Crónica. La narradora chilena Andrea Jeftanovic participó con una ONG de deudos israelíes y palestinos en iniciativas de convivencia y diálogo en Israel, en febrero, lejos de la escalada bélica actual. Reconocer la humanidad del otro es el objetivo
Oriente Medio: el círculo de la compasión. |
Mi último nuevo de contacto de Facebook se llama Osama Abu Ayash
y vive en Hebrón. Nos hicimos amigos en la red dos días antes de que
los cuerpos de los tres jóvenes israelíes secuestrados fueran
encontrados muertos en esa ciudad. La palabra Hebrón me golpeó, llevaba
semanas siguiendo la noticia e imaginaba otro desenlace. Del mismo modo,
me golpean las imágenes de la Franja de Gaza en esta escalada de
violencia que continúa con misiles, golpizas y redadas militares. Sé que
se suman más y más nombres de civiles, nombres que por ahora permanecen
anónimos, porque se vive un período de barbarie, donde el dicho
devastador de "ojo por ojo" ha pasado a ser un insoportable "hijo por
hijo". En esta semana de duelo y de reacciones a fuego cruzado, he
pensando en eliminar a muchas personas de las redes, pero no a Osama,
con él compartimos siete amigos, todos miembros de la ONG Parents Circle
Families Forum ("Círculo de padres, foro de familias"). A fines de
febrero con él y otros integrantes, pasamos una mañana en una escuela de
Holon, una ciudad cerca de Tel Aviv, donde tuve la oportunidad de ser
testigo de una de las actividades de este grupo.
La organización
Parents Circle Families Forum (PCFF) es un grupo de ciudadanos israelíes
y palestinos, que han perdido un familiar directo, a veces más de uno,
en el conflicto que lleva más de sesenta años acompañando sus
existencias. A partir de esa catástrofe interior han dado un sentido a
su duelo y se han sumado a una organización no gubernamental, que desde
1995 fomenta el diálogo, acciones y proyectos en conjunto. El mensaje es
obvio, contundente: si nosotros podemos dialogar, ¿por qué otros no
podrían?
Es una de las pocas grupos que reúne a familiares de
víctimas de ambos pueblos. Son 650 familias, cada uno de sus miembros ha
sentido un torbellino de emociones encontradas cuando lo invitaron a
participar en el grupo; han sido cuestionados por los suyos, han
calificados de "traidores" cuando se integraron. Ellos saben que han
pagado el costo más alto y que, desde la condición moral de víctimas, su
mensaje de reconciliación es más irrevocable que los discursos
oficiales. Trabajan juntos para levantar puentes, estimular el mutuo
entendimiento, comprender que el dolor de uno es el mismo dolor del
otro, que nadie nace con odio, que es algo que nos inculcan. Están
convencidos de que es necesario detener el círculo de violencia, de
venganza, de sangre; que deben prevenir a otros padres, hermanos e hijos
de vivir la misma experiencia. Pese a ser un grupo pequeño, los une una
ambición política grande: posibilitar un marco de reconciliación y
entendimiento para un proceso de paz duradero.
La organización
desarrolla proyectos heterogéneos en los que siempre integra miembros de
ambas partes; entre estas actividades destacan: visitas a escuelas
secundarias; el grupo de narrativas paralelas que organiza seminarios;
una plataforma virtual que se llama Crack in the Wall; un campamento de
verano con jóvenes; una alianza con académicos para trazar el "Paper de
reconciliación"; un grupo de mujeres que se reúne y planifica
actividades como exposiciones de arte, encuentros culinarios y debates.
Tienen distintos lemas, algunos son: It won´t stop until we talk ("No se
detendrá hasta que hablemos") o We can make a change ("Podemos hacer un
cambio").
¿Cómo llegué a ellos? Fue la noche de una llave
equivocada de la casa de la escritora cubana Karla Suárez en Lisboa. Una
noche que recorrí en círculos un conjunto de siete edificios idénticos
en la calle Jorge de Sena, al lado del metro Ameixoeira. Probaba la
llave, como me lo había dicho mi anfitriona; ninguna encajaba en la
cerradura. Comenzaba a llover, no había nada abierto, como buen domingo
europeo, yo vagaba recordando la ropa tendida en el balcón de mi amiga
como una señal de reconocimiento: esas sábanas al viento tan propias del
paisaje mediterráneo. El computador de un restaurante a punto de cerrar
me salva.
La llave correcta y caminar en círculos es la imagen que debo retener.
Karla,
después del encuentro, me habla, a propósito de un tema de fronteras,
de Dana Wegman, hija de un hombre que fue víctima de un atentado en Tel
Aviv, algo que abrirá un nuevo círculo en mis búsquedas. Llevo meses
leyendo publicaciones y grupos de fanáticos y creo que la religión,
usada como argumentación política, es un camino peligroso. No quiero
regalar una línea de mi escritura, por insignificante que esta sea, a
los que prometen odio y venganza. Pienso que por años me he dedicado a
pensar la fuerza que impulsa las genealogías, el vínculo ambivalente
entre padres e hijos, siempre tensado entre el pasado y el futuro. Esta
vez son precisamente padres sin hijos, hijos sin padres, o hermanos sin
hermanos, movilizados para dar sentido a esa línea que se interrumpió
dramáticamente.
***
Cuando me contacté con la ONG, Parents
Circle Families Forum (PCFF), solicitando permiso para visitarlos en su
sede, en Tel Aviv, recibí un mensaje copiado a cinco miembros de la
organización. Dos de ellos palestinos, tres israelíes. En ese gesto
estaba cifrado el espíritu transparente y ecuánime de un grupo que está
cambiando la aproximación a uno de los conflictos más agudos del Medio
Oriente. En la sucesiva correspondencia me debí acostumbrar a recibir
las respuestas con copia a todos. Nombres y apellidos de ascendencia
judía y árabe, uno que otro que podía ser ambos, a veces me confundía,
lo mismo cuando veía sus fotos, eso me gustaba. Me esforzaba por
escribir mensajes en un inglés aceptable, proponer solicitudes, despejar
dudas. La primera vez imaginé que en los días de espera me estaban
investigando: mi currículum, mi afiliación política, mi grado de
honestidad, de "peligrosidad".
Cuando llego a Tel Aviv, el PCFF
está viviendo un momento de revuelo positivo. Dos de sus miembros, Mazen
Faraj y Nir Oren, viajaban a recibir el premio Unsung Heroes of
Compassion de manos del Dalai Lama en California, Estados Unidos. Robi
Damelin asistía al Congreso AIPAC, Asuntos Americanos, en Washington.
Robi Damelin y Bassam Aramin, los actuales voceros internacionales del
grupo, preparaban un viaje a distintas universidades norteamericanas e
inglesas. Aaron Barnea y Bassam Aramin cerraban los detalles de un viaje
para participar en el Día de las víctimas en Colombia.
Dana, entre héroes y víctimas
Con
la primera persona que me reúno es Dana Wegman, hija de un ciudadano
argentino-israelí que murió en un atentado el 2002. Antes de
encontrarnos, paso por la escultura que recuerda el Atentado a Yitzak
Rabin, camino entre las barras de bronce sin entender el sentido de la
figura. Nos reunimos en un restaurante en la plaza céntrica de Kikar
Rabin en Tel Aviv, veo sus rizos rubios, ojos almendrados y una sonrisa
cálida. Hay círculos alrededor de Dana, de su paso por Europa, por
Argentina, hay círculos a los infiernos cuando me relata el atentado,
cuando recrea el vínculo con su padre, con su familia, con su
inmigración forzada. Me muestra fotos, veo a un padre joven, con una
cabellera frondosa y pelirroja, vistiendo pantalones patas de elefante,
un padre seventies, idealista, cariñoso con sus hijas.
"Al momento
del atentado, mi padre se recuperaba de un cirugía cardiovascular y
salió a un restaurante. Cuando supimos del atentado, nos llamamos por
teléfono, como siempre lo hacíamos para esos eventos; su celular fue el
único que no respondía. Mi hermana prendió la televisión y reconoció la
calcomanía del auto estacionado fuera del local".
En un recorte de
noticias que me envía Dana veo el lugar del desastre, las puertas y
ventanas estalladas, la mesa atiborrada de pedazos de copas y platos, un
paquete de matzá envuelto en alusaplas. Ese año el 31 de marzo se
celebraba Pessaj, la fiesta de la libertad, y, seguramente, su padre
llevaba pan ácimo a la cena.
"Cuando supe la noticia fue como si alguien me apagara el sol, yo era la niña de sus ojos".
"Un amigo lo reconoció en la morgue por la cicatriz en el pecho. Yo no pude entrar".
"Para
los hijos que perdemos a nuestros padres en atentados no hay un
concepto, somos nada legalmente. Tampoco el Estado nos ofrece ayuda, eso
me dio mucha rabia. Creo que la nueva pareja de mi padre recibió una
compensación".
Dana me cuenta de su trabajo como artista plástica.
"Antes
que mi padre muriera hice una exposición de arte. Era una colección de
pinturas, en un video, entre ellos había una instalación de una persona
que volaba con una bomba. Más tarde esa pieza adquirió otro significado
para mí, era un mensaje cifrado del futuro que vendría. La muestra no
tuvo cobertura de prensa, y después me querían entrevistar por lo de mi
papá, no acepté. Fue una época muy complicada, de cambios personales. No
sabía adónde ir".
"Después nos fuimos, la familia, mi madre,
padrastro y hermana, a Francia. No fue fácil ese período. Por muchos
años vagué entre Francia y España, estudié en Barcelona. Viajé a
Tailandia, a la India, escapando de mí. Veía a los demás pasándola muy
bien, y yo muy envuelta en mi sufrimiento".
"Un día, por
sugerencia de una amiga, regresé a Israel, quería hacer algo con mi
experiencia. Primero participé en Combatientes por la Paz, un grupo de
israelíes y palestinos que antes estaban activamente implicados en el
ciclo de violencia, pero que ahora se han comprometido a resolver el
conflicto por medios pacíficos. En el año 2012 me aventuré con un
proyecto: realizar un campamento con jóvenes israelíes y palestinos.
Convocamos, buscamos familias acá y allá y resultó. Veinte jóvenes
asistían al primer campamento de verano. Fue en esa ocasión, doce años
después de lo ocurrido, que tuve que relatar lo del atentado en público.
No me salían las palabras, pero necesitaba mostrar que yo sabía lo que
era que este conflicto te toque el corazón".
Estos son los
primeros minutos en que Dana pasa, tras un tiempo comunicación virtual, a
ser un inspirador relato en un castellano con acento argentino. El
restaurante francés es el encuadre, el tráfico de la ciudad, un rumor de
fondo.
"Luego convocamos al segundo campamento, y nos fue muy
bien. Los chicos se conocen, intercambian, hacen deporte, actividades.
Organizamos dinámicas, todo muy bien pensado. El día de la llegada
tuvimos un inconveniente, el grupo palestino demoró siete horas en
llegar por los trámites en los checkpoints (puestos fronterizos).
Algunos sintieron deseos de desistir, los jóvenes israelíes se
cuestionaban todo, pero, finalmente, llegaron y seguimos el plan y
compartimos los cinco días contemplados".
Veo el video que me
facilita del campamento 2013. Observo a jóvenes construyendo su relato,
experimentado un cambio en la mirada del otro: "yo antes los veía como
enemigos", "a mí ustedes me daban miedo", "¿cómo es vivir en un campo de
refugiados? Luego, veo al grupo cocinando juntos, practicando capoiera,
haciendo teatro, enseñándose su idioma, actividades con los ojos
cerrados, conversando en el pasto a pleno sol.
Un problema de ignorancia y miedo.
"La
mayor discusión durante el último campamento fue la visión de género,
son diferencias culturales entre cómo se comportan las chicas y los
chicos. Cerramos la actividad con los padres de los jóvenes en una cena
en el kibutz que nos recibe. Es increíble lo que se aprende, luego
siguen en contacto por las redes y, desde su realidad, van compartiendo
sus vidas".
"Ahora me veo distinta. Soy una profesora de arte y una activista".
"Somos víctimas y héroes, ahí a medio camino, las dos cosas a la vez, vivimos en una contradicción permanente".
Aaron. La habitación del hijo
A
las 8:00 am me espera Aaron Barnea en el primer cruce de Holon. Es
argentino pero vive en Israel desde 1958. Vamos a su casa, un hogar
ordenado, acogedor. A la entrada hay un gatito en una caja, es mayor,
está moribundo. Aaron tiene pelo blanco, voz calmada, gestos firmes,
pero suaves. Mientras compartimos un café me cuenta cómo perdió a su
hijo Noam. Su voz hace una pausa, sigo la curvatura de su círculo
personal.
"Noam murió los últimos días de la guerra del Líbano en
el 1999. Él no quería participar, pero estaba enrolado y sentía que era
su obligación, llevaba una chapa que produjo problemas entre sus
superiores: To Leave Lebanon in Peace. Le quedaban cinco días para
concluir el servicio militar. Una guerra innecesaria, llena de mentiras.
Le tocó desactivar un explosivo dejado por Hezbollah".
A
continuación me muestra la habitación de Noam: una cama individual
pegada a la pared, las fotos de un muchacho joven, de finas facciones.
La chapa metálica de color blanco y con letras en azul, To Leave Lebanon
in Peace. Todo intacto. Aaron, sin conocerme, me abre su espacio más
íntimo: la habitación del hijo que ya no está, el soldado número 18.939.
Antes de salir, retengo una imagen especial, Noam fumando y de pies
cruzados en alguna montaña como un sabio cuyo humo eleva sus
pensamientos.
"Ahora acá se quedan mis nietos".
Respiro con cierto alivio.
"Noam tenía muchos sueños y amigos. Luego de su muerte comencé a pintar, hice una exposición con óleos sobre él".
Me
acerco a los muros y veo las pinturas del rostro de Noam, las
pinceladas de su tez bronceada, el torso musculoso de un muchacho joven.
Más cuadros con su rostro de perfil, de espaldas, su rostro compuesto
de manchas de colores verde, rojo. La habitación en forma de L es un
túnel al tiempo, al mayor miedo que tenemos los seres humanos, los que
hemos sido padres.
"Unos días antes de su muerte vi en televisión a
un grupo del PCCF visitando la casa del presidente Weitzman. Me llamó
la atención la organización, y luego entendí que el destino me estaba
enviando un mensaje: formaría parte de ella un tiempo después".
"Yo
estaba en contra de esa guerra, siempre he sido del movimiento propaz.
Después de los siete días de duelo por mi hijo, la shivá, regresé a las
protestas frente al Ministerio de Defensa".
Leo la carta que le
escribe a su hijo en el sitio web de la ONG, las dudas que tenía el hijo
de participar en el ejército, su resistencia, y las líneas que le
dedica a la culpa que merecen los líderes de ambas partes por su falta
de imaginación y coraje en este insano conflicto. Una carta remecedora,
un documento político, un aullido de padre: "Noam, eres mi bandera, mi
símbolo, llevo tu dolor para alejar a otros de la apatía. Nuestra común
lucha no está lista todavía, vuelvo a ti una y otra vez para dibujar mi
fuerza espiritual desde ti".
Escuela de Holon: los palestinos vienen atrasados
Aaron
me ha invitado a una reunión en una escuela secundaria. Dentro de los
proyectos del PCFF está el de visitar colegios secundarios mostrando el
lado humano del conflicto en duplas, un palestino y un israelí. Llegamos
al establecimiento, nos recibe la directora, pasamos a la sala de
profesores a tomar café. Me piden no tomar fotos porque los menores de
edad requieren el permiso de los padres. Una llamada telefónica avisa
que los miembros palestinos vienen en camino. Dicen como quien da una
orden en un restaurante sin la agotadora ultra corrección: "Los
palestinos están atrasados, llegarán a las diez".
El PCFF visita
cientos de escuelas por año, sé que con este proyecto han llegado a más
de veinte mil estudiantes de secundaria. Es un trabajo sumando granos de
arena, un trabajo de aula en aula, de familia a familia, de joven a
joven.
Efectivamente los palestinos llegan a las diez. Vienen en
taxi desde Beit Jala, Bethlehem y Jerusalén Este. En medio del café
entran Osama Abu Ayush, Bassam, Rizek, Osama. Los miembros palestinos
tienen permisos especiales para cruzar con mayor fluidez los agobiantes
puestos fronterizos o checkpoints. Permisos para cruzar ida y vuelta,
pero no para ser ciudadanos con los mismos derechos.
La fisonomía
de los cuatro palestinos es distinta a la de los cuatro israelíes que
son mayores; son más jóvenes, de tez marrón, pelo oscuro, las cejas
marcadas en arco. Me saludan muy deferentemente. No sé si extender mi
mano o dar un beso. No hablo hebreo ni árabe, pero acompañaré a dos
duplas en reuniones distintas. Puede ser que entienda algunas palabras
que me den contexto, pero estoy alerta al lenguaje corporal, a la
dinámica del ambiente. Mis conocimientos provenientes de las escasas
visitas a una sinagoga consisten en un vocabulario básico: familia,
estado, dios, verdad, víctima, libertad, paz, guerra, justicia,
compasión, arrepentimiento, perdón.
Entramos a una sala en el
segundo piso. Hay veinte adolescentes sentados en semicírculo. Aaron
comienza la reunión, presenta a Rizek. Aaron relata brevemente su
historia de vida, sé que habla de Noam, de dejar el Líbano en paz, de la
escena televisiva, de estar en contra de una guerra y tener que
participar en ella. Después introduce con respeto a su compañero
palestino, poniendo su mano en el hombro. Algo que no esperaba en estas
reuniones es la ternura que se puede transmitir entre dos hombres. Más
aún viniendo de esta dupla de padres que han pasado por una situación de
duelo tan álgido, y ahora son un solo cuerpo acoplado que resiste
décadas de narrativas hirientes.
"Puede ser que no estemos de acuerdo en todo, pero estamos del mismo lado".
Rizek
habla desde la propia experiencia, con cierto furor, con rabia. Miro
sus ojeras atizadas tan semíticas, su pelo grueso. Observo su rostro
anguloso, las marcas en sus mejillas mientras sigo el ritmo de sus
palabras. Pienso que está hablando en el idioma del colonizador, que es
un gesto de valentía y generosidad hacerlo entre jóvenes israelíes.
Algunos
alumnos miran esta escena con desdén, otros con emoción, un par de
chicos se intercambia zapatillas, uno usa su celular y le llaman la
atención. "Slijá ("perdón"), le dice al chico, "¿no te das cuenta de lo
que estamos hablando?".
El aula escolar es un territorio
conflictivo, siempre lo ha sido, adultos y jóvenes nos disputamos una
verdad, un entendimiento del mundo. Quizás es la primera vez que ven a
un palestino en el mismo espacio y sin temor. Creo que algunos traen las
muecas aprendidas en casa, a medida que pasa el tiempo, las van
perdiendo. Porque el hombre que está al frente, el supuesto enemigo, es
un hombre real, que está dispuesto a contarnos su dolor, a extendernos
la mano.
He visto durante la espera que esta escuela se
caracteriza por destacar en deportes, tienen varias copas doradas de
torneos, medallas y diplomas que lucen en una vitrina. Una escuela de
jóvenes que saben competir, que han entrenado su cuerpo, que han ganado,
pero también han trabajado en equipo, en colaboración.
Rizek
sigue, habla de Palestina, de ser un libertador. La profesora del curso,
arropada en pantalones y chaqueta de mezclilla, pulsa la tecla
equivocada y dice Netanyahu. Cambia la expresión facial del grupo. Creo
que habría que expulsarla de la sala, prefiero a los chicos que se hacen
cariño y se intercambian zapatillas en una clave homoerótica. Yo pienso
en paralelo, de eso se trata, de cambiarse y ponerse los zapatos de
otro, de probar otra horma para ver lo incómoda que nos resulta. El
curso se divide en dos bandos. La discusión se pone exaltada, creo que
hablan de política porque nombran a Likud, a la OLP, a Arafat y se
pierde la hebra de humanidad. Aaron niega con la cabeza, Rizek se afirma
la frente con las manos, yo abro bien los ojos, estamos cansados de
esos relatos, de acusarnos unos a otros, es urgente hacer un punto de
inflexión. La reunión concluye con una encuesta. Algunos tiran el papel
al basurero, otros responden con dedicación.
Afuera de la sala
Aaron me da un poco más de contexto. Le pregunto si estas reuniones las
repiten en Cisjordania, me dice que no porque la Autoridad Nacional
Palestina no las autoriza.
"Se entiende, la situación no es
simétrica. La parte palestina tiene mucha presión de no participar en
estas actividades que puedan significar situaciones de normalización.
También quedan pendientes las escuelas religiosas judías que no han
aceptado".
En el intermedio todos regresamos a la sala de
profesores. Me siento en esos descansos que tienen los boxeadores antes
de regresar al ring. Se ve que han ejercitado desde muy adentro dejar de
ser adversarios, el ambiente es distendido, se dan palmadas en la
espalda, se ríen, conversan, hacen llamados telefónicos, se recuerdan
citas, se preguntan por las familias de cada uno. Tomamos café, comemos
bollos; en un par de minutos es hora de la segunda reunión. Los sigo con
mi libreta entre las escaleras, miro de reojo a estos ocho gigantes:
Aaron, Rizek, Ben, Osama Abu Ayash, Avraham, Bassam, Osama.
En la
segunda reunión entro de nuevo con Aaron, pero esta vez es con Osama. La
rutina es similar, presentaciones, saludos, silencio en medio de la
sala. Veinte adolescentes en semicírculo y una profesora joven.
Aaron abre la reunión con un categórico: "La ocupación no es una situación normal".
Osama
es alto y delgado, cuando llega su turno se pone de pie, toda su
musculatura está tensa. Las venas del cuello se hinchan. Noto que tiene
acento árabe en su hebreo aprendido como segunda lengua. Osama es de
Bethlehem.
"Yo fui educado para ser un mártir, mi futuro era volar un bus".
Yo
me enfrento a mis propios prejuicios, pienso que tal vez si lo viera
subir el bus estaría atenta a sus movimientos, lo seguiría con la
mirada. Se llama a sí mismo "Hijo Caído". Pienso en su nombre
estigmatizado por la historia tras los atentados en Nueva York, y que si
quisiera viajar, tendría malas experiencias en los aeropuertos, o las
visas rechazadas en el pasaporte. Pero hay una sensación nueva mientras
lo escucho, Osama es un hombre atractivo que desprende electricidad en
su relato, en sus movimientos elásticos. Busco en la mirada de la
profesora y en los alumnos si no advierten lo mismo: el campo magnético
que ha establecido con su cuerpo y sus palabras.
Cuenta que cada
mañana debe cruzar el muro, pasar por la desagradable inspección de los
soldados. Un chico de la sala pregunta, con honesta ingenuidad, de qué
muro están hablando. La mayor parte del curso mueve la cabeza en tono de
"imposible", un compañero se acerca y le explica: "el muro de
seguridad", se lo dicen en hebreo, en inglés. Sin duda es primera vez
que escucha eso. Todos los países tienen ciudadanos con puntos de
ceguera, recuerdo a mi país en medio de la dictadura y los vecinos que
no se enteraban de lo que ocurría en el barrio. Yo, que llevo dos
semanas en el país, me parece que el muro es una presencia omnipresente.
Es violento con su estética alambrada de campo de concentración, con
sus torres de vigilancia. ¿Cómo ha sido posible citar los miedos tan
cercanos, las pesadillas históricas más recientes? Y también cuando me
bajo a fotografiarlo me siento tan pequeña, insignificante frente a la
estructura de cemento. Los defensores del muro dicen que ha bajado el
número de atentados que los tenía paralizados; los que están en contra
sostienen que solo ha hecho daño, que ha configurado una política de
apartheid con más odio y segregación. Veo el muro, aunque no quiera, en
la carretera 434 cuando vamos al mar Muerto, cruzando toda la vía 1 y la
6 cuando viajamos a Jerusalén, cuando caminamos por el hostal Austríaco
y recorremos los techos de la Jerusalén Vieja. Una gran costura que
separa ambos territorios.
Hay preguntas, comentarios de los
alumnos. La conversación adquiere cierta textura emocional. Todos
discuten a la vez, no se escuchan. Me he debido acostumbrar a que acá la
gente discute con la voz a volumen alto, de un modo brusco; defienden
sus puntos de vista con énfasis. La sala de paredes color celeste y un
mural de corcho con tres recortes desperdigados es más importante que
cualquier salón oficial de las Naciones Unidas.
Avraham: A drop in the ocean
De
regreso de la reunión, me lleva Avraham Shomroni en su auto. Apenas nos
subimos, se reporta a través del celular a alguien y dice que va en
camino. Me cuenta mientras conduce que es un sobreviviente del
Holocausto. Que vivía en Austria con su familia, que se salvó porque lo
enviaron en los kindertransport, los trenes ofrecidos por el gobierno
inglés para rescatar niños, desde Viena a Londres. Que sus padres
murieron en campos de concentración, que él llegó junto con su hermano a
una ciudad en la que estaban huérfanos de idioma, de redes. Que
Inglaterra lo hizo un alumno universitario al mismo tiempo que militaba
en el grupo de izquierda de los primeros kibutzim. Que viajó desechando
una promisoria carrera académica en ciencias movido por la fuerza de sus
ideales, para vigilar las plantaciones de la comunidad agrícola en la
que vivió por años. Me cuenta que pronto cumplirá 80 años. Que, por
cierto, conoce mi país.
Su hijo murió en un accidente aéreo en el
ejército. Me quedo muda. Él me hace sentir bien, diciendo que ahora
tiene nietos, que los niños son lo mejor, los niños son el futuro, alza
su voz con alegría; yo miro la carretera para que algún paisaje o valla
me mantenga erguida en el asiento. Cuántas tragedias en una vida,
cuántas vidas en una vida pienso, cuánta dulzura en su mirada. Me atrevo
a leer su historia semanas después, entiendo que conocí a Avraham
porque Jonathan no está. Antes de dejarme en el cruce de la carretera
con la estación de buses, la Tajaná, me dice con calma que sabe lo que
hace él y el grupo es a drop in the ocean.
Tomo un taxi con una
conductora que me cobra una tarifa exagerada para el trayecto mientras
me habla de Eilat, que debo ir a la playa, soy cortante, no sé cómo me
bajo en Avenida Allenby frente a Hacarmel Market a comprar unas granadas
que abro con un cuchillo para sorber sus semillas gelatinosas.
Robi. Nadie debe morir en nombre de mi hijo
Domingo
en la tarde, en el hall del Hotel Mercure me encuentro con Robi Damelin
y Bassam Aramin, son dos voceros internacionales de la organización,
los actuales encargados de las relaciones públicas. Los acompaño a una
conversación que tendrán con la Fundación Telos, un grupo de la iglesia
presbiteriana que ha organizado un viaje para conocer de cerca el
conflicto. Me cuentan que han viajado mucho, que se aproximaron a Gaza
donde conocieron a una mujer que internaba comida. ¿Por qué andamos
buscando héroes? ¿Por qué no nos esforzamos nosotros en ser héroes? Su
viaje al Medio Oriente culmina con esta reunión, a continuación tomarán
el avión de regreso a Chicago. Tengo la idea de que Robi y Bassam ya han
ido allá y luego regresarán en mayo, según entiendo, por el detalle de
la logística. Amablemente han aceptado que la lady from Chile se sume a
esta reunión.
Miro a Robi y a Bassam algo intimidada porque
conozco los detalles de sus historias de vida. He seguido al grupo en
las redes y, como voceros angloparlantes, sus testimonios me han sido
accesibles. Antes, en el hall, los he visto intercambiar sus agendas a
fin de proyectar compromisos futuros, viajes a Estados Unidos e
Inglaterra. Robi dice una fecha, You can make it? (¿puedes hacerlo?).
Bassam mira su agenda de papel, confirma. Anotan viajes, calculan
desplazamientos. That´s your stuff (es tu asunto), le dice Robi cuando
se trata de viajes que Bassam realiza a las comunidades palestinas en la
diáspora.
Robi se presenta frente al grupo:
"Somos dos sobrevivientes, yo del apartheid sudafricano; Bassam, del Nakba".
Por
un momento mi cabeza se fuga de la sala. Hay una foto de mi infancia.
Mis abuelos sonríen en primer plano, atrás se ve la escena de un baile
en ronda. En la imagen en blanco y negro aprecio la placidez del rostro
de mi abuela que solía tener una expresión adusta. Es el 15 de mayo de
1948, mis abuelos escuchaban por la radio la promulgación del Estado de
Israel por la recién formada Naciones Unidas. No éramos una familia
especialmente sionista, pero esa fecha era una fiesta. Israel era el
hogar de unos tíos queridos, un refugio en caso de necesidad después de
años de persecuciones, un viaje cada cierto tiempo que se hacía presente
en adornos de bronce y piedras de colores. Muchos años después, sabría
el revés de esa imagen, para el mundo palestino esa fecha registra una
desgracia, se llama Nakba, que significa hecatombe/catástrofe. Pienso en
la costura y el revés.
Robi sigue.
"El conflicto tiene
costos para la gente real, costos humanos. La reconciliación es posible
cuando humanizas el conflicto, cuando ves que detrás de esa víctima hay
un padre, una madre, hermanos, todos desconsolados".
"Yo nací en
Sudáfrica, y si me hubiesen dicho que era posible que un blanco y
alguien de raza negra se podían sentar en la misma mesa, yo hubiese
dicho imposible. Algo similar ocurre con este conflicto, he vivido dos
segregaciones. He sido testigo de procesos de reconciliación, de
justicia, cese al fuego, y quería salir de eso, y llegué a un país como
voluntaria por unos meses y me quedé y he tenido que mirar mi propia
historia para comprender estas relaciones de amor y odio".
"Cuando
David fue asesinado por un francotirador, yo le dije al oficial del
ejército que tocó mi puerta: nadie debe morir en nombre de mi hijo".
"Mi
amado hijo, un músico talentoso, activista por la paz. Pensé que nadie
mató a David por ser David, sino por ser el símbolo de una política de
ocupación. ¿Qué hago con ese sentimiento? Después de un largo proceso
interno, me sumé al PCFF, al principio no estaba convencida, ahora creo
que es lo que motiva mi vida".
Robi también lidera el grupo de
mujeres, Neighbors, Women creating reconciliation ("Vecinas, mujeres
creando reconciliación"), un grupo muy activo que organiza reuniones,
exposiciones, arte culinario y textil. Por ejemplo, sigo las fotos de la
exposición "La presencia del vacío", en el museo de Tel Aviv: un reloj
de muñeca quemado y detenido a las nueve de la mañana, un pantalón y una
camisa tendidos sobre una cama, la foto de un joven enmarcada sobre el
respaldo de un niño que duerme entre sábanas blancas, la foto de un
padre con una cara abatida después de visitar la tumba de su nieto
hundido en el asiento trasero de un auto.
Pero también hay espacio
para la fiesta. Lo veo en las fotos de sus celebraciones, con mesas
opíparas, los saludos en las fiestas de cada religión. Hay un ánimo
celebratorio en sus paseos, cuando van a plantar olivos, en las
reuniones en casas alrededor de una cocina. Veo en las imágenes rostros
que brillan sin miedo, vibrantes, con pañuelo, con pelo corto, largo, de
todos los colores con una sonrisa cómplice. Están, también, los
registros de la feria textil en la que se exponen bellos vestidos
palestinos negros bordados con hilo rojo o las visitas que hacen en
conjunto al Museo del Holocausto o a los campos de refugiados.
"Las
mujeres deben ser sumadas a la mesa de negociación, deben ser parte del
proceso de paz. Para una feria hicimos setecientos frascos de
mermelada. Una vez, una mujer palestina, que debo decir a veces me
sorprende lo subyugadas que están al patriarcado, me comentó: Robi, es
la primera vez en mi vida que gano algo de dinero".
"Es importante dejar que la gente tenga autoestima, no solo compasión, sino autoestima".
Y agrega:
"Aunque
no estemos de acuerdo con la perspectiva de ellos, también debemos
integrar al diálogo a Hamas y a los colonos. No podemos forzar a la
gente a perdonar, pero sí a hablar, a comprenderse, respetarse, ser
parte de la solución, no del conflicto".
Miramos con asombro.
Bassam. Construir desde el dolor
Bassam
Aramin se ha mantenido en silencio, pero cuando llega su turno habla
con firmeza. Se expresa con una calma impertérrita, de hombre sabio.
Dice que viene de una reunión con gente extremista, gente agradable. Que
a veces el enemigo está dentro de uno. Es padre de seis niños y abuelo.
Recuerdo
el texto de Amos Oz, Contra el fanatismo, que nos dice lo importante
que es domar al fanático que tenemos adentro, darle humor, ternura,
empatía.
"Yo fui educado para ser un guerrero, hice un par de
explosiones, pero nada grave, sin heridos. El pueblo palestino no tiene
dónde esconderse, dónde estar a salvo, entonces ser guerrero o liberador
en la vida tiene sentido. Es fácil, tomas esa bandera y luchas".
"A
los diecisiete años me arrestaron, estuve siete años en una cárcel
israelí. Yo estaba peleando contra la ocupación. En ese período dije qué
hago para no perder mi cordura en este encierro. Comencé a aprender
hebreo, la lengua de mis enemigos. Un día de actividades conmemorativas
vi una película sobre el Holocausto. No podía creer lo que estaba
viendo, no tenía idea de esto, vi las alambradas, vi los cuerpos
magullados. ¿Por esto han pasado mis enemigos? Más tarde hice un
Magíster sobre el Holocausto judío en Inglaterra, necesitaba comprender
por qué los soldados eran tan agresivos y conocer el proceso legal de
justicia y reparación. Para mí, los israelíes no tenían rostro, solo
eran enemigos. La cárcel puede matar la entereza de cualquiera, y yo
conquisté mi dignidad. No fue fácil, me hice amigo de uno de mis
guardias, me traía Coca-Cola, él luego se hizo partidario de la lucha
palestina. Ambos nos transformamos".
"En el 2002 nos reunimos
cuatro palestinos y siete militares de alto rango, fue una reunión llena
de mentiras. La idea fue dejar las armas y comenzar a hablar de la
ocupación. Luego fui cofundador de la organización Combatientes por la
Paz. Participé en las reuniones alrededor de la Iniciativa de Ginebra.
En el 2007 una patrulla de soldados estaba cerca del colegio de mi hija,
alguien disparó al aire y la bala le impactó a ella. Entonces te das
cuentas de que lo más sagrado, tu familia, no puede ser protegida.
Durante los días de agonía fui acompañado por treinta familias
israelíes, que estaban a mi lado en el hospital Hadassah. Así descubrí,
de ese modo doloroso, la humanidad del otro".
"Decidí no vengarme, no ser un héroe para algunos".
"Mi
batalla ha sido que se reconozca el crimen de Abir, y que el asesino
termine en la cárcel. Ha sido una lucha difícil, nadie reconocía el
disparo, tuve que recurrir a peritos, abogados y a los tribunales. Fui
acompañado a la corte por gente de Combatientes por la Paz, afuera había
pancartas escritas en árabe y en hebreo; en algunas instancias los
jueces rechazaron el caso por falta de pruebas. Hace un par de años, la
causa salió favorecida, se identificó al culpable, fue una noticia. Abir
tenía un reconocimiento, su muerte no era en vano".
En la sala
estamos pendiendo de un hilo de silencio y aguantando las lágrimas. Si
me abstraigo por unos segundos, somos un grupo extraño, dos monitores,
doce alumnos estadounidenses de la iglesia prebisteriana, una judía de
matrimoio mixto de nacionalidad chilena, un palestino musulmán y una
israelí sudafricana. ¿Qué hacemos acá un domingo en la tarde en un hotel
en Tel Aviv?
Bassam continúa:
"Intento no mirarme a mí
mismo como una víctima. Nadie sabe lo que es el sufrimiento de perder
una hija, es un dolor insoportable. Un soldado israelí mató a mi hija de
diez años, cien soldados israelíes construyeron un jardín en honor a
Abir. Nadie me va a devolver a mi hija ni nadie me va a salvar lo que
ese duelo significa, pero yo quiero construir con mi dolor".
Pienso
que por tantos años hemos sido entrenados en la legítima identificación
con el drama de Anna Frank, y luego no sabemos cómo nombrar a una niña
de diez años que muere en la villa de al lado, en el pueblo de Anata en
Jerusalén. Se llamaba Abir y es una de las tantas Anna Frank palestinas.
Miro la foto de Abir en las redes, un rostro dulce, su flequillo
ordenado, una estudiante ejemplar, reconozco la mirada, las cejas de su
padre.
El proceso legal de Bassam es narrado bellamente en el
documental Within the eye of the storm (En el ojo de la tormenta) de
Shelley Hermon, en el que se registra el viaje personal y legal que hace
Bassam junto con un padre israelí, Rami Elhanan, el padre de Smadar,
una niña israelí que murió a los ocho años en un atentado en la calle
Ben Yehuda. El documental muestra cómo codo a codo ambos hombres siguen
por cortes judiciales, oficinas, programas de radio, viajes en moto,
conversaciones, sellando un pacto, una forma de ser hermanos
espirituales. Para el homenaje del Día de los Caídos del 2007, la foto
de Abir aparece junto a la foto de Smadar y sus padres hablan en la
ceremonia.
Pienso en la fuerza de la pareja humana, la amorosa, la
de dos hermanos, la de dos víctimas, la de un padre y una hija, o una
madre y su hijo, la de dos padres unidos en el duelo. Una pareja es
siempre una figura: dos cuerpos acoplados resistiendo narrativas.
"La
ocupación todavía existe, vivimos en ocupación, el símbolo es un
ejército que ocupa. ¡Dos, tres, cincos estados, cualquier solución será
mejor que dos tumbas!".
Robi cuenta que le escribió una carta al
hombre que le disparó a su hijo y ahora está en la cárcel. Leo la carta
en la red, le cuenta de la vida de su hijo, le propone conocerlo,
comprender su situación. Esa iniciativa fue tomada mal por el Estado que
ha puesto todo tipo de obstáculos para impedir esa reunión. Robi piensa
que Bassam será el mejor intermediario para ese futuro encuentro.
"Después de un tiempo, él respondió y no precisamente como si fuera el Dalai Lama".
Qué
insistencia, el camino del duelo, un descenso a uno y otro círculo, los
anillos ensamblados de la valentía, la comprensión, el dolor, el
cuestionamiento.
"No somos santos, al menos yo no lo soy, pero no
nos podemos darnos por vencidos, tenemos nietos y no podemos dejarle
este mismo ambiente de violencia".
En esta misma línea, Bassam dice que buscó en la corte al autor de la muerte de su hija.
"Quería
preguntarle: ¿por qué?" Yo no voy a cambiar la dirección, seguiré
luchando para proteger a sus compañeras de curso, a los jóvenes, tanto
israelíes como palestinos, todos ellos son nuestros niños".
***
Robi nos mira.
"Ustedes
van al exterior, a sus países. Tengo un mensaje. No sea pro-israelí ni
pro-palestino, no necesitamos gente expandiendo un discurso de odio, sea
a favor de la solución. Lo del boicot económico lo comprendo, por
ejemplo, yo no compro productos de empresas israelíes que funcionan en
los asentamientos pero a veces se está metiendo a toda una sociedad en
un mismo saco. Ayúdenos a comprender la tragedia que estamos viviendo.
No deseamos perpetuar el conflicto".
En la dinámica Robi-Basam hay
encanto, respeto y humor. Se despiden con una sonrisa, cruzan dedos, la
charla finaliza con bromas. Bassam sale a otra reunión y no me alcanzo a
despedir.
Jam Session. Pepinillos tan picantes que son capaces de matar judíos
Robi
despliega su nuevo proyecto, un libro de cocina, Jam session, que reúne
recetas de mujeres israelíes y palestinas con fórmulas de mermeladas y
verduras conservadas (pickles), y por supuesto, sus narrativas de vida.
Ahora se traspasa a formato de libro con recetas, fotos y narrativas con
la asesoría de un equipo de diseñadores. Es un libro de formato amplio,
a colores, muy bien hecho. Nos pregunta cuánto debería cobrar, "¿será
que 35 dólares es mucho?" Todos miramos encantados la maqueta.
Un
mes después veré el libro ya confeccionado. Leo en la prensa que Robi
comenta y presenta a cada una de las participantes en un evento, lee su
nombre, su ciudad de origen, su receta. "Esta es Subyira, ella es de
Nablus y es una de las mejores cocineras del grupo". Es el turno de Umm
Ahmed, dice que sus verduras son tan picantes que sacan lágrimas, y
agrega: "Son tan picantes que hasta podrían matar a un judío". La
aludida responde: "No, Robi, a la única judía que quiero matar es a ti".
Carcajadas. Necesitamos a veces el humor negro para hacer catarsis,
para poner a prueba nuestra amistad.
Recuerdo otro proyecto, la
instalación artística The Blood Relation Project, que consistía en la
donación de sangre entre pueblos. En una secuencia vemos a Robi tomada
de la mano de Bushra, con los antebrazos extendidos en un hospital,
donando medio litro de sangre en una bolsa. Si alguien piensa que esto
ha sido un problema sanguíneo tendrá que aceptar que las sangres
circulen en una y en otra dirección. Luego hay más escenas de otros
antebrazos extendidos con otras duplas.
La porosidad de los relatos, las verdades estalladas
Un
conflicto es siempre un caleidoscopio de relatos, pedazos de verdades
estalladas. En el documental Two Sided Story (La historia de ambos
lados), otra de las producciones audiovisuales de la ONG,
específicamente del grupo de narrativas paralelas, veo escenas de los
participantes de estos seminarios de relatos personales y colectivos que
se trenzan como un coro. Un paisaje humano heterogéneo, en edad, en
vestimenta de acuerdo a sus creencias, en rasgos físicos. Por ejemplo,
hay una mujer árabe con pañuelo al lado de un colono con kipá, más allá
una mujer en pantalones y un hombre con shorts y guayabera, un hombre
mayor con atuendo musulmán. El grupo comparte un fin de semana el que se
desarrollan dinámicas y actividades con dos moderadores; Daniela y
Khaled.
El film abre con un grupo de adultos sentado en círculo,
con audífonos para seguir la traducción simultánea en hebreo, árabe e
inglés. Un traductor alto y delgado recorre la circunferencia repitiendo
frases a un ritmo frenético. En una de las actividades un israelí,
Tabi, dice: "Si yo tuviera 22 años como tú, también sería un guerrero
palestino, de verdad, pero venir con una keifá a esta reunión, pese a
que me encantan, es una provocación, ¿no?; es como si yo me pusiera acá
el gorro del ejército". "Odio a los soldados israelíes porque mataron a
mi hermano". "Yo fui un soldado, no lo elegí, nadie a los 19 años decide
ir y tomar un arma en defensa, si tú lo ves así te equivocas". "Nací
entre sirenas de alarma, escondiéndonos en el refugio, con tanto miedo,
mamá abrazándonos". "Si algún extremista religioso viene a esta reunión
es un logro, al menos va a escuchar mi versión". "Quizás tú no has
entendido que estar acá es mi forma de lucha". "¿Qué hacen nuestras
piedras contras sus armas?". "No son terroristas son guerreros,
libertadores". "¿Sabes cómo me siento cuando cuentas los detalles de la
muerte de tu hijo, qué hago con esa energía? Yo solo digo mi hijo murió
tal año". "Mi deseo de paz pasa por ese dolor, yo necesito hablar de
Youseff". "¿Sabes, acá me siento como secuestrada?" "Mis recuerdos del
67 son escuchando la radio del Cairo donde decían que expulsarían a
todos los israelíes al mar". "Cuando mi hijo murió como un mártir...fue
un día difícil". "No es fácil decir cosas agradables, pero estoy acá, tú
como israelí me deberías ayudar". "¿Si tuviéramos que dibujar nuestros
países trazaríamos casi el mismo mapa?" "Yo soy una refugiada del 48 y
recuerdo cómo nos perseguían, nos decía huyan". "Eso no es verdad,
deberían difamar a tus líderes", "¿Cómo te has creído todos esos
cuentos?"
Más adelante, Tamer, le toma la mano a Lyuba y le dice:
"tú eres judía, sabes lo que es el sufrimiento, cuando hay una bomba
suicida tu tristeza es mi culpa". En la siguiente secuencia, Tamer
camina riendo por la ciudad de Hebrón escoltado por el ejército israelí,
por ocasión del documental, que lo defiende de los insultos de unos
rabiosos colonos que lo azuzan en su propia tierra. ¡Qué situación tan
absurda, tan vergonzosa! Compartir el dolor, las culpas, la vergüenza,
aunque sean asimétricas.
Durante el registro fílmico hay momentos
de silencio, de deseo de renuncia, de sollozos, de tensión. En unas de
las dinámicas deben expresar los prejuicios de su contrincante y hay
risas, risas cómplices. Incluso el traductor suelta carcajadas que le
hacen difícil su trabajo. Hacia el final, cada uno debe decir el
testimonio de un otro participante como si fuera el propio. El
resultado: una mujer israelí contando, en primera persona, la muerte del
marido de una mujer musulmana. O un hombre palestino contando la
pérdida del hijo de una mujer israelí. Una ex soldada diciendo que un
soldado mató a su hermano en una redada. Y más.
Las voces suenan
distintas, los relatos han cambiado. Hay una epifanía en sus relatos
individuales cotejados en un relato mayor. Se despiden de rostros
relajados, intercambio de teléfonos, visitas a casas. Cada uno sale del
Hotel Everest con otro semblante.
La película cierra con dos mujeres, Harem y Ora, caminando por la playa de Haifa.
La imagen concentrada
Viajo
a Ramat Efal a reunirme con Doubi Schwartz, el gerente general del
PCFF, es un ciudadano israelí experto en asuntos árabes. Doubi me llama
cuando estoy en la recepción para avisarme que no podrá llegar porque
tiene una importante reunión con un eventual auspiciador en Tel Aviv,
pero que estará Tima Rabie. Lo comprendo absolutamente, subo las
escaleras.
La primera vez que visité Ramat Efal me perdí, no logré
encontrar la oficina. Ramat Efal, el centro de convenciones en el
barrio del mismo nombre, es un espacio de varias hectáreas de
organizaciones no gubernamentales. Recorrí el lugar en círculos,
recordaba la misma angustia de Lisboa, la angustia de ver edificios
idénticos, de no encontrar la puerta indicada. No imaginé un recinto tan
amplio, vine sin detalles, pero eso me permitió vagar y avanzar
mientras caminaba por los senderos, los jardines y las salas, miraba los
carteles escritos en hebreo sin entender nada. A medida que cruzaba
espacios, miraba de reojo una muestra de la efervescencia de cierto
sector de esta sociedad: grupos de medicina china, pequeños
agricultores, médicos por los derechos humanos, grupos sociales que no
logré reconocer pero que los movía algo colectivo.
Tima es la
asistenta en las oficinas de Beit Jala (Palestina) y en Ramat Efal
(Israel). Cuando me abre la puerta, pienso que nos parecemos mucho, ella
es más joven pero tenemos cabello y colores semejantes. Nos sentamos
frente a frente en una mesa, con una jarra de café y dos tazas. Pienso
que hasta ese momento no he podido reunirme con un palestino a solas,
todas las citas por un motivo u otro no resultaron. Esta es la
oportunidad de hacer preguntas que nadie más responderá.
Le
pregunto cómo maneja eso de pasar de un lado a otro, me dice que nació
en esa condición, que es una ciudadana israelí-palestina.
"Vivo
acá, cuando hablo hebreo no tengo acento, cuando hablo árabe no tengo
acento. Fui a un colegio con israelíes donde se respetaban las fiestas
judías, cristianas y musulmanas".
Pero insisto, no es lo mismo, hay muchas diferencias.
"Sí,
pero yo no me siento discriminada, sí me siento una persona laica,
moderna, por eso no me gusta Jerusalén, tan llena de religiosos. No soy
hija de víctimas, mi familia arrienda la oficina de Beit Jala a la
organización y les pedí trabajar acá. Es gente maravillosa, yo quiero
aportar".
Le pregunto sobre su vida cotidiana y ella a mí, creo
que nos imaginamos nuestras vidas cuando guardamos silencio y miramos
por la ventana hacia el jardín.
¿Cuál sería tu sueño de futuro?
"Quiero
que mejore la situación para los palestinos, que haya dos estados pero
no quiero estar cerca de ningún fanático. Una vez fui a un campo de
refugiados y quedé impactada. Fui a Fátima Al-Jafari y son horribles las
condiciones en las que viven".
Le pregunto, porque es mi deber preguntarle, si no encuentra que el ejército israelí es demasiado agresivo.
"Sí,
claro que sí pero también, piensa, hay chicos jóvenes llenos de miedo,
les han inculcado tanto miedo al otro que los van a matar si ellos no se
defienden".
Le digo que me impactó el caso de Bassam, una lucha
tan básica. No sé cómo llegamos a otro caso. Me cuenta que hay una mujer
israelí en el grupo que perdió a uno de sus hijos, su otro hijo se
suicidó por el conflicto. "¿Te puedes imaginar lo que es eso?". Le
saltan lágrimas, me dan ganas de tomarle las manos, pero no me atrevo.
Cerramos los ojos, ella palestina, yo judía, cada una a cada lado de la
mesa, hundiendo nuestras caras en la madera, sorbiendo el último resto
de café. No tenemos más que negociar que nuestra empatía.
Tima me
da folletos, documentales, papelería, adhesivos siempre escritos en
árabe, inglés y hebreo. Todo tricultural, me dice que no me olvide que
hay más de una lengua, que hay tres alfabetos. Tima se mueve con gracia
entre los estantes. Le digo que solo leo uno. "You should learn", y yo
miro esos signos tan ajenos. Sobre la mesa están las llaves de la
oficina de Beit Jala, las veo como quien mastica una invitación, quiero
decirle que me lleve, pero mi vuelo a Santiago parte en la noche, temo
no llegar a tiempo.
"Come back", se despide en la puerta y me abraza.
***
Me
he acostumbrado a ver duplas de palestinos e israelíes, me educo en
otra forma de configurar las cosas. ¿Por qué siempre en contra? ¿Por qué
no juntos? El ejercicio vital es distinto, partiendo por ensamblar
nuestras narrativas corales. Permitir cierta porosidad en nuestros
relatos, en el hecho de que siempre nos estamos traduciendo. Releo el
testimonio de Osama Abu Ayesh, perdió a su padre y a dos cuñados en el
conflicto. Aún así se sumó al grupo y quiere dialogar, y es más, logró
integrar a varias familias de Nablus. Cuando nos contactamos, me escribe
un mensaje: "I am glad to be your friend" (estoy complacido de ser tu
amigo), y yo respondo conmovida al otro lado de la pantalla.
Dicen
que todo viaje es una imagen concentrada de nuestra existencia. Quiero
pensar que no camino en la línea recta y equivocada de la historia. En
las actividades del grupo siento que de algún modo ellos empujan la
estructura del imponente muro, que transforman, aunque sea
simbólicamente, los checkpoints (puestos fronterizos) en meetingpoints
(puntos de encuentro). Que han creado una nueva forma de ser familia, de
ser pueblo; intentan pasar del rectángulo opresivo de la ocupación y la
enemistad a la fluidez de los círculos. Quiero pensar que avanzo en
círculos, que ingreso en los círculos de Aaron, Bassam, Robi, Osama Abu
Ayesh, Dana, Mazen, Ben, Tima, Rizek, Osama, Doubi, y tantos más. Que
camino en círculos para encontrarme con ellos en su nobleza, en su fino
humor, en su compromiso, en su creatividad, en su encanto por la vida.
Caminar en círculos hasta que uno se pierda de vista a sí mismo y vea al
otro. Caminar hasta no verme esos días en Tel Aviv, y ver, en cambio, a
Tima en Beit Jala. O vagar por las redes y no ver solo lo que ocurre en
Jerusalén, Sderot o en Haifa, sino también lo que ocurre al otro lado
de la frontera, en Hebrón, por ejemplo.
Cerrar un círculo de violencia, inaugurar otro de esperanza.
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