14.8.13

La biblioteca como fantasma

Durante los años noventa viajé en tren por toda Cuba en busca de libros que después vendía en dólares a turistas en la Plaza de Armas. Llevaba un bolso gigantesco de esos que en La Habana llamamos gusano, por la forma alargada que recuerda al animal, y la procedencia: vienen cargados de pacotilla desde Miami. El mío lo había heredado del último viaje de mi padre


Biblioteca no tan fantasma como recuerda el autor, en plena Plaza de Armas, en La Habana./penultimosdias.com
—Te dejo esto que me trajeron de Miami, me dijo como si se tratara de legar un patrimonio, mientras se secaba el resbaloso sudor de su frente; no me hace falta para un viaje de ida sin regreso.
Las costuras del gusano heredado resistían (bajo el fogaje, las lluvias, los empujones y la suciedad de los trenes), el peso de diccionarios, enciclopedias, atlas, y todo tipo de libros que yo compraba en provincia, muy baratos, a familias desesperadas por comer, o por pagarse alguna visa, o una buena balsa que les permitiera fugarse allende los mares, como mi padre.
Me doy cuenta ahora, caminando por la calle Obispo, que mi memoria asocia los libros que tuve en Cuba con aquellos viajes de supervivencia en tren, y no con la nostalgia infantil de la evasión imaginaria hacia otros mundos. Por supuesto que existió esa época (cuando a los doce años mi padrastro Joaquín me construyó mi primera biblioteca) de lecturas de Julio Verne y Agatha Christie, pero los perniles de jamón y los quesos comprados de contrabando gracias a los libros hallados en provincia, tienen más consistencia en mi recuerdo que las tiernas imágenes juveniles.
Y fue con los dólares de la Plaza de Armas que me pagué mi viaje real a París. Un soleado día de primavera Eusebio Leal, el Historiador oficial de una ciudad en ruinas, y cuya parte colonial él ha reconstruido para los turistas con el dinero de la UNESCO, aceptó comprarme las Ordenanzas Reales de Castilla de 1779, recopiladas por un tal Alonso Díaz de Montalvo, y que yo había comprado en 5 dólares a un vendedor de maní de Santa Clara. El conocido Eusebio me ofreció 350 dólares: el dinero que faltaba para completar los gastos de mi partida a Francia.
En aquellos años de Período Especial salía de viaje varias veces al mes de la estación de trenes de La Habana. Además del gusano llevaba conmigo una lista de títulos de libros preciosos (por venderse caros) que con el tiempo aprendería de memoria: El libro de los ingenios, La Isla de Cuba Pintoresca (en los cuales aparecen grabados y litografías de los franceses Laplante y Miahlé), La guía de forasteros de la siempre fiel isla de Cuba, desde la primera de 1781 hasta cualquiera del siglo XIX, la Historia de Cuba de Pezuela, el Libro del Capitolio, Los instrumentos de la música afrocubana de Fernando Ortiz, y mapas o colecciones que tuvieran pájaros o plantas ilustrados con láminas de época, entre otros muchos, sin contar, claro, la posibilidad de tropezarme un día de suerte con algún incunable.
Como se puede suponer, no sólo trocaba por comida libros que por el peso y las correas del gusano marcaban de moratones mis hombros sudorosos, sino que, además, al leerlos, no me ayudaban a evadirme hacia otras geografías. Eran libros que ilustraban para coleccionistas, curiosos o revendedores, la misma pintoresca isla que yo creía a la vez detestar y conocer de memoria.
La biblioteca se convirtió en mi fantasma. Las portadas de sus libros invisibles me despertaban como las picadas de mosquitos en medio de las madrugadas asfixiantes y sin electricidad. Me distraían durante el pedaleo bajo el sol de mi bicicleta china Forever en la que hacía todos los días el trayecto de ida y vuelta de Marianao a La Habana Vieja. Dar con la biblioteca y los títulos que se jactaban poseer los más prósperos libreros de la Plaza de Armas, me salvaría para siempre del hambre.
Hallar en cualquier sitio de la isla maldecida una biblioteca ideal que yo en otras circunstancias me juraba no habría elegido; incitaba la urgencia y el delirio de mis ajetreos cotidianos. El desasosiego, el tema de conversación con mi familia y mis amigos, la desesperación al entrar en las casas de donde me llamaban para que fuera a comprar los libros empolvados de olvido en los estantes; se debían a la imagen de aquella biblioteca fugitiva, como un espectro, que debía esperarme en algún sitio de la isla.
Tiene que haber sido por venganza la razón por la cual me deleitaba entonces con la lectura de páginas mordaces dedicadas a condenar, a lamentarse, o a reírse de las miserias humanas de nuestro espíritu nacional como en las Memorias sobre la vagancia en Cuba de Saco, Cuba y su evolución colonial (1907) de Francisco Figueras, Entre cubanos de Fernando Ortiz, Indagación del choteo de Jorge Mañach, u otros más recientes como Antes que anochezca de Reinaldo Arenas o el Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante. Leyendo estos libros aprendía más de la cultura y la historia de Cuba. Al menos de sus demonios. Pero eso lo puse en su lugar más tarde. Se trataba más bien de un acto de exorcismo: en aquella época el regocijo consistía en compartir con esos letrados desaparecidos o exilados, la desgracia de haber nacido todos en la misma isla.
El calor obligaba a saltar al tren con ligereza de ropa: en short, camiseta y sandalias, y en la mano una botella de limonada congelada que fungía como acuático reloj de un viaje de 10 y 12 horas: a medida que se derretía el hielo me alejaba de La Habana. Leía el único libro que llevaba para ganar espacio y fuerzas en el viaje de vuelta que exigía duplicar las dosis de paciencia estoica. Porque retornaba con el vientre del gusano abarrotado, en el mismo tren oxidado de la ida, con asientos que de tan desnudos de cojines eran ya de madera, y con los cristales de las ventanillas rotos quizás por la asfixia de los viajeros o de los animales que estos escondían en sus equipajes.
El regreso en tren a La Habana era de esta manera la ruidosa travesía de un zoológico ambulante. Cacareaban gallinas, patos y gallos, rugían los cerdos amarrados a los asientos, y el hedor de pescados, mariscos, carnes y quesos a punto de podrirse, atraían a moscas que disputaban a otros insectos el espacio aéreo irrespirable de los vagones, donde no había instalaciones de agua potable, y el hedor de los excrementos de los baños se confundía con el de los animales.
Es temprano y La Moderna Poesía aún no ha abierto. Camino por el centro de Obispo, como dejaron para la tradición escritores como Jorge Mañach y Lezama Lima. Están ya instalados los vendedores de artesanías, de ropa barata, y de comida: pizzas, sándwiches de no sé qué, brebajes de colores diversos que deben ser refrescos, etc. Un olor a aceite quemado se respira en el aire que a esas horas todavía no lleva de un lado a otro el polvo negruzco del humo de los carros. Algunos improvisados camareros se abalanzan sobre mí y me proponen direcciones y menús para un restaurante en dólares cada vez más barato que el otro. Me apresuro a llegar a la Plaza de Armas que ya exhibe los anaqueles de libros castigados por el sol.
Me asombra que ante mis ojos todo parezca fijo en el tiempo desde aquella mañana en que vendí las Ordenanzas Reales, pero, a la vez, nadie parece saber quién soy en esta plaza.
Me hago el turista y hojeo los libros de los estantes. “Todavía tienen aquí esto”, se me escapa a manera de asombro o de pregunta, al ver un ejemplar de Cuba a pluma y lápiz de Samuel Hazard. El librero viene a exponer argumentos para tratar de vendérmelo, y le replico que sí, que gracias, que lo conozco, que trabajé aquí mismo hace mucho tiempo, antes de irme de Cuba, y busco, además, a un colega suyo llamado Ricardo. Traigo una lista para él de libros que quiero comprar.
Los libros que se muestran a la venta son todavía los mismos: los que compran despistados turistas de paso; los del Che Guevara, discursos de Castro, los de José Martí, historias del tabaco… Los buenos se negocian aparte, me dice un muchacho. Aunque no. Veo también, achicharrados por el sol, los libros de escritores exilados. A la vista de todos. Pregunto por ese detalle y me dicen que no, que no hay problemas en vender eso aquí, que si quiero llevarme alguno…son baratos.
Compro en 15 cuc un afiche de la película Soy Cuba ilustrado por René Portocarrero. Y dudo entre la consternación y el entusiasmo al ver tantas ediciones nuevas de Virgilio Piñera. Sé que puedo comprarlas en pesos cubanos en otros sitios, y me limito a hojear las cartas hasta entonces inéditas del otrora escritor proscrito, ahora homenajeado por su centenario.
En mi recorrido veo pasar el tiempo de mi ausencia en los rostros de algunos libreros que, seguramente por la misma causa, no reconocen al antiguo colega de vista. Al final sí. Insisto con algunos, les explico quién soy. ¿El que venía con libros desde Santa Clara y se fue con una francesa? Y hacemos la lista de los que se escaparon como yo: Armando Añel y Vázquez Portal están en Miami, les respondo.
Como Ricardo no aparece vuelvo sobre mis pasos para visitar dos librerías de Obispo: la Fayad Jamís y La Moderna Poesía. En ambas veo de todo, pero de escritores nacionales, casi nada existe del extranjero. En la Fayad Jamís abundan los libros premiados en concursos. Compro algunos por instinto porque no los conozco. Como era de esperar, al pagarlos en la caja, veo el contraste entre la abundancia de títulos y lo irrisorio de los precios.
En La Moderna Poesía es un poco distinto: los libros están separados y casi todos son en dólares. Veo una gran cantidad de los escritos por connotados burócratas locales y, algún que otro de amigos que se quedaron, me da mucha alegría, e imagino, al estar sus libros en los anaqueles de área dólar, que son ahora famosos. Termino por comprar un libro sobre la fauna de Cuba, y lo tacho de la lista que le llevaba a Ricardo.
Cruzo la calle y me voy al lugar donde compré una vez, con los 7 dólares que me quedaban, un ensayo sobre el vagabundeo del Rimbaud traficante de armas por los desiertos de Abisinia. Ya no es una librería, es una tienda de boberías para turistas. Pero le tomo a G. una sombrilla ilustrada con cuadros de Sosa Bravo para proteger su piel del sol tropical.
Desde que vi que el apartamento que alquilamos G. y yo estaba muy cerca de la Biblioteca Nacional, se despertó mi viejo instinto de bibliotecario. Consultaré allí algunos libros que no podré comprar, le dije. La biblioteca está cerrada al público desde hace años, me dice un señor que debe ser el portero; lleva una camisa a cuadros y habla con un cigarro encendido en la boca. Para modernizarla, me explica con ese entusiasmo que los optimistas allí siempre ubican en el futuro. Ni eso funciona aquí y se quedará siglos cerrada hasta que se pudran los libros viejos esos, me comenta una señora vendedora de pizzas de la estación de ómnibus, con ese nihilismo agresivo que conozco, y que caracteriza a los pesimistas en Cuba.
Donde más libros compro es en provincia. Libros cubanos, claro. La biblioteca cubana ahora vuelve ser un fantasma, pero al revés. El deseo de poseerla invierte sus motivos. Ya las hambres de mi estómago están satisfechas, y el pasaporte francés en el bolsillo es la prueba de que me he ido. Pero la ausencia me ha hecho añorar los mismos libros que antes vendía, y ahora quiero verlos en mi incompleta biblioteca cubana de París.
No hay libros ya en casa de mi madre. No veo mi biblioteca, le comento mientras tomamos café dándonos sillón. En un ángulo de mi cuarto he visto una pequeña pila que por sus títulos no me interesan.
—Vendí los que quedaban un día que no había qué comer, me responde. Los otros (me recuerda) los mandaste a pedir poco a poco con franceses que venían de parte tuya, chico.
En la librería de mi infancia, la Pepe Medina, del Parque Vidal de Santa Clara, se produce un hallazgo inesperado: dos libros publicados en Cuba hablan de mí.
En el prólogo a la edición de Letras Cubanas de la novela Los baños de canela de mi amigo Juan Arcocha, Mirta Yañez me da las gracias por haber facilitado esa publicación pocos días antes la muerte de su autor. En otro Enrique Ubieta, uno de los blogueros oficiales del gobierno, critica un supuesto elogio mío a la frivolidad que aparece en mi post Notas sobre la libertad y la esclavitud aceptada. En el primer caso sólo hice cumplir la voluntad final de un amigo, en el segundo tratar de explicarle a mi razón el momento justo en que decidí largarme del lugar donde nací, para buscar la libertad del gesto de una muchacha argentina al encender un Malboro en el hotel Riviera.
Y están abiertas las bibliotecas de Santa Clara y Cienfuegos. Quiero llevar a G. a la de Santa Clara con la emoción melodramática del sitio donde pasé años de mi adolescencia. Pero no me dejan instalar mi ordenador portátil. Le digo al portero que lo tengo precisamente para trabajar en bibliotecas. Le pido ver a la directora. No se encuentra, me responde. Y salgo del lugar apenas unos minutos después de haber llegado.
En la de Cienfuegos quiero que sea diferente. He dirigido aquí la sala de literatura antes que el acoso de la policía política me hiciera huir a La Habana. La casa donde G. y yo alquilamos una habitación se encuentra a unas cuadras de la biblioteca. Entro. Me preguntan en la puerta. Explico. La recepcionista no me conoce, claro. Cuando uno está de vuelta las visiones se cruzan, se alternan, al mirar, los ciegos y los tuertos, y los diálogos de sordos se multiplican como ecos incomprensibles para un testigo.
Poco a poco voy recorriendo los pasillos, me detengo a mirar las colecciones, subo las amplias escaleras de mármol de lo que fuera un día el espléndido liceo de la ciudad. Creo ver entrar menos luz por los vitrales. No hay lectores en las salas de arriba. Al fin aparecen los empleados que ya no se ven obligados a llevar un ridículo uniforme como antes. Después de unos minutos me reconocen los que sobreviven. Otros, como yo, se han ido, los menos no han venido a trabajar ese día. Les dejo un ejemplar del poemario escrito durante mis años de exilio, y les prometo, aunque sé que miento, que pasaré mañana a verlos una vez más antes de irme.
—¿Qué lleva usted en su equipaje?, me pregunta en el aeropuerto José Martí el aduanero, al tiempo que tantea el gusano que me llevo a Francia.
(Tal y como estaba previsto G. se ha ido de vuelta una semana antes con mi ordenador, el cuaderno de apuntes, y nuestras maletas. Heme aquí entonces saliendo de Cuba con un viejo gusano encontrado en un rincón de casa de mi madre).
—Son libros, sólo libros, soy profesor, le respondo al empleado que me mira con asombro.
—¿Libros?, pregunta, cuando en realidad no debía hacerlo, porque ya tiene abierto el gusano y los libros se desparraman a su vista.
—Yo sólo he leído un libro en mi vida, El diablo cojuelo, me confiesa, con una sonrisa que creo orgullosa.
—Es un libro clásico ése, le digo disimulando el nerviosismo que me produce el tener algún problema para irme. Y le comento para ganar tiempo y pensando en la novela homónima de Alain-René Lesage, que los franceses copiaron ese libro e hicieron uno parecido, antes de preguntarle algo absurdo: ¿Y le gustó el libro?
Tuteándome, al ver que soy cubano, en vez de responderme qué piensa del travieso Diablo, me hace a su vez una pregunta que no viene al caso: ¿Y dónde vives tú ahora?
Le respondo.
—¿En París? Como las cigüeñas… dice sin terminar la frase… Como las cigüeñas, repite, mirando, creo, hacia el techo, desde el que supongo que el fantasma de un Diablo Cojuelo se divierte haciendo temblar mis piernas ante la demora de este control para mí infinito.
Ya en el avión me impongo no mirar abajo la lenta desaparición de la silueta de la isla en el mar. Y me sorprende el entusiasmo con que empiezo a imaginar la forma que tendrá en casa, con los libros que G. y yo compramos en Cuba, mi biblioteca de libros cubanos.

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