12.6.09

En busca de la novela corta


Juan Gabriel Vásquez

POR VARIAS RAZONES QUE NO VIEne al caso explicar, ando obsesionado últimamente con las novelas cortas (donde por “novela corta” debe entenderse de 100 a 150 páginas), y más de una vez me he puesto a importunar a los amigos con esta pregunta:


¿cuáles son las mejores novelas cortas de la literatura contemporánea? El otro día le tocó el turno a William Ospina, que me dio sus opiniones y luego me dijo: “Tú sabes que para García Márquez este es el género perfecto, ¿no?”. Le dije que no, no lo sabía, y por una buena razón: García Márquez, que yo recuerde, nunca ha puesto esa opinión por escrito. “Pues sí”, me dijo William. “Él quería escribir ahora una serie de novelas cortas, pero sólo ha hecho Memoria de mis putas tristes”. Para las demás —esto lo añado yo— ya no habrá tiempo. Y es una lástima.

Es una lástima —a pesar de ese bodrio que es Memoria de mis putas tristes— porque García Márquez es autor de varios de los mejores exponentes del género: cuando uno ha escrito El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada, ya puede sentarse a descansar. La historia de Santiago Nasar, en concreto, me parece una de las mejores novelas cortas de la historia de la literatura: la habré leído unas diez veces, y nunca deja de deslumbrarme la alianza perfecta entre su lenguaje de falsa investigación, su estructura de falsa tragedia y su compulsiva legibilidad de falsa novela policial. Con esos antecedentes, la historia de las putas tristes me decepcionó; y me decepciona aún más el hecho, cada día más claro, de que no podemos esperar otra novela corta de García Márquez.

Pero lo que quería comentar era esa opinión: que la novela corta es el género perfecto. Claro que el adjetivo es problemático, no sólo porque se suele usar con descuido y a la ligera, sino porque las imperfecciones suelen ser a menudo los mejores momentos de una novela: las digresiones, los caprichos, los personajes secundarios que luego no lo son tanto. Es por las digresiones que entra el aire en la Literatura, decía Bioy Casares; y yo no sé ustedes, pero a mí me suele pasar que mis partes favoritas de una novela son con frecuencia las que a algún crítico inteligente le parecieron demasiado largas, o que sobraban, o que “no añadían nada a la trama”. La idea de que todo en una obra de ficción debe “añadir a la trama” es propia de lectores mediocres, o de buenos lectores de Agatha Christie que nunca han salido de Agatha Christie. Pero no tiene nada que ver con la literatura: pocas novelas más infladas e imperfectas que Don Quijote, Tristam Shandy o Guerra y paz. Y ya ven ustedes.

La perfección de una novela corta, me temo, va por otro lado. No puede ser fácil definirla, pero que existe, existe: algo deben de tener en común La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, y El corazón de las tinieblas, de Conrad; Los adioses, de Onetti, y El viejo y el mar, de Hemingway. Y eso es lo que llevo unos buenos meses tratando de averiguar: qué tiene este género que no tenga ningún otro, y por qué la satisfacción es tanta cuando sale bien. No he llegado a ninguna conclusión, pero en el camino he vuelto a El gran Gatsby, de Fitzgerald, he saldado mi vieja deuda con El pozo, de Onetti, y he leído Crónica de una muerte anunciada por undécima vez. Y sólo por eso habrá valido la pena.



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