31.8.13

Letras de alta traición

El caso Snowden hizo despegar las ventas de la novela de George Orwell. Artistas como Salman Rushdie y Feliza Bursztyn también han sido señalados de traición a la patria. ¿Son fronteras irreconciliables?

Grafiti en Sidney (Australia), en el que aparece Julian Assange con una leyenda atribuida al escritor George Orwell: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. /elespectador.com
 
Traidor. Dependiendo de quien reciba el epíteto, la palabra puede ser incluso un cumplido. Quizá así lo tomó Aleksandr Solzhenitsyn —escritor ruso, Premio Nobel de Literatura en 1970— cuando en 1969 fue expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos. Lo expulsaron, en esencia, porque había denunciado que la censura oficial no le había permitido publicar algunas de sus obras. Quizá Solzhenitsyn concluyó lo mismo —que traicionar es sólo la expresión de quien ve en el traidor a aquel que no conviene con sus propias ideas— el día en que fue acusado de traición a la patria, en 1974, y desterrado.
En breve, Solzhenitsyn se había convertido en una figura de prestigio por retratar la vida de los campos de concentración que el gobierno comunista había creado en Siberia. Era traidor por contar lo que veía, del modo en que sentía que debía contarlo. Era traidor, en resumen, por sostener sus propios ideales. Pero el Estado se presentaba, vigilante, ante su obra; como en 1984, de George Orwell, el Gran Hermano —las autoridades rusas, los oficiales de a pie, el agente que acudía a las isbas en busca de orden— mantenía a raya las ideas.
“Los artistas que demandan mayores libertades en estos países (China, Rusia o Siria) dan una lucha real —dijo el crítico Carlos Granés en una columna de El Espectador. Allá el arte parece conservar ese poder que ha perdido en Occidente, en donde la irreverencia, el escándalo y la provocación, en lugar de entrañar peligro, reportan notoriedad y dinero”. En el peligro fue que Solzhenitsyn escribió su obra; una de las mujeres que tenía parte del manuscrito del Archipielago Gulag fue torturada y luego se suicidó. En el peligro crearon sus obras Stefan Zweig y Czeslaw Milosz, Salman Rushdie y Federico García Lorca, Feliz Bursztyn y Ai Weiwei, Baruch Spinoza y José María Vargas Vila, todos acusados en algún momento de traicionar a la política, a la moral o la religión.
“No se habita un país —escribió Emil Cioran en Ese maldito yo— , se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”. Hoy, a Edward Snowden lo acusan de traicionar a la patria por revelar documentos de Estado. Sucedió igual con algunos medios en Colombia, entre ellos El Espectador y CM&, que hicieron públicas una serie de estrategias en el conflicto entre este país y Nicaragua. “Las filtraciones son traición a la patria”, dijo la canciller María Ángela Holguín. Vale preguntar, entonces, ¿qué es la patria? ¿De qué se compone? ¿Cómo se la traiciona sin, al mismo tiempo, negar los ideales propios?
En últimas, está en juego la liberta de divulgar: retratar los campos de concentración o revelar las interceptaciones y el espionaje de EE.UU. en América Latina son parte del mismo tablero. La lucha está allí, entre el deseo de informar y el deseo de callar a cualquier costo. En el poema Alta traición, de José Emilio Pacheco, se vislumbra ese conflicto eterno: “No amo mi patria. /Su fulgor abstracto/ es inasible. /Pero (aunque suene mal) /daría la vida/ por diez lugares suyos, /cierta gente (...) /varias figuras de su historia, /montañas /-y tres o cuatro ríos”.

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