Nadine Gordimer
Un hallazgo
Que se las lleve el diablo.
Un
hombre que había tenido mala suerte con las mujeres decidió vivir
solitario por un tiempo. Dos veces se había casado por amor. Despejó la
casa de cuanto de alguna manera se le había escapado a su abnegada
segunda esposa cuando se largó con las posesiones favoritas que juntos
habían coleccionado ‑cuadros, cristal fino, hasta los mejores vinos
sacados de la cava‑; botó los libros en cuya guarda la primera mujer
había escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En seguida se fue de
vacaciones sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera vez, que
pudiera recordar.
Pero
aquellas rameras y vagabundas de quienes se creyó enamorado habían
resultado tan infieles como las honestas esposas que juraron quererlo
eternamente.
Se
fue solo a un balneario donde las rocas lanzaban el mar hacia arriba en
forma de abanicos ásperos y la marea siseaba y se chupaba las charcas.
No había arena. Sobre piedras, semejantes a confites hirvientes, a
rayas, punteadas o estriadas, la gente ‑las mujeres‑ se acostaba en
colchonetas descoloridas por la sal y se acariciaba con aceites
aromáticos. Aquel año llevaban el cabello recogido y sujeto por gorros
elásticos de flores artificiales, o chorreaba suelto ‑al salir del agua
con cuentas cristalinas como joyas sobre sus brillantes miembros‑ y
cogido por hebillas doradas que intercambiaban señales luminosas con las
candongas que formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos y
sobre el pubis vestían triángulos invertidos de tela fosforescente,
asegurados por un cordón que subía por la división entre las nalgas,
para encontrarse con dos cordones que bajaban del vientre y las caderas.
En su línea de visión, mientras se alejaban hacia el mar, parecían
totalmente desnudas; cuando subían del mar, acezando de placer, en
dirección a su línea de visión, sus pechos danzaban y se colgaban al
agacharse; reían mientras recogían toallas, peines y bronceador. Los
cuerpos de algunas tenían diseños parecidos a telas estampadas: listones
y parches blancos o rojos donde la ropa había tapado algunos trozos de
sus cuerpos de la llameante inmersión en el sol. Otras tenían los
pezones en carne viva, como fresas, y se podía observar que a duras
penas soportaban tocarlos con bálsamo. Había hombres, pero él no los
veía. Cuando cerraba los ojos y oía el mar alcanzaba a oler a las
mujeres ‑el aceite.
Nadaba
mucho; adentrándose en la serena bahía, entre surfistas crucificados
contra sus vistosas velas, o más cerca a la orilla, donde la espuma le
golpeaba la cabeza bajo aludes de aguas blancas. Un cardumen de madres
jóvenes andaba con sus infantes por las aguas poco profundas. Desnudos,
apoyados contra su carne blanda, los niños se aferraban a ellas, tan
recientemente separados de allí que parecían aún formar parte de
aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido sembrados por varones
como él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le gustaba su roce
duro y se retorcía para ajustar sus huesos a ellas, hundiéndolos con sus
movimientos hasta que lograba acomodarlos en las depresiones, de suerte
que las curvas de su cuerpo, más que ofrecer resistencia, fuesen
recibidas por ellas. Dormía, y despertaba para ver piernas afeitadas
pasar junto a su cabeza ‑mujeres‑. Gotas desprendidas de los cabellos
mojados de aquellas caían sobre sus hombros cálidos. A veces se
encontraba nadando bajo el agua, debajo de ellas, y su cuerpo de piel
áspera pasaba rozándolas, como un tiburón.
Como
suelen hacer los hombres cuando están solos, echaba piedras al mar,
recordando ‑recuperando‑ el arte de lograr hacerlas besar la superficie
saltando. Acostado boca abajo fuera del alcance de los últimos
arroyuelos, colaba puñados de piedras pulidas por el mar, entresacaba
algunas y, de cerca, comenzaba a verlas como los adultos han dejado de
ver: como un niño mira y remira una flor, una hoja o una piedra,
siguiendo sus vetas aluviales, sus fragmentos de color misteriosos, las
placas de mica allí sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma de huevo o
de rombo, pulida por la mano aceitosa y acariciadora del mar.
No
todas las piedras eran en realidad piedras. Había óvalos ambarinos
aplanados que el océano, tallador de gemas, había pulido a partir de
botellas de cerveza quebradas. Había cabujones de vidrios azules y
verdes (otra botella ahogada) que podrían haber pasado por aguamarinas o
esmeraldas. Los niños los recogían en gorras o en baldes. Y una tarde,
entre tales tesoros, mezclados con trozos de espuma de estireno
‑desechos de barcos de carga‑, y con otras echazones que se arrojan al
mar y flotan de nuevo para ser botadas otra vez en las playas de todo el
mundo, encontró en las piedras con las que ocupaba una mano, como un
monje que pasa las cuentas de su camándula, un auténtico tesoro. Entre
los pedruscos de vidrio de color había un anillo de diamante y zafiro.
No estaba sobre la superficie de la playa pedregosa, así que era
evidente que ninguna mujer lo había dejado caer aquel día. Alguna
querida, algún tesoro del hombre rico (o alguna esposa oculta), al
zambullirse desde un yate, allá lejos, con sus joyas puestas mientras se
iba despojando con elegancia de otros ropajes, debió sentir que uno de
los anillos se le resbalaba del dedo por acción del agua. O no lo
sintió, sólo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a buscar la
póliza de seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más
hondo; y luego, cansándose de él con el correr de los días, de los años,
y empujándolo con lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un
anillo hermoso. Un zafiro, largo y oblongo, circundado de chispas
redondas; y a lado y lado de este brillante montículo, un diamante
tallado en forma de baguette que servía de puente a un círculo grabado.
Aunque
lo había sacado de una profundidad de más de seis pulgadas mientras
excavaba con sus dedos al azar, miró a su alrededor, como si la dueña
tuviera que estar allí, de pie, encima de él.
Pero
ellas se estaban embadurnando, estaban secando a los infantes con las
toallas, se depilaban las cejas observándose en espejos diminutos,
estaban sentadas con las piernas cruzadas y los senos apoyados sobre las
mesas bajas donde el mesero del restaurante había colocado sus
ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al restaurante a llevar el
anillo: tal vez alguien hubiese informado de una pérdida. La
administradora se echó hacia atrás, como si un reducidor le hubiese
estado ofreciendo bienes robados. Es valioso. Llévelo a la policía.
La
sospecha despierta la atención; tal vez hubiera, en este lugar
extranjero, algún motivo para sospechar, aun de la policía. Si nadie
reclamaba el anillo, alguno de los lugareños se lo embolsillaría. Así
pues, qué importaba ‑y lo echó en su propio bolsillo, o mejor, en la
bolsa donde guardaba el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del
carro y las gafas de sol‑. Y regresó a la playa, a acostarse otra vez
sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar.
Puso un aviso en el periódico local: Hallado anillo en la Playa Horizonte Azul, el martes primero, junto con el teléfono y el número de su habitación en el hotel. La administradora tenía razón: hubo muchas llamadas.
Algunas
de hombres que aducían que, en efecto, sus esposas, madres o novias
habían de veras perdido un anillo en aquella playa. Cuando les pedía que
lo describieran corrían el albur: un anillo de diamante. Pero cuando
los presionaba, pidiéndoles más detalles, sólo les quedaba la mentira.
Si una voz de mujer era lisonjera, congraciadora (incluso llorosa a
veces), identificable como la de una estafadora de mediana edad, colgaba
en el momento en que ella intentaba describir su anillo perdido. Pero
si la voz era atractiva y a veces claramente juvenil, suave, aun
vacilante en su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que viniera al
hotel a reconocer el anillo.
Descríbalo.
Las
sentaba cómodamente frente al balcón abierto para que la luz del mar
indagara en sus rostros. Sólo una lo convenció de haber de veras perdido
un anillo; lo describió en detalle y se marchó, apesadumbrada por
haberlo molestado. Otras ‑algunas bastante atractivas o incluso muy, muy
bonitas, vestidas para seducir‑ se habrían conformado con un resultado
diferente de la visita si no lograban salirse con la suya al inventar su
descripción del anillo. Parecían calcular que un anillo es un anillo:
si es valioso, debe tener diamantes, y una o dos tuvieron el ingenio
suficiente para decir que sí, que llevaba otras piedras preciosas, pero
era una herencia (abuela, tía) y no sabían en realidad los nombres de
las piedras.
¿Y el color? ¿La forma?
Se
marchaban como ofendidas; o si reían con nerviosismo culpable era que
sólo habían venido por aventurarse, para divertirse un poco. Y era bien
difícil deshacerse de ellas de manera educada.
Pero
hubo una cuya voz era diferente a la de cualquiera de las demás
llamadas, quizás la voz dominada de una cantante o actriz, que expresaba
timidez. Había perdido toda esperanza. De encontrarlo... mi anillo.
Había visto el aviso y pensado no, no, es inútil. Pero ¿y si había una
posibilidad en un millón...? Le pidió que viniera al hotel.
Con
seguridad tenía cuarenta años, una belleza innata de grandes ojos
serenos de un gris verdoso, que sólo necesitaba ayuda para conservar el
color negro azabache de su cabello, que, comenzando en un penacho de
forma de pico que se elevaba sobre la frente curva, se recogía en un
bucle sobre la coronilla, brillante como plumas suavizadas. No había
huellas de ningún pliegue allí donde se unían sus senos, firmemente
separados en el escote de su vestido, tan negro como el cabello. Tenía
manos hechas para anillos; extendió unos dedos largos, volteó las palmas
hacia afuera: Y entonces se perdió; vi su reflejo por un instante en el
agua.
Descríbalo.
Lo
miró a los ojos, volvió la cabeza para apartar la mirada, y comenzó a
hablar. Muy trabajado, dijo, platino y oro... Usted sabe, es difícil de
precisar cuando se trata de un objeto que uno ha usado durante tanto
tiempo, que ya ni lo nota. Un diamante grande... varios. Y esmeraldas, y
piedras rojas... rubíes, pero creo que se habían caído antes... Fue al
cajón del escritorio tocador y de debajo de unas carpetas que describían
restaurantes, programas de TV por cable y servicios disponibles en la
habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los ojos de la
mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta
hacia él, como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a
ponérselo en el dedo del corazón de la mano derecha. No le servía, pero
ella corrigió su movimiento con veloz acto de prestidigitación y se lo
deslizó sobre el dedo anular, donde se acomodó.
La
llevó a cenar y no se hizo alusión al tema. Nunca jamás. Ella se
convirtió en su tercera esposa. Viven juntos y no hay entre ambos más
cosas no dichas que las que se dan en otras parejas.
Nadine Gordimer (Springs, Gauteng, 20 de noviembre de 1923 - Johannesburgo, 13 de julio de 2014)1 . Escritora sudafricana ganadora del Premio Nobel de literatura en 1991. En sus libros trata los conflictos interétnicos y el apartheid.
Nació el 20 de noviembre de 1923 en Springs, provincia de Gauteng, una población minera cerca de Johannesburgo. Sus padres eran inmigrantes judíos de clase media. Su padre era un relojero de Lituania, proveniente de un lugar cercano a la frontera letona y su madre procedía de Londres. Empezó a escribir relatos a la temprana edad de nueve años y ya con quince publicó el primero de ellos en la revista Forum.
Con veinticinco años se trasladó a Johannesburgo, donde fijó su
residencia definitiva. Nunca destacó como estudiante y aunque ingresó en
la prestigiosa Universidad de Witwatersrand, no llegó a finalizar sus estudios.
Se decantó en un principio por las historias cortas, publicando en 1949 su primer libro titulado Face to Face; ese mismo año contrajo matrimonio por primera vez. En 1953 escribió The Soft Voice of the Serpent,
siguiendo en el estilo de historia corta. Ya en estos escritos empezó a
abordar el tema social de Sudáfrica, con la enajenación de los
comportamientos humanos y la segregación racial como telón de fondo.
Hasta 1953 no vendría su primera novela, The Lying Days, en la
que ya quedaría plasmada su característica técnica narrativa marcada
por una línea sobria, sin sentimentalismos, aunque con una gran
preocupación por la degeneración humana que la rodeaba. En 1954 se casó
en segundas nupcias con Reinhold Cassirer, con quien tuvo un hijo. En
los años posteriores continuó escribiendo tanto novelas como relatos
cortos: Six Feet of the Country (1956), A World of Strangers (1958), Friday’s Footprint (1960), Occasion for Loving (1963), Not for Publication (1965), The Late Burgeois World (1966) A Guest of Honour (1970), Livingstone’s Companions (1971), The Conservationist (1974), Selected Stories (1975) y Burger’s Daughter (1979). Durante estos años compaginó su actividad literaria con conferencias en universidades de Europa y América.
En los años ochenta publicaría algunas de sus obras más importantes: A Soldier’s Embrace (1980), July’s People (1981), Something Out There (1984), A Sport of Nature (1987), My Son’s Story (1990).
En 1991, año en el que se le concedió el Premio Nobel de Literatura, publicó Jump and Other Stories, continuando con su característica perfección formal, sin utilizar elementos superfluos.
En 1994 publicó No one to Accompany Me, aunque había comenzado a escribirla años antes y The House Gun en 1998. Ya en este siglo, The Pickup (2001), Get a Life (2005) y su última obra, No Time Like the Present (2012), que muestra la actualidad de Sudáfrica a través de la vida de una pareja de antiguos militantes antiapartheid.
Recibió gran cantidad de premios y distinciones, como quince doctorados honoris causa (por las universidades de Yale, Harvard, Columbia, Cambridge, Leuven en Bélgica, Ciudad del Cabo y Witwatersrand entre otras).
En el año 2005, fue invitada a la Feria Internacional del Libro
realizada en Guadalajara, México en donde estuvo en el centro de
atención, dado que tenía a su derecha a Gabriel García Márquez y a su
izquierda a Carlos Fuentes. Lamentablemente los tres ya fallecidos.
La Fundación Nelson Mandela, rindió homenaje a Gordimer, manifestando
su "profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura
de Sudáfrica" "Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz
fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo", agregó.
En sus últimos años, Gordimer hizo activismo en la lucha contra el
VIH y el Sida, recaudando fondos para Treatment Action Campaign, un
grupo que busca ayudar a los enfermos sudafricanos a obtener medicinas
gratuitas para salvar sus vidas.
También criticó al presidente sudafricano, Jacob Zuma, al oponerse a
un proyecto de ley que limita la publicación de información considerada
sensible por el gobierno. "La reintroducción de la censura es impensable
cuando tenemos en cuenta lo que sufrió la gente para deshacerse de la
censura en todas sus formas", expresó en una entrevista el mes pasado.
Gordimer deja tres hijos.
Falleció el 13 de julio de 2014, en su residencia de Johannesburgo.2.
Obras. 1956, La suave voz de la serpiente.1956, Seis pies de tierra (Six Feet of the Country).1958, Mundo de extraños (A World of Strangers).1960, La huella del viernes (Friday’s Footprint).1965, No para publicarlo (Not for Publication). 1966, Ocasión para amar (Occasion for Loving).1966, El desaparecido mundo burgués (The Late Burgeois World). 1970, Un invitado de honor (A Guest of Honour).1971, Livingstone’s Companions.1974, El conservador (The Conservationist).1975, Selected Stories (1975).1979, La hija de Burger (Burger’s Daughter).1980, Soldier’s Embrace.1981, Gente en julio (July’s People).1984, Something Out There.1987, A Sport of Nature.1990, La historia de mi hijo (My Son’s Story).1994, Nadie que me acompañe (No one to Accompany Me).1998, Un arma en casa (The House Gun). 2002, El encuentro.2004, Saqueo.2006, Atrapa la vida.2007, Contar cuentos.2008, Beethoven tenía algo de negro.
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto y foto:Internet.
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