres de calles y de bares y de ciudades impronunciables --Sharhälmen, Lljeholmen, Langhölmsgätan, jeroglíficos como esos--, sea fácil de leer y no se vuelvan tropiezos esos nombres y tampoco resulten antipáticos los españolismos de la traducción abundante en es la hostia, tío. Será, digo por decir, que la globalización en la que estamos ya atraviesa esas fronteras que antes eran invencibles porque el mundo quedaba muy lejos y todo lo que no ocurriera en el barrio era incomprensible e intolerable.

Desde luego que tras concluir La chica que soñaba…, me metí de inmediato en Los hombres que no amaban…, y ahora mismo estoy a la espera de que se resuelvan los líos legales y aparezca el tercero del tríptico Millennium que este sueco formidable nos hizo el favor de dejarnos por herencia. Y ojalá sea tan larga como las otras dos porque ante novelas de esta calidad queda vencida la frase hecha —y por hecha no reflexionada— según la cual lo breve si es bueno es dos veces bueno.



***

Ya que estoy en libros y ya que estamos en Colombia en estos tiempos de poder megalómano, recomiendo una novela de la vida real que se llama La conspiración de la fortuna. Es de Héctor Aguilar Camín, uno de los mejores mexicanos. O el mejor. Es una novela corta que cuenta la historia de una familia dueña del poder político y económico, con unos herederos que aprovechan la información a la que tienen acceso en beneficio de sus chequeras y de su insaciable sed de poder. Toda coincidencia es producto del azar.



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