“María Kodama dixit”. Esta frase era como el martillazo final de un juez al dictar su veredicto, pero no resultó así.
Por: Héctor Abad Faciolince*
Muchas personas me habían aconsejado que me dirigiera directamente a María Kodama, la viuda de Borges, para tener un concepto autorizado y definitivo sobre los sonetos. Por sugerencia de Gabriel Iriarte, el editor de Planeta en Colombia, me dirigí a Alberto Díaz, uno de los editores de Borges en el cono sur y amigo personal de María Kodama. La respuesta de Díaz tardó algunas semanas, pero al fin llegó:
“Querido Héctor: Antes que nada mil disculpas por la demora en responderte, que no se debió a mi desidia, sino a que María Kodama estuvo fuera del país todo este tiempo. Hoy me encontré con ella, le conté tu historia y le entregué el artículo que sobre este tema publicaste en la revista Semana. Le dio una rápida mirada y me dijo que el soneto que llevaba tu padre el día de su asesinato era apócrifo, como el resto de sonetos que circulan en internet envueltos en una historia neoyorquina. Me adelantó que va a tratar que algún periódico le haga un reportaje para hablar exclusivamente de los poemas apócrifos, para terminar de una vez por todas con este tema. María Kodama dixit. Me hubiera gustado que la respuesta de María fuera otra, pero es ésta. Esto es todo. Un fuerte abrazo, Alberto Díaz”.
“María Kodama dixit”. Esta frase era como el martillazo final de un juez al dictar su veredicto, como la última palabra del Papa en un asunto doctrinario. Pero no sólo ella: Balderston, Helft, Ortega, Vaccaro, todos daban el mismo concepto. El soneto del bolsillo, y los otros cuatro, no eran de Borges, eran de Harold Alvarado Tenorio. En ese momento era más fácil rendirse, olvidarse del asunto y darles la razón a los expertos. Yo no veía ningún camino para esclarecer el enigma, pero me puse terco: quería luchar contra el olvido y contra la negación de ese poema.
Estando en la mitad de este desierto me resultó otra aliada en Medellín. Yo tengo allá, en el centro, con un grupo de amigos, una pequeña librería de viejo, Palinuro. Pues a Palinuro llegó una tarde una señora, Tita Botero, diciendo: “Yo sé de dónde copió el doctor Abad el poema que llevaba en el bolsillo cuando lo mataron”, y sacó un viejo recorte de prensa, amarillento después de que su marido lo hubiera puesto a hibernar, dentro de un libro de Borges, durante casi veinte años. Era una página de la revista Semana, del 26 de mayo de 1987, y consistía en una nota de introducción, una foto de Borges en el centro y abajo dos sonetos.
La nota con que Semana introducía los sonetos decía así: “Acaba de aparecer en Argentina un ‘librito’, hecho a mano, de 300 copias para distribuir entre amigos. El cuaderno fue publicado por Ediciones Anónimas y en él hay cinco poemas de Jorge Luis Borges, inéditos todos y, posiblemente, los últimos que escribió en vida. Casi un año después de la muerte de Borges, se publicó este cuaderno por un grupo de estudiantes de Mendoza, Argentina, que tienen toda la credibilidad y el respeto para obligarse a decir la verdad. Aquí reproducimos dos de esos cinco últimos poemas de Borges”.
Fuera como fuera, el segundo soneto publicado era el que mi padre llevaba en el bolsillo, y casi seguramente era de esta revista, a la que estaba suscrito, de donde lo había copiado él.
A los dos días Luza, la estudiante que me ayudaba a rastrear documentos en Medellín, a partir del dato de la revista encontró algo muy valioso para mí: era la prueba inequívoca de que esa página de Semana era la fuente de donde mi padre había tomado el soneto. Él tenía un programa semanal de radio en la Emisora de la Universidad de Antioquia, en el que se ocupaba de temas de actualidad. El programa, Pensando en voz alta, salía al aire todos los martes por la tarde. Y bien, al finalizar el programa de la semana siguiente a la publicación del soneto en la revista, mi padre había leído al aire los sonetos.
Luza me mandó la grabación. Hacía casi veinte años que yo no oía la voz de mi padre. De un momento a otro, una lluviosa tarde de primavera en Berlín, recibí como del más allá, como de la ultratumba, la voz de mi padre recitando ese soneto que pocas semanas después copiaría a mano y se echaría en el bolsillo. Hay un pedazo de un soneto de Borges sobre su propio padre que debo citar en este momento: “La mojada / tarde me trae la voz, la voz deseada, / de mi padre que vuelve y que no ha muerto”.
Le escribí a Tenorio, le dije de dónde había copiado mi padre el soneto, de la revista Semana. Me contestó lo siguiente, en un correo electrónico: “Para que no le des más vueltas, quien me hizo conocer las primeras versiones de esos sonetos fue quien los inventó, Jaime Correas, quien entonces tenía 25 años y los hizo en Mendoza. Escríbele a él y que te cuente el resto. No te revelo más secretos, porque nunca Correas ha querido reconocer que intervino en ello. Sólo los borgianos duros sabemos el ajo”.
Jaime no tenía ni idea de quién era yo; yo no tenía ni idea de quién era Jaime. El estudiante de Mendoza de hacía veinte años era ahora el director del diario UNO, en su ciudad. Ante todo le pedí que no creyera que yo estaba loco, después le conté brevemente la historia del poema en el bolsillo. Le pregunté, al final, si él había inventado los poemas, como decía Tenorio, y quién los había publicado y por qué, y dónde. Jaime me dijo que no, que él no los había escrito, que las circunstancias de su publicación eran una vieja historia, larga y compleja, pero que, si tenía un poco de paciencia, me la iba a contar.
Sincero y generoso, Correas en pocos párrafos, le quitó casi todos los velos al enigma de su verdadero autor: “Los sonetos fueron dados en mano por Borges a Franca Beer, una italiana que vivió en Mendoza. Ella está casada con un gran pintor argentino, Guillermo Roux. Ambos, junto con el poeta galo Jean-Dominique Rey fueron a visitar a Borges. Roux hizo unos dibujos de él mientras el francés lo entrevistaba. Al final de la entrevista, Rey le pidió a Borges unos poemas inéditos. Borges le dijo que se los daría al día siguiente, para lo cual Franca volvió sola al otro día. Borges le dijo que abriera un cajón y que sacara unos poemas que allí había. Ella los tomó, hicieron copias y se los dio. Franca conoce acá a un personaje adorable, que hoy está viejito, pero vivo, llamado Coco Romairone. Él se los hizo llegar a uno de mis compañeros. Yo los estudié y publicamos cinco de los seis que llegaron. Pero hay más, Rey los tradujo al francés y los publicó con los dibujos de Roux en Francia en su revista. Franca dice que hicieron gestiones, muerto Borges, para hacer una carpeta con los dibujos y los poemas bilingües, pero nunca tuvieron respuesta de Kodama”.
Pocos meses después de esta carta que para mí aclaraba tantas cosas, tomé yo un bus, de madrugada, en el centro de Santiago de Chile con la intención de atravesar los Andes y llegar al atardecer a Mendoza. Quería conocer en persona a Jaime Correas, quería tener en mis manos un ejemplar de aquel librito rarísimo, hecho a mano, con los cinco poemas inéditos de Borges; quería conocer a Coco Romairone, quería ver la cara de todos ellos porque después de tantas dudas y desvíos me había vuelto descreído y solamente iba a acabar de creer en esta historia de cinco poemas pasados de mano en mano, cuando metiera el dedo en la llaga.
Estuve tres días con Jaime, un periodista serio y confiable, poco dado a la exaltación de sí mismo; estuve con Coco Romairone, una persona entrañable que ama, estudia y colecciona la obra de Borges con una devoción de lector aprendida del maestro.
Volví a Medellín y empecé a planear los últimos dos encuentros que, para disipar mi escepticismo y verificar la exactitud de la historia, eran también necesarios, al menos para mí. Tenía que verme con el poeta francés Jean-Dominique Rey, y con el matrimonio de Franca Beer y Guillermo Roux. Tenía que hablar también con ellos, cuanto antes, y oír de su propia boca el mismo relato que Jaime y Coco Romairone me habían hecho.
No me resultó fácil encontrar al poeta francés. Después de muchas búsquedas infructuosas, mi aliada en el Polo Norte descubrió que Rey trabajaba en el consejo de redacción de una revista, Supérieur Incunnu. Con este solo dato llamé a París a mi amigo Santiago Gamboa, que estaba viviendo allí. Le pedí que llamara a la redacción de la revista y buscara el teléfono de Rey, que intentara encontrarse con él y que le contara la historia del poema, sin darle ningún detalle, a ver qué le respondía. Y que le pidiera, además, una cita para mí. Tampoco fue fácil para Santiago encontrarlo, pero al fin una mañana el poeta Rey fue a visitarlo en su oficina de la Unesco. Insistió en que se encontraran allí, porque vivía cerca. Y esto fue lo que Santiago me escribió:
“Jean Dominique Rey acaba de salir de mi oficina. Cuando comencé a contarle la historia me miró con cierta sorpresa. Sabía que íbamos a hablar de Borges pero no se imaginaba lo que había en el fondo. Por supuesto, saqué tu libro y le hice un resumen, y luego leí todo el poema. Lo escuchó asintiendo con la cabeza. Luego empezó con su historia. Para él esto comienza en 1975, cuando fue invitado como jurado de un premio de arte a la Bienal de São Paulo. Allí, viendo los cuadros que estaban concursando, se enamoró de las pinturas de un artista argentino e hizo todo lo posible por convencer a los demás jurados de que debían premiarlo. Y así fue. El ganador de esa bienal fue Guillermo Roux. Desde ese momento quedó en estrecho contacto con él. Roux estuvo en Francia varias veces, en exposiciones organizadas por Rey, y la amistad entre ambos siguió creciendo, hasta que acordaron publicar un libro juntos que se publicó en Buenos Aires en 1979. Rey fue a Buenos Aires para asistir a la presentación del libro. Estuvo algo más de dos semanas y en ese tiempo conoció a la mayoría de los amigos de Guillermo Roux, y un día, Rey pidió conocer a Borges, a quien había leído y admiraba mucho. Consiguieron la cita y es así como conoció a Borges, en julio de 1979, en la casa de Maipú. Rey quedó fascinado con la personalidad y el carisma de Borges. Luego regresó a París y no volvió a ver a Borges hasta septiembre de 1985. Por una serie de desencuentros, sólo pudo verlo el último día de su estadía, en la mañana, antes de salir al aeropuerto. A diferencia de la vez anterior, estaban los dos solos. Borges y Rey. Entonces Rey le habló de una revista francesa cuyo nombre no recordó, y le pidió a Borges un par de poemas inéditos para publicarlos ahí. Entonces Borges lo llevó a su estudio, le dijo que abriera un cajón y sacara unos poemas mecanografiados. Había unos diez. Borges le pidió que los leyera y Rey le dijo, “leo muy mal el español”, pero Borges insistió. Tras una primera lectura, Borges desechó algunos. A uno lo dejó de lado, porque ya estaba publicado, y le dijo que podía llevarse cinco o seis (no recordó exactamente). Luego Borges le pidió que volviera a leerlos, pues dijo que tenían imperfecciones. Mientras Rey los leía, Borges hizo correcciones que Rey escribió con su propia letra sobre los originales, al dictado de Borges”.
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