Abad con Jean-Dominique Rey en un famoso café de París.
Por: Héctor Abad Faciolince *
El hecho es que yo ya no tenía ninguna duda de que el poema, los cinco poemas, los había escrito Borges.
Pocas semanas después estaba yo sentado en un café de París, esperando la llegada de Jean-Dominique Rey. Santiago Gamboa me había conseguido una cita con él. Era otra vez invierno en Europa, el 15 de febrero del año pasado. Yo no me esperaba nada nuevo a lo que ya sabía, pero quería hablar con este señor, quería mirarlo a la cara, porque hay algo en los rostros que no puede mentir, y los seres humanos somos buenos detectores de mentiras. Voy a contar mi encuentro con Rey tal como se lo relaté a Bea Pina en un correo electrónico. Me copio:
“La cita con Jean-Dominique Rey era a las tres en un café famoso de Saint-Germain-des-Prés, Les deux magots, donde iban algunos existencialistas, pero mejor diré donde iba Camus. Rey entra a las tres en punto, alto como un árbol, vestido con cierta elegancia, pausado, sereno. No sé cuántos años tiene, tal vez 70, 73, algo así. Nos damos la mano. Es amable pero distante, discreto, incluso reticente, pero no antipático. Con esa reticencia y discreción francesas que tienen mucho encanto. Tiene una figura llamativa, que no pasa inadvertida”.
“La comunicación no es fácil, sobre todo porque en el café hay mucho ruido de voces altas. Yo puedo entender francés, si hay silencio, pero en ese barullo se me vuelve incomprensible. Rey tampoco entiende mi español, así que la intermediación de Santiago se vuelve indispensable. No sabemos bien por dónde empezar. Noto que él lleva una carpeta llena de documentos y libros. Repasamos un poco lo que cada uno sabe del otro. El motivo de mi obsesión, la amistad suya con Roux y Franca Beer, las veces que vio a Borges a lo largo de su vida. Lo que me cuenta se parece bastante a lo que le había dicho a Santiago. Sin embargo, hay detalles nuevos”.
“Uno me parece importante, un manuscrito que saca de la carpeta. La letra, me aclara, es la suya. Es la copia a mano de uno de los poemas que Borges le entregó. Esto explica algo. Entiendo que Borges no le entregó los poemas, tal como los tenía en su cajón, sino que él los copió a mano y mientras tanto se los iba leyendo a Borges, y Borges les hacía correcciones. Las copias a máquina se quedaron en la casa de Borges, con correcciones a mano que serían pasadas en limpio, y luego fue Franca Beer quien las recogió y fotocopió unas semanas más tarde. Esto lo pude saber por una carta de Beer que Rey me dejó fotocopiar. En la carta ella le cuenta lo difícil que fue “recuperar” los poemas de Borges, pues éste siempre estaba enfermo y no podía recibirla, o postergaba las citas, o no recordaba nada. Como se puede ver, todo esto es algo confuso. Lo que no quiere decir que no le crea a Rey, al contrario. La verdad, sobre todo al cabo de más de veinte años, suele ser confusa; es la mentira la que tiene siempre los contornos demasiado nítidos”.
“Rey me regala también un libro suyo: Mémoires des autres. I. Écrivains et rebelles, publicado por L’Atelier des Brisants en 2005. Cada capítulo de este libro está dedicado a los recuerdos de Rey con algunos escritores: Valéry, Gide, Breton, Queneau, Cioran, entre otros. El capítulo 20 está dedicado a sus encuentros con Borges en su apartamento de la calle Maipú, y se titula: La Bibliothèque aveugle. Trois visites a Jorge-Luis Borges.
Lo más interesante de este capítulo de las memorias de Jean-Dominique Rey, que leo más tarde, y lo más importante para mi historia, es que al final de la entrevista Rey le solicita algunos poemas inéditos para publicar, junto con la conversación que acaban de tener, en la revista La Délirante. Según Rey, es a él y no a Franca Beer a quien se entregan los poemas. Borges acepta la petición, sobre todo porque le gusta el nombre de la revista, e incluso hace una anotación etimológica, que Rey relata: “Delirio… delirio es sembrar fuera del surco”. No tengo que decirlo, pero lo voy a decir: estos poemas fueron sembrados fuera del surco, y por eso se han demorado tanto en germinar. A continuación conduce a Rey a su habitación y le pide que abra los cajones de una cómoda. Hay algunos poemas sueltos en una carpeta. Borges rechaza algunos, porque ya están publicados. Luego escoge seis y vuelven a la sala, a hacer las correcciones.
El relato de Rey de sus encuentros con Borges es bastante sobrio. La primera vez que lo ve, en 1979, hablan largamente de poesía y Borges le recita. La segunda vez es un desencuentro, pues Borges debe ir al cementerio. La tercera vez es la que nos concierne, el 29 de septiembre de 1985. Tanto en el 79 como en el 85, Rey visita a Borges en compañía de Franca Beer y Guillermo Roux. De esta última visita hay fotos en las que se ve que mientras Rey y Borges conversan, Roux le está haciendo un retrato del vivo.
Este retrato, dos rostros superpuestos de Borges, me parecen importantes porque, si no estoy mal, son los últimos que se le hicieron en vida, no a partir de fotos, sino con él mismo como modelo. La fecha se conoce, pues el mismo Roux la puso al pie de su dibujo: 29 de septiembre de 1985.
Téngase en cuenta que muy pocos días antes, el 13 de septiembre, Borges había recibido los resultados de una biopsia del hígado: tenía cáncer y sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida. Que Borges se sintiera bien el 29, como para aceptar una visita y una entrevista, nos lo confirma el diario de Bioy Casares, que en la entrada del 28 de septiembre, dice: “Visita de Borges; con excelente aspecto”.
No es descabellado conjeturar que en esas dos semanas entre los resultados y la entrevista con Rey haya escrito este poema sobre la muerte. Pero también pudo haberlo escrito antes de la noticia de su enfermedad, pues el tema de la muerte y del olvido son en él una constante. Borges saldría, ya muy enfermo, hacia Milán y Ginebra, dos meses después de la entrevista con Rey, el 28 de noviembre de 1985, casi sin decírserlo a nadie, acompañado por María Kodama. El 26 de abril del año siguiente se casaría con quien había sido su compañera casi permanente en la última década. Y moriría al amanecer del 14 de junio de 1986.
Después de Jean-Dominique, me faltaba solamente entrevistarme con Franca Beer y, si fuera posible, también con su marido, el pintor Guillermo Roux. A mediados del año pasado pude volver a Argentina, y les pedí una cita. Para llegar a la casa de Franca Beer y Guillermo Roux hay que recorrer toda la Avenida Libertador y dejar la capital para adentrarse en la provincia de Buenos Aires.
La casa está en el número 2845 de la calle Delfín Gallo, en Martínez, entre Pirovano y Paraná. Me recibe una amable secretaria que me ofrece un café y me enseña algunos de los cuadros y bocetos de Roux. Hay pinturas por todos lados, y retratos. Me quedo mirando un original y una copia. Quiero decir: hay un gato sentado en el sofá, un gato real, y ese mismo gato está pintado en un cuadro, encima del sofá. No sé cuál de los dos se muestra más indiferente a mi presencia y mi visita.
Al fin baja Franca Beer, vestida de anaranjado. Es una señora delgada y ágil, juvenil a su modo, en perfecto uso de sus facultades, cordial sin ser melosa, con unas profundas ojeras que le dan al mismo tiempo un aire cálido y melancólico. Cuando empezamos a hablar de aquellas lejanas visitas a Borges, descubro que confunde un poco la primera visita, del año 79, con la segunda, del año 85. Lo sé por dos detalles: un gato y unas cortinas. Rey dice en sus Memorias que en la primera visita Borges apareció lentamente detrás de unas pesadas cortinas de terciopelo, que separaban las habitaciones de la sala, en su casa. Eso mismo me dice la señora Beer, hablando de la segunda visita, que Borges apareció de detrás de unas cortinas, después de que la mucama los había hecho pasar a la sala.
La señora Beer dice, hablando de Fanny, la empleada de Borges: “Nos recibió una mucama mestiza, del norte. Nos hizo pasar a la sala, donde sólo estaba, sentado a la derecha del sofá, un gato blanco.” La señora Beer recuerda que Borges, al entrar, preguntó dónde estaba el gato, antes de sentarse, pues temía aplastarlo. Alejan al gato para que Borges pueda sentarse. Mientras ella me cuenta esto, miro el gato de Roux, miro la pintura del gato de Roux, y pienso en algo que verifico después en el diario de Bioy Casares. Es una anomalía:
En la entrada del 7 de febrero del año 85 está escrito lo siguiente: “Murió Beppo, el gato de Borges. Según Fanny, la cocinera, al morir no maulló sino que exclamó: ‘¡Ay!’. El gato del recuerdo de Franca Beer, muy probablemente, es el gato que estaba vivo en la primera visita, la del 79. En la segunda, de septiembre del 85, Beppo ya estaba muerto. Así es la memoria, superpone en el mismo espacio recuerdos de tiempos distintos. No es una falsedad, es un pormenor traslocado. Me gustan estos gatos presentes en las dos ocasiones, me gusta la gracia de la mucama contando la muerte humanizada de Beppo.
El recuerdo de Franca sobre la entrega de los poemas también es un poco distinto al de Rey. Ella dice que Rey no pudo llevarse los poemas, sino que ella tuvo que volver, sola, a casa de Borges, para recogerlos. Cuenta que también Borges la hizo pasar a su cuarto porque, según le dijo, no había tenido tiempo de hacer las correcciones para que se los pasaran en limpio: “Era un dormitorio muy simple, conventual, franciscano. A los pies de la cama había un pequeño mueble con unos cajoncitos y de ahí saqué los poemas que Borges me indicó. Borges me pidió que se los leyera. Empecé a leer y yo leía según el sentido. Me dijo que los estaba leyendo muy mal; que marcara la entonación de cada verso, con una pausa al terminar. Al final, después de hacer unas cuantas correcciones, me entregó seis poemas escritos a máquina, con unos pocos cambios que él me indicó. Antes de entregármelos me pidió que se los volviera a leer”.
Así, en el recuerdo de Franca, los poemas llegaron a sus manos, y poco después se los enviaría a Jean-Dominique a París, pero también hizo una copia más, para ese amigo de infancia, Coco Romairone, que vivía en Mendoza. Sabía lo que él amaba a Borges y quiso hacerle un regalo.
Hablamos también de su marido, y del retrato de Borges que él hizo mientras Rey lo entrevistaba, en septiembre del 85. Vamos a una casa contigua, donde está el estudio de Roux, y también el archivo de su obra. Después de mucho buscar da con un sobre de manila que dice, en letras grandes: “Original Retrato Borges”. Volvemos a la casa principal, con el sobre en la mano. A todas estas el señor Roux ya ha bajado y está también en el comedor. Es pausado, grande, amable y lleva un vistoso suéter amarillo. Franca le cuenta brevemente la historia del poema en el bolsillo. El señor Roux se interesa y recuerda vivamente la vez en que acompañó a Jean-Dominique durante aquella entrevista, recuerda su dibujo. Sacamos el retrato del sobre. Como yo ya sabía algo que me había dicho Rey (que él guardaba en su casa el retrato original) pongo en duda que el papel que sacamos del sobre sea un original, tal como ahí está escrito.
La memoria es así. Tanto Guillermo Roux, como Franca, se extrañan, se empecinan: sostienen que es este el original. Sin embargo, como es un dibujo a lápiz, el señor Roux saca un borrador, e intenta borrar un detalle, un pedacito. No borra. Es una copia, evidentemente, lo tienen que admitir ambos. Entonces Guillermo Roux va por un lápiz, y se pone a dibujar, copiando de su propio retrato, un nuevo rostro especular de Borges. Lo pinta con facilidad, casi de memoria. Al terminarlo, toma la hoja con las dos manos, me la entrega y me dice: “Ahora es un original. Se lo regalo”.
Volví a mi hotel en Buenos Aires, aliviado y seguro, en cierto modo feliz. También los poemas de Borges, empezando por el poema del bolsillo, volvían a ser originales suyos. Había algunos hechos borrosos, había detalles que no coincidían exactamente, pero así son la memoria y el olvido. Son los mentirosos quienes dicen recordar con precisión, sin cambiar nunca un ápice lo que recuerdan. El hecho es que yo ya no tenía ninguna duda de que el poema, los cinco poemas, los había escrito Borges. Era el momento de contar la historia.
Quiero concluirla con una reflexión: soy un olvidadizo, un distraído, a ratos un indolente. Sin embargo, puedo decir que gracias a que he tratado de no olvidar a esta sombra, mi padre, arrebatado a la vida en la calle Argentina de Medellín, me ha ocurrido algo extraordinario: aquella tarde su pecho iba acorazado solamente por un frágil papel, un poema, que no impidió su muerte. Pero es hermoso que unas letras manchadas por los últimos hilos de su vida hayan rescatado, sin pretenderlo, para el mundo, un olvidado soneto de Borges sobre el olvido.
* Escritor autor de ‘El olvido que seremos’ y columnista de El Espectador.
elespectador.com
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