3.7.09

La pluralidad literaria latinoamericana


Fuente: letras libres

"¿Hacia dónde se dirige la literatura latinoamericana?" fue la pregunta recurrente del encuentro Bogotá39. Y la respuesta era siempre un montón de dedos (aunque no precisamente 39, algunos preferían no contestar simplemente, lo que también es muy indicativo) que señalaban hacia lados contrarios. El sello literario por excelencia de la literatura latinoamericana actual es la dispersión. Eso es un hecho. Así lo constata justamente Gustavo Guerrero en un artículo en Letras Libres titulado "Crítica del Panorama" en el que se lee: "(...) en estos comienzos del siglo XXI resulta francamente muy difícil establecer algún vínculo entre los singularísimos libros del peruano Mario Bellatin, por ejemplo, y las propuestas narrativas igualmente singulares del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, el argentino Rodrigo Fresán o el mexicano Álvaro Enrigue. A lo sumo, se podría dibujar con ellos un circunscrito mapa de preferencias o afinidades electivas, pero no una visión de conjunto ni menos aún una poética". Guerrero no rehuye a la posibilidad de hablar del estado actual de la literatura latinoamericana, a pesar de que aquello es una construcción y no un estado fijo e inmóvil. Sus conclusiones, por supuesto, son estimulantes. La palabra pluralidad es la fundamental. Dice:




(...) creo percibir que, más allá de su aparente diversidad, la discusión gira, en el fondo, en torno a un problema esencialmente semántico: la interpretación del sentido del término latinoamericano cuando se le utiliza para calificar a la literatura de la última generación de novelistas y escritores del área. Digamos, para ser breves, que muchos de los más jóvenes sienten que su trabajo ya no tiene nada que ver con ese adjetivo, pues con él se sigue haciendo alusión, consciente o inconscientemente, a los dos grandes relatos modernos sobre cuyas bases se reelabora un concepto global de la literatura latinoamericana en tiempos del boom, allá por los años sesenta del siglo pasado. Me refiero, por un lado, al metarrelato revolucionario que encarna en aquel momento la Cuba de Castro, la narrativa marxista que hace de la literatura latinoamericana la vanguardia estética del combate político por la emancipación continental. Y me refiero, por otro lado, al metarrelato de lo real maravilloso o el realismo mágico, la narrativa cultural que ve en esta variante del género fantástico el punto final del largo viaje de la literatura latinoamericana en busca de una identidad colectiva. Ambos relatos, que tuvieron antaño el poder de reunir una multiplicidad de autores y de obras bajo un solo principio, hoy han perdido buena parte de su prestigio, de su fuerza descriptiva y su capacidad aglutinadora. En este sentido, uno no puede sino darle a razón a Fornet cuando reconoce que, entre las hornadas más recientes, “la Revolución cubana, aunque permanece como dato cronológico, se va diluyendo como punto de referencia político y cultural”. En lo que respecta al otro metarrelato, Jorge Volpi no puede ser más claro al señalar que la aparición en los noventa de grupos literarios como McOndo y el Crack parte del deseo de los novísimos de escapar a la obligación de practicar el realismo mágico y de ser así latinoamericanos. Álvaro Enrigue, que se asoma al debate, parece resumirlo todo en una frase al reseñar recientemente un libro de Alejandro Zambra: “Sí hay una literatura latinoamericana, lo que sucede es que ya no tiene los marcadores ideológicos que la hacían parecer clara y distinta" Pienso, como Enrigue y algunos más, que es bastante improbable que la denominación literatura latinoamericana vaya a desaparecer de veras en un futuro próximo, pero insisto en que todo el que quiera dibujar un panorama actual, tendría que tomar muy en cuenta este proceso de redefinición identitaria que se está desarrollando ante nuestros ojos y que no sólo marca el paso de una generación a otra, ni de una época a otra, sino que supone un cambio en el concepto mismo de identidad. Y es que, como buenos hijos de la postmodernidad, nuestros últimos escritores, muchos nacidos después del boom, son los primeros que viven su identidad latinoamericana no como una evidencia indiscutible e intangible, no como una esencia prácticamente sagrada, sino como un objeto histórico sujeto a cambios y variaciones, que puede construirse y reconstruirse, y que no excluye la libertad de elegir entre diversas versiones ni la posibilidad de reinventar versiones más personales o individuales. Dicho en otras palabras: hemos entrado en el tiempo de las identidades post-tradicionales, abiertas y reflexivas, en una dinámica en la que cada cual adapta de distintas formas los rasgos comunes al proceso de crearse un rostro propio y viceversa. Mi poncho es un kimono flamenco es el título de un libro del peruano Fernando Iwasaki, que aparece en 2005. Dentro de esta perspectiva, el gran reto, para cualquiera que pretenda pintarnos hoy un panorama literario, no está tanto en negar que puedan ser auténticamente latinoamericanas las novelas del colombiano Juan Gabriel Vásquez, del boliviano Edmundo Paz Soldán o del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez. El gran reto está más bien en comprender cómo cada una de ellas es latinoamericana a su manera, es decir, como impugna, reelabora, tacha, modifica o desconoce el hipertexto identitario y, al hacerlo, desplaza o transforma la definición del campo entero (...) Yo no soy por principio ni optimista ni pesimista en lo que se refiere al porvenir de las letras de América Latina, pero sí creo, como ya lo he dicho en otra parte, que una de las claves del futuro reposa en la capacidad de las más recientes generaciones para renovar el horizonte de recepción local y global, y desvincularlo definitivamente de las solas referencias establecidas en la época del boom. Me parece ver en el debate identitario que acabamos de reseñar, un signo de que ese proceso está en marcha. No dejo de pensar asimismo en las extraordinarias posibilidades que ofrecería la creación de un espacio único del libro para todos los países de habla hispana, una reivindicación que viene tomando cuerpo entre editores, libreros y lectores en las dos orillas del español. En cualquier caso, lo seguro es que también será necesario que se renueven los hábitos de lectura y que algunos críticos, periodistas y universitarios acaben aceptando la desaparición definitiva del panorama, tal y como se le concebía hasta hace apenas unos años: a saber, como el ilusorio espejo de una totalidad. En lugar de aquellas visiones supuestamente totales –que, en el fondo, y como vectores de metarrelatos, siempre fueron parciales– habrá que acostumbrarse ahora a los paisajes segmentados que elaboran las comunidades de lectores en la red o a las arborescencias que resultan del modesto ejercicio de discernir fragmentariamente entre un puñado de obras y autores esos rasgos de un aire de familia que varían de individuo a individuo y que ninguno consigue agotar o resumir. Probablemente muchos vean en ello un proyecto crítico escasamente ambicioso, pero, en realidad, tal vez no lo sea tanto. Y es que al poner de relieve la coexistencia de estilos, temas, escrituras, formas y géneros distintos que no se neutralizan ni se excluyen, acaso se esté allanando el camino para la labor de los filósofos que hoy ven en la heterogeneidad de la creación contemporánea un modelo pluralista para pensar la universalidad sin totalidad de las sociedades que vendrán.



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