Imagen de M, el vampiro de Düsseldorf de Fritz Lang.1931.foto.fuente: elpais.com"Las grandes historias no son muchas, y tienen siempre algo de la sólida simplicidad de las mejores herramientas, a las que el tiempo y el uso desgastan mejorándolas, como mejoran los años los rasgos firmes de una cara"
Las grandes historias no son muchas, y tienen siempre algo de la sólida simplicidad de las mejores herramientas, a las que el tiempo y el uso desgastan mejorándolas, como mejoran los años los rasgos firmes de una cara. Las grandes historias permanecen idénticas a sí mismas por muchas veces que se cuenten y son distintas y originales en cada narración, igual que las grandes canciones. Muchas son inmemoriales: muy pocas han nacido de la imaginación exclusiva de un escritor y han cobrado vida más allá de los libros en las que fueron contadas por primera vez. La historia de don Quijote y Sancho, la del Humbert Humbert y la nínfula vulnerada Lolita, la de la Ballena Blanca y el capitán Ahab. No sé si hay alguna más. No hay muchas más. El armazón de lo primitivo sostiene la mayor parte de las mejores narraciones modernas, sean de la novela, del cine, del teatro, de la ópera. El Narrador de Proust, el Hans Castorp de Thomas Mann, el Parsifal y el Sigfried de Wagner, el Nick Carraway de Scott Fitzgerald, el Fabrice del Dongo de Stendhal, son variaciones del joven Telémaco que abandona la protección de su madre y de su isla para aprender las lecciones fundamentales de la vida. La intrépida Jane Eyre es tan la Cenicienta como la Pretty Woman de Julia Roberts o aquellas "reinas por un día" que hacían llorar a nuestras madres y a nuestras vecinas en los remotos concursos de la televisión en blanco y negro.
Pero no creo que haya una historia más primitiva, más angustiosa, más idéntica siempre a sí misma que la de los niños perdidos que sucumben al engaño de un adulto tenebroso, o de un adulto digno de toda confianza que de repente se transforma en un monstruo. Escribo esto y me acuerdo de los cuentos que escuchábamos los niños y los que nos contábamos entre nosotros y también de ese motivo simple e hipnótico de Peer Gynt que silba Peter Lorre en M, el vampiro de Düsseldorf. La niña sola, que juega en la calle, a la que se le acerca el desconocido, tímido y amable, casi necesitado, en un tenebrismo de ángulos de cámara expresionistas, en una de esas ciudades abstractas que en otros tiempos se reconstruían en los estudios de cine. Una teoría científica es el destilado de una serie suficiente de observaciones y experimentos; en una ficción duradera cristalizan en un solo relato muchas experiencias diversas que tienen una médula común. No hay cultura en la que no existan ficciones porque en la ficción se concentran lecciones valiosas para la supervivencia, igual que en un friso de animales prehistóricos pintados en una cueva se concentran siglos, milenios de observación imprescindible de los animales de los que depende la existencia colectiva. El cuento del niño o de los niños perdidos, del adulto familiar y repentinamente monstruoso, del desconocido que va de paso y ofrece un regalo, es la alarma universal ante un peligro que nunca ha cesado; es el saber heredado de la experiencia que los niños se transmiten entre sí con más eficacia que cuando las historias de miedo se las cuentan los padres.
En España, en Torrelaguna, dos niños aceptan la invitación de un desconocido a subir a su coche. Como en tantos cuentos, son dos hermanos, un niño y una niña. El desconocido arranca y se aleja por caminos perdidos, y acaba aprisionando a los dos hermanos en un pozo seco. La oscuridad, el desamparo, el hambre, el frío, el terror, el frágil consuelo de abrazarse, son inmemoriales: también pertenecen a una crónica de periódico que se publicó no hace ni un mes. En Nueva York, en un vecindario de Brooklyn habitado sobre todo por judíos ultraortodoxos, un niño de nueve años consigue que sus padres le permitan emprender una modesta aventura, en la que ya está el germen del viaje de Telémaco: porque está impaciente por sentir que ya ha crecido los padres no lo esperarán junto a la parada del autobús que lo trae de sus tareas escolares veraniegas, sino en la puerta de casa, muy cerca, a una distancia de siete manzanas, en un barrio donde todo el mundo se conoce. El bosque de los cuentos es la metáfora de la facilidad con que pueden perderse los niños apenas se separan de la mano de sus padres: los árboles amenazadores son las altas piernas de los extraños. En la distancia de siete manzanas el niño que nunca había vuelto solo a casa le pidió ayuda a un adulto que debería de ofrecerle un aspecto afable. Solo hay un paso entre la casualidad y el terror. El adulto amistoso le sonríe al niño y le ofrece llevarlo a casa en su coche y lo que ocurre después valdría más no poder imaginarlo. Que hay monstruos y pozos y castillos de irás y no volverás es una lección que los cuentos llevan milenios enseñándonos.
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