Fabián Martínez Siccardi viajó a California y pasó una larga tarde charlando con el gran escritor Tobias Wolff
Tobias Wolff es uno de los grandes narradores estadounidenses de hoy./revista Ñ |
Tobias Wolff me recibe en su casa de Stanford, un chalé californiano con vistas a montañas que dan cuenta clara de las sequías de finales de verano. La camisa negra le resalta el enorme bigote blanco, rasgo del que cuesta quitar la mirada. Acaba de cruzar los setenta y se mueve con la agilidad de un hombre mucho más joven, pero al hablar es calmo y pausado, con una dicción cristalina y ese toque de histrionismo que tienen los que han pasado muchos años dando clases. Su apretón de manos es robusto, los movimientos al armar la cafetera son precisos, al sentarse cruza las piernas enérgicamente: un lenguaje gestual que conecto con la hombría exacerbada de quienes tienen un pasado militar, pero que se rinde ante una curiosidad casi infantil que hace que durante la entrevista Wolff pregunte tanto o más que el cronista.
Además de estar entre los mejores escritores de su generación, Wolff es uno de los pocos que, décadas antes de que las memoirs se convirtieran en moda literaria, puso su vida en el centro de su obra. “Todas mis historias son, de una manera u otra, autobiográficas”, dice. No sorprende entonces que en la memoir sobre su infancia trashumante a merced de una madre errática y un padrastro violento (Vida de ese chico) y en la diatriba contra la Guerra de Vietnam desde su experiencia como miembro de las Boinas Verdes (En el ejército del faraón) uno encuentre a Wolff como protagonista, lo que de algún modo se repite en la novela Vieja escuela (inspirada en su paso por un colegio internado de elite en Pensilvania) y en muchos de sus cuentos.
Pero si en sus libros el Wolff hombre es omnipresente, el Wolff autor puede pasar engañosamente desapercibido. Su prosa es pulcra e intencionadamente sobria: “Dedico mucho tiempo a eliminar cualquier cosa que ponga en evidencia la labor del escritor”. Hecho que equilibra enhebrando una poesía sutil, que asoma en pinceladas breves.
–¿Es difícil exponer tanta intimidad al escribir un libro?
–Uno debe hacerlo al escribir una novela autobiográfica. Es el pacto que se establece con el lector y hay que cumplirlo. A veces, leo autobiografías en las que veo un deseo de evasión, unas ganas de retocar la foto, como quien dice, cuando en realidad uno tiene que comprometerse con un cierto nivel de… –¿Sinceridad?
–Sin duda, pero también con una confrontación con uno mismo. Hay que estar dispuesto a realizar una especie de inventario moral. A veces pienso que si realmente el escritor no tenía ganas de hablar de cosas dolorosas, de temas difíciles, si no quería obligarse a recordar hechos desagradables, tal vez debería haber escrito una novela.
–¿Cómo encara las novelas?
–Cuando escribo una novela traigo cosas de mi pasado, mis recuerdos, mi propia personalidad, pero también me siento completamente libre para inventar alrededor de esas cosas. Por ejemplo, en la novela Vieja escuela, que está escrita en primera persona y algunos imaginan que es otra autobiografía, hay un montón de cosas inventadas. No me atrevería nunca a llamarla memoir. Al leer una novela, por más tentados que estemos a identificar al personaje principal con el escritor, debemos tener cuidado de no caer en una trampa. Una de las obras que usaba para mis clases es El extranjero, de Camus, y era interesante ver cómo los estudiantes suponen que Meursault (el personaje principal) está hablando por Camus, que esa es su perspectiva. Sin embargo, esa no es en absoluto la perspectiva de Camus. De hecho, considero que la novela es una meditación sostenida sobre la responsabilidad que Meursault se niega a asumir y que fue un tema esencial en la vida de Camus: un hombre responsable, que resistió la guerra. La voz de Meursault es muy seductora y por eso es una muy buena novela para aprender a distinguir entre la voz convincente de un personaje y la persona del escritor. Siempre hay que prestar atención a la tapa del libro, ver si dice novela o autobiografía, y leerla de acuerdo con eso.
–También hay autobiografías falsas… –Lamentablemente (se ríe). Están los ejemplos como En mil pedazos, de James Frey, que tienen aristas cómicas, como cuando comprobaron la falsedad de los hechos contados por Frey (abusos de drogas y la recuperación posterior que nunca sucedieron) y la editorial se vio obligada a devolverles el dinero a los lectores enojados. Pero hay otras más preocupantes, como las autobiografías que han probado ser falsas y hablan sobre el Holocausto, las que pretenden ser recuerdos de sobrevivientes, como Fragmentos, de Binjamin Wilkomirski, que años después de la publicación se demostró no sólo que sus historias eran falsas sino que el autor (cuyo verdadero nombre es Bruno Grosjean) ni siquiera era judío. De algún modo siguen resultando graciosas, pero no son inocentes. Hay mucha gente que quiere negar lo que sucedió y esa memoirs alimentan a los que dicen: “Viste, era todo mentira”. No puede dejar de existir una cierta...
–¿Responsabilidad?
–Y también confianza. Con historias falsas, esos autores erosionan la confianza del lector. Además, la mayoría de esos libros son mala literatura. Muchos de esos manuscritos fueron rechazados por las editoriales cuando los presentaron como novelas y los autores los volvieron a presentar como autobiografías.
–Mencionó sus clases. ¿Qué y cómo enseñaba?
–Daba clases de “Literatura y Escritura Creativa”, pero en las clases de escritura creativa también enseñaba literatura porque la mitad del curso se basaba en leer historias y novelas, textos que considero modelos.
–¿Modelos para analizar o para inspirarse?
–Les pedía a los estudiantes que hicieran ejercicios, que escribieran en el estilo de tal o cual autor, para que se volvieran más conscientes de su propio estilo. Usaba extremos, como Faulkner, Cormac McCarthy o Hemingway, escritores con estilos claramente definidos para que los estudiantes se metieran dentro del lenguaje del autor. Quería que fueran conscientes de las decisiones que tomaban como escritores, qué tipo de voz utilizaban al contar una historia, para que finalmente encontraran lo que les resultaba natural.
–Los aprendices de los pintores del Renacimiento se iniciaban haciendo réplicas de las obras maestras.
–En EE.UU. existió una colonia de escritores que utilizaba esa técnica. La llevaba adelante una mujer llamada Lowney Handy junto con James Jones, el autor de De aquí a la eternidad. Cuando Jones regresó de pelear en la Segunda Guerra Mundial, se puso en contacto con esta mujer. En la colonia se alojaban los escritores en unas especies de cabañas y pasaban las mañanas reescribiendo pasajes de Henry James, de Joyce, de Dickens. En mi novela Vieja escuela, el personaje principal transcribe a mano obras de otros escritores, pero yo nunca lo he hecho ni le pedía a mis alumnos que lo hicieran.
–Me parece una técnica muy útil. Yo he copiado a mano textos de Julio Cortázar, de Borges, de Roberto Bolaño… ¿Ha leído a Bolaño?
–Por supuesto. ¡Es impresionante! ¡Es fantástico! Hace poco leí Estrella distante, qué libro más extraño. Tiene algunos elementos que casi parecen realismo mágico, pero después aparecen esas personas en el medio de la noche y se llevan a la gente y eso ya no es gracioso. Es un escritor muy atípico y muy respetado en este país.
–No estoy seguro de que en Argentina Bolaño goce del mismo respeto, al menos entre los escritores de mi generación la opinión no es unánime. Bolaño parece gustarles más a los menores de cuarenta.
–Eso es interesante, porque hay un paralelo acá con David Foster Wallace. A la mayoría de los escritores de mi generación no les interesa, pero mis tres hijos son lectores devotos de Wallace. A mí me gustan mucho sus cuentos y sus ensayos. Creo que disuelve los límites del lenguaje. Pero volviendo a Bolaño, siguen saliendo libros de él después de años de muerto. ¿Escribía 12 horas por día?
–Tal vez más. ¿Cuántas horas escribe usted?
–No las suficientes. He estado trabajando en un libro durante demasiado tiempo. Lo voy a terminar, con suerte, para marzo o abril de 2017. Esa es una de las desventajas de dar clases. Consumen demasiado tiempo. Debería haber dejado antes, pero me gusta mucho enseñar y también disfruto de la compañía de otras personas que leen. No soy Salinger, no puedo vivir en un búnker, por eso me resistía a dejar esa comunidad literaria, conformada por escritores que dan clases, con los que tengo mucho en común.
–¿El próximo libro es ficción o autobiografía?
–Es una novela. Hablábamos antes de cómo un escritor encuentra la manera de entrar en una obra, y sin duda hay cosas sobre mí que se filtraron en este libro. Es una narración en primera persona.
–Usa mucho la primera persona.
–Es la voz predominante en la literatura estadounidense, desde Huckleberry Finn, El guardián entre el centeno, casi todo Hemingway… Tenemos una afinidad natural con la primera persona, nos gusta que alguien nos hable, nos cuente una historia.
–¿De qué trata el libro?
–De la mortalidad, sin duda, y de lo ineludible que es el pasado. Como dijo Faulkner: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”, y eso es verdad en esta novela.
Miro el reloj. Son las doce del mediodía. Hace dos horas que estamos hablando y le digo a Wolff que no quiero abusar de su amabilidad. Insiste en llevarme a almorzar para después acercarme a la estación de tren de Palo Alto. Vamos a un restaurante familiar de comida de la India. Mientras hacemos la fila para servirnos los platos, le pregunto el título de su próxima novela. Tiene dos en mente. Uno es Sepulturero, conduzca más despacio, de una canción de Johnny Cash. El otro son las últimas palabras que Pancho Villa le dijo al asistente que tenía al lado: ¡Ponga que dije algo!
Después me cuenta que hace unas semanas se cumplieron cincuenta años de la muerte en Vietnam de Hugh Pierce (el amigo de Wolff que cayó en combate en 1966 y al que de algún modo está dedicada En el ejército del faraón). “Es una espina que tengo clavada en el corazón”, me dice. En una ocasión conoció brevemente al hermano de Hugh, continúa, “y hace unas semanas me acordé de repente a qué colegio había ido. Conseguí su número actual en la lista de ex alumnos del colegio y lo llamé. Hablamos más de una hora sobre Hugh. Tenía diecinueve años cuando murió. ¡Qué desperdicio!”, agrega y se queda en silencio.
Manejamos hasta la estación de tren. Antes de que me dé vuelta para darle la mano, Wolff ya se sacó el cinturón y está abriendo la puerta del auto. Salgo y veo que Wolff se me acerca con los brazos extendidos. Me da un abrazo de oso, un abrazo que se podría llamar militar. Espero el tren en un banco de madera, debajo de un árbol, y pienso que, a veces, los escritores que imaginamos mientras leemos sus libros se parecen bastante a los hombres de carne y hueso que los escribieron.
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