31.5.14

Dejemos hablar a Dolly

Juan Carlos Onetti. A 20 años de la muerte del autor de El astillero,  su viuda recupera en esta entrevista la vida y la leyenda de un gran renovador de la literatura
 
Arriba las manos. Onetti, en su departamento madrileño, en una de las bromas que gastaba a sus visitantes con revólveres de juguete. /Dorothea Muhr.
Montevideo, 1961. “La foto la sacó Sábat, a las 3 de la mañana, en nuestro departamento, luego de una fiesta. Estábamos todos borrachos”, cuenta Dolly.
La vida horizontal.  La cama era el lugar favorito de Onetti: allí leía, escribía y recibía gente. Arriba a la derecha, una foto de 1975, en el Hotel Cuzco, su primera residencia en Madrid.
Onetti y su mujer en el piso madrileño. En la cama, su lugar en el mundo./ gentileza del Centro Editores, Madrid./revista Ñ.
 
–¿Lo extraña, Dolly?
–Ay, qué pregunta… La mujer baja la cabeza, mira la mesa que tiene ante ella y me contesta, tres veces, demorando el silencio entre cada palabra, como si una no alcanzara para medir la ausencia: –Sí. Sí. Sí.

–¿Qué extraña?
–Nada. Todo. Eso es muy mío. Vamos a la literatura, venga.

Conversamos desde hace una hora ya, en el salón de una casona casi centenaria de Olivos, donde vive hoy su hermana Inés; su hogar de infancia, una guarida de jardín selvático, en la que hay dos pianos y catorce gatos que se enrulan sin aviso entre las piernas del que llega. Allí vuelve Dorotea Muhr (Buenos Aires, 1925), cuarta y última esposa de Juan Carlos Onetti, a pasar largas temporadas desde Madrid, la ciudad donde el matrimonio vivió entre 1975 y el 30 de mayo de 1994, día de la muerte del autor de El astillero , hace exactamente dos décadas. El aniversario auspicia el Año Onetti y actividades que culminarán el 10 de septiembre en la Casa de América de Madrid con la exposición Reencuentro con Onetti, que incluirá el montaje de su habitación –cama y pastillas DRF, que tanto le gustaban, incluidas– con muebles, fotografías y objetos personales auténticos, que integran la colección del Museo del Escritor de esa ciudad.
Cuesta creer que Dolly (cuya semblanza incluyó Onetti en La vida breve ) tiene 88 años cuando cuenta que se mueve en colectivo por la ciudad, que lamenta no haber escuchado al Nobel J. M. Coetzee en la Feria del Libro o que ya no toca el violín (se jubiló en la Orquesta Sinfónica de Madrid), porque ahora se dedica al piano y a “estudiar composición”. Disiente con quienes piensan que el rol de mujer de escritor es ingrato: “Entiendo las penurias que causa la página en blanco y organizar el entourage para que el otro escriba. Pero él y yo nos complementábamos. Tuvimos la suerte de vivir dos vocaciones distintas: él, la literatura y yo la música. Siempre decía que un matrimonio en el que los dos trabajan en lo mismo es más complicado, porque no hay descanso. Yo tenía mi orquesta y mi vida. No me pasó eso. Para mí el no era un escritor, era Juan.” Pero Onetti fue un Juan de leyenda. Un hombre que además de haber ganado el premio Cervantes en 1980 por una de las obras más originales y renovadoras escritas en español, y de haber fundado una ciudad inolvidable y mítica como Santa María –mapa cansino, portuario y desolado, con personajes marginales, tallados en una muy rioplatense épica de la derrota–, se reconocía incapaz de escribir sin alcohol, infiel y perezoso hasta la exasperación. Pasó la última década de su vida sin salir de la cama (“enfermo imaginario”, diagnosticaba el escritor español José Manuel Caballero Bonald), convertido casi en personaje de un cuento que él mismo podría haber escrito, entre ramalazos de depresión, galones de humo de cigarrillo, novelas policiales que leía por kilo y ríos de whisky. Tras sufrir tres meses de encierro en su Montevideo natal, por haber presidido el jurado que premió un cuento considerado pornográfico por la dictadura de entonces, en 1975 Onetti se exilió en Madrid. Recuerdan quienes lo visitaron allí los últimos años, que leídas las novelas policiales y bebido el alcohol (“todos los clásicos de la colección del Séptimo Círculo, pero sobre todo Simenon, que le encantaba”, precisa Dolly), embutía libros y botellas bajo la cama. De ese hombre-claroscuro habla, locuaz y encantadora, la mujer que estuvo a su lado hasta el final.

–¿Es cierto que hasta los años 50, cuando Ud. entra en su vida, Onetti quemaba sus originales?
–No sé si los quemaba, pero los destruía.

–¿Intuía usted la valía de Onetti como escritor?
–No, nunca pensé que llegaría a ser tan importante. Nos casamos en 1955 y ya no nos separamos. Los guardaba porque eran de él y descartarlos me daba pena. Yo pasaba a máquina sus páginas escritas a mano y él las tiraba a la canasta. No hagas eso, le decía. Y dejó de hacerlo. Ya no quedan inéditos de Onetti, todo se publicó en 2009 por el centenario de su nacimiento y los originales que se conservan están en Montevideo, en la Biblioteca Nacional.

–Hasta allí peregrinó Vargas Llosa al escribir “El viaje a la ficción”. En ese ensayo afirma que, hasta Onetti, había una distancia radical entre lo que se contaba y cómo se lo contaba, y que él hizo en nuestra lengua lo que Proust, Joyce o Faulkner en las suyas. Habla, incluso, de “La vida breve”, de 1950, como “la primera novela moderna de América Latina”. ¿Era consciente Onetti de eso? ¿Se lo propuso?
– No sé si era consciente de que hacía un cambio, supongo que sí; era muy inteligente, sabía mucho de literatura. Lo que se dice en relación con la literatura uruguaya es que él la sacó del campo y la trajo a la ciudad, a la angustia y el ritmo urbanos. Era innovador en esa época. Si se lo propuso… Juan escribía por placer, porque le daba felicidad; casi siempre de noche y sólo cuando tenía ganas. Sin metas. Cuando ganó el Cervantes y le preguntaron qué significaba el premio contestó: “Diez millones de pesetas”. Lo criticaron mucho. “No preciso que me den premios por lo que escribo; yo sé cómo escribo”, decía. Pero el dinero le salvó la vida. El tuvo una experiencia que pocos conocen: pasó hambre, cuando vivía en Argentina con su segunda mujer, en los años 30. Lo recordó en un libro contando que ella se quedaba en la cama por debilidad y que robaban pan cuando los invitaban a comer para tener un desayuno al día siguiente. Desde entonces se obsesionó por tener la heladera llena y cuidar el futuro.

–Mencionaba Ud. a María Julia, la segunda mujer de Onetti.
–Sí, era la hermana de la primera.

–No es muy frecuente eso, ¿no?
–Eran todos primos hermanos. Cinco chicas; cuando la mamá lo veía venir a Juan, dicen que temblaba. Yo creo que las conoció a todas… Las mujeres fueron cruciales en la vida y en la literatura de Onetti, nacido en Montevideo en 1909. La generación literaria del 45, a la que perteneció junto con Mario Benedetti, Angel Rama, la poeta Idea Vilariño y el crítico Emir Rodríguez Monegal, entre otros, asociaba literatura y sexo con cierta idea de intensidad. El ambiente prostibulario se cuela en los relatos de Onetti desde su primer libro, El pozo ( 1939) novela breve que confesaba haber escrito angustiado por no poder calmar otro vicio, su deseo de fumar. De ese texto inaugural es también la línea que Onetti traza entre la inocencia y la amargura que la maternidad y la edad imprimen, a su juicio, en las mujeres. También, su obsesión por la incomunicación, la purificación y el fracaso, y el tono escéptico, angustioso, que lo convirtió en existencialista incluso antes de que Sartre reclamara ese nombre para su filosofía. “Para él, recuerda Dolly, una vez que una mujer tenía un hijo, cambiaba algo. Hablaba incluso de cierto pecado contra la juventud. Y es verdad. Yo nunca tuve hijos. Cuando lo conocí, Juan ya tenía dos: Jorge y María Isabel, ‘Litty’. Quise tener un hijo con él, pero no pude; no vino y hasta cierto punto es mejor porque hubiera sido muy complicado. Juan era muy…”

–¿Posesivo?
–Posesivo en relación con el tiempo. Me decía “qué estás haciendo por ahí y por qué no estás conmigo, leyendo conmigo”. Cuando vivíamos en Montevideo, yo venía cada agosto a ver a mi madre y le compraba a Juan libros de segunda mano en las librerías de avenida Corrientes. Una vez quedó una chica cuidándolo y él le dijo “no hagas nada, no limpies nada, vení”. La entusiasmó tanto con la literatura que terminó escribiendo un libro, ¡una biografía! Eso sí, la casa era un desastre.

–Onetti se casó tres veces antes de conocerla y, luego, vivieron juntos 39 años. ¿Cuál fue el secreto?
–Supongo que envejeció, eso debe haber ayudado. Y además, teníamos una relación muy fuerte. ¿Te acordás de Chaplin con Oona? Después de haber pasado por un millón de mujeres se quedó con ella. Tiene que ver, en parte, con el sosiego de la edad, creo. El era perezoso y yo tenía mucho entusiasmo. Nos complementábamos bien.

–Está siendo humilde; era un hombre difícil.
–Si lo conocías bien, no. Quizás tuvo mala fama por no haber cumplido con las exigencias de la sociedad. Recuerdo que una vez lo invitaron al sur de España a un festival de cine. Lo hizo por mí, porque me encantaban. Llegamos y él se metió en cama con sus novelas policíacas y yo vi todas las películas. El era capaz de hacer esas cosas. Era muy tímido. Siempre lo fue, con decirte que una vez vio a Horacio Quiroga cruzar una calle. A él le gustaba mucho la literatura de Quiroga y sabía que era él, pero no se le acercó.
Onetti fue un tímido atrincherado. Huraño, casi. Ese talante marcó su relación con el afuera. “La cita de hoy me estropéo la noche de ayer, porque sabía que venía a esto y no sabía qué iba a pasar, cómo me iba a comportar yo”, se disculpaba en 1977 ante el periodista español Joaquín Soler Serrano en una entrevista de la antológica serie A Fondo, de TVE. Disponible en la web, allí está todo Onetti contado por él mismo: los silencios urdiendo literatura, el humo del cigarrillo convertido en paisaje, el fraseo tanguero, su paso por el periodismo, las anécdotas que cuajaron en cuentos inquietantes como El infierno tan temido , el origen de Santa María, esa ciudad que inventó con retazos de Buenos Aires y Montevideo, y la prehistoria de sus personajes que entran y salen de novelas y relatos, reapareciendo en diversos libros para contar un mundo sórdido de fracasos y derrotas. También, sus diferencias y cercanías con los autores del boom latinoamericano, que lo admiraron incondicionalmente y su método creativo, caótico, artesanal, tracción a alcohol y a sangre.
En la alucinante Construcción de la noche , biografía de María Esther Gilio y Carlos María Domínguez (Planeta 1993, reeditada por Lumen, recientemente), Gilio cuenta que la única forma de vencer la objeción de Onetti a concederle entrevistas era con frases cada vez más osadas: “Seguirás dándome de comer”, “Soy una de las mujeres a las que mantenés”. Esa investigación, riquísima en datos, documenta cómo sistemáticamente a partir de fines de los años 50, Onetti llega de la calle y se mete en la cama, eligiéndola como búnker, “un mundo en horizontal por derecho a la pereza”. Un día, estando de visita su amigo Julio Adín (en la ficción, Julio Stein, el amigo de Brausen, protagonista de La vida breve ), Onetti se levanta para ir al baño y Dolly, quizá con ilusión de revertir el cuadro, le pide a Adín que le ocupe el sitio. Al volver, como si nada, Onetti se acuesta a su lado. No había vuelta atrás.
Maestro de dibujantes, el artista Hermenegildo “Menchi” Sábat trabajaba ya en el diario Acción de Montevideo, cuando en 1955 Onetti vuelve de Buenos Aires al periodismo de su ciudad. Se hicieron amigos. “Le habían prometido ser agregado cultural en la embajada uruguaya en París”, cuenta Sábat a Ñ. No cumplieron, pero tiempo después lo nombraron director de bibliotecas municipales, un puesto que le permitió tranquilidad para seguir escribiendo. “Más que un alcohólico, Onetti era un alcohólatra; en portugués se usa esa palabra y es más apropiada”, distingue Menchi, que elige entre sus recuerdos uno de los años 80. Para entonces, Onetti ya había ganado el Cervantes, vivía en Madrid, en un departamento sobre Avenida América y “sacarlo de la cama costaba un Perú”. “Estaba orgulloso de sus excentricidades; hasta el rey Juan Carlos lo invitaba almorzar y él le decía que no”. A las 5 de la tarde, Onetti recibió a Sábat sin salir de la cama y comenzó a tomar vino tinto de pequeñas botellas que Dolly reponía. “Recién a las 10 bajamos a cenar a un restaurante cercano. En otra mesa había una pareja conversando. Onetti empezó a imaginar el diálogo: qué decía él, qué contestaba ella y yo creo que debe haberle errado sólo por una o dos palabras. Esa noche, ahí nomás, delante de mí, escribió un cuento.” Volvemos a Dolly:

-No hemos hablado de otra mujer importante en la vida de Onetti: la poeta Idea Vilariño, con quien mantuvo una intensa relación pasional y literaria.
–Ah llegaste a eso… Bueno, había una relación muy fuerte antes de que yo entrara en su vida. Ella era una poetisa maravillosa, que escribió poemas absolutamente increíbles. “No te voy a ver morir…”, impresionante. Ella lo adoraba. Yo pienso que Juan como escritor necesitaba tener todo tipo de relación que tuviera ganas de tener y que le surtiera la imaginación. A mí me critican. Me preguntan por qué. Y bueno, porque si lo hubiera encerrado, no hubiera funcionado. Yo la veía mucho en Uruguay. Fue una relación muy distinta a la mía. Ella era una mujer muy politizada, de izquierda, muy fuerte. Juan, también. Cuando se peleaban era por política.
Dolly no me dirá más sobre Idea Vilariño esta tarde. Preferirá temas más amables: el rapport de Onetti con los niños, su fascinación por Picasso (“cuando todavía no era famoso y se lo podía comprar, se jugó el dinero de una indemnización que reservaba para un cuadro a las patas de un caballo, porque le habían pasado una fija; perdió, por supuesto”), su preferencia por los últimos cuartetos de Beethoven. Sabe que de los incontables romances de Onetti, el de Idea fue pura pólvora. Ella murió en 2009, dejando una obra poética valorada por su calidad y elocuencia a nivel internacional. El poema que Dolly recuerda se llama “Ya no”, era el preferido de Onetti e integra Poemas de amor , un libro de 1957 que Vilariño le dedicó (quitó la dedicatoria en posteriores ediciones, cosa que enfureció al autor de Juntacadáveres ). Los versos hablan por sí solos: “ Ya no será,/ ya no viviremos juntos, no criaré a tu hijo/ no coseré tu ropa, no te tendré de noche/ no te besaré al irme, nunca sabrás quién fui/ por qué me amaron otros.(…) No me abrazarás nunca como esa noche, nunca./ No volveré a tocarte. No te veré morir ”. Onetti, a su vez, le dedicó Los adioses (1954), uno de los libros que más quería. Vilariño recordó su vínculo en una entrevista inédita, publicada tras su muerte por Ñ, el 27 de junio de 2009: “Era todo muy complejo. Estábamos en uno de esos buenos momentos cuando él me dijo que se iba a Buenos Aires. ‘¿Por qué?’, dije yo, ‘¿por qué te vas?’ ‘Porque tengo que casarme’, dijo él. (…) Habló de Dolly, de cómo era Dolly. No sé. Tal vez yo dije: ‘La semana que viene me voy a Las Toscas’. El, claro, algo dijo. Lo curioso es que no fue algo que le costara decir. Para él era algo banal. Tenía que casarse la semana siguiente y nada más. (…) Eramos unos monstruos. Yo también.” Hacia agosto de 1961, se separaron. Volvieron a verse en varias ocasiones, en Montevideo y en Madrid. De uno de esos reencuentros hay fotos tomadas por Dolly.

–Onetti forjó una leyenda. Se dice que asustaba a los periodistas con revólveres de juguete. ¿Eso es cierto?
–Sí, es cierto… Hacía esa broma. Tenía fascinación por las armas y por el far west . En el ensayo iconográfico de Raúl Manrique Girón y Claudio Pérez Miguez, publicado por Del Centro Editores, que incluye muchas fotos mías, hay imágenes de esos momentos y algunas en las que incluso Juan está disfrazado de cowboy . Evadía las entrevistas todo lo que podía, pero si se entusiasmaba, se ponía muy personal. Cuando en medio de un encuentro yo entraba con café o con un vaso de vino, veía al entrevistador mostrándole a Juan fotos de sus hijos. ¿Pero quién entrevista a quién?, me preguntaba. Onetti era un curioso implacable. Conseguía, especialmente con las mujeres, que le contaran todo. A veces, cuando yo entraba al cuarto, me hacía una seña con la mano para que aguardara porque estaba llegando a algo importante.

–¿Una investigación literaria?
–No, humana. Esa curiosidad es propia a todo escritor. Cuando uno toma una obra y siente que los personajes están bien armados se relaciona con eso, ¿no?

–¿Cuál era el personaje que Onetti más quería?
–Larsen era su favorito, sin duda. El “juntacadáveres”, que protagoniza ese libro, El astillero y está también en Dejemos hablar al viento, donde se quema Santa María. El apodo lo escuchó en un bar: se lo daban a un hombre que estaba tan destruido que sólo le hacían caso las prostitutas viejas.

Otra escena que engorda el anecdotario, tomada de un diálogo antológico entre María Ester Gilio y Dolly: es 1966 y la horizontalidad que Onetti prefiere a cualquier otra posición deja huellas en su cuerpo. Lee y escribe en la cama, fumando con la mano izquierda y siempre apoyado del lado derecho; tiene el codo a la miseria: “¿Nunca le pusiste eso que se les pone a los bebés?”, pregunta Gilio. “¿Hipoglós?, sí claro que le puse”, contesta Dolly. El intercambio termina cuando el vozarrón de Onetti las interrumpe desde el dormitorio: “¿Quieren parar con mi codo? ¿Les parece un tema interesante?” La vejez y la decadencia lo preocupaban. En Retratos y autorretratos , de Sara Facio y Alicia D’Amico (1973), que reúne imágenes y textos de 21 autores latinoamericanos, Onetti asegura: “Hace muchos años que aprendí el arte de afeitarme al tacto, para evitar la opinión del espejo, para acudir al trabajo sin el peso de otra depresión. (…) Mientras yo permanezco adolescente, calmo, interesado en lo que importa, bondadoso y humilde por indiferencia y por la asombrosa seguridad de que no hay respuestas, ella, mi cara, ha envejecido, se ha puesto amarga y tal vez esté contando o invente historias que no son mías sino de ella.”

–¿Hablaban de lo que él escribía?
–No, pero me daba sus libros para que los leyera con oído musical.

–¿Cómo es eso?
–Le interesaba el ritmo de lo escrito, que no hubiera palabras repetidas. Me volví muy buena detectándolas. Juan tiene un estilo inconfundible, algo esencial, como la voz para el que canta: el timbre personal. El cuidaba mucho que no se le mezclara el idioma. Prefería las traducciones argentinas y, por fortuna, el español de la península nunca entró en su estilo.

–¿Qué extraña de Onetti?
–Eso ya me lo preguntaste.

–Pero no me contestó.
–Yo soy como el ave fénix, renazco. Ahora vuelvo a Madrid, voy a todo lo que me invitan... Es Europa y me salvo del invierno. El también cambiaba. En la intimidad se mezcla todo y tenía un gran sentido del humor. Mucha ironía. Cambió un poco desde que salió del Uruguay. Tomó muy mal lo de la cárcel. Vendimos una casita que teníamos en Lagomar y logré que pasara los tres meses de reclusión en un psiquiátrico. Cuando salió no quiso volver a Montevideo, pero extrañaba todo; es fuerte el paisito ese. Se aisló. Con lo que le gustaba la pintura, nunca fue al Museo del Prado. Mucha gente decía que su habitación era el Uruguay. Venían los amigos uruguayos –Benedetti vivía a cinco cuadras y nos veíamos mucho– y él decía “Dolly, poné a Gardel” y lo escuchábamos por horas, porque era fanático de su música.

–Hablaba del humor y la ironía de Onetti. La dedicatoria de “La cara de la desgracia”, de 1960, ¿puede entenderse en ese sentido?
–Sí, a mi madre no le gustó nada. “Para Dorotea Muhr, ignorado perro de la dicha”. Mucha gente no lo entendió, es difícil. Juan era muy amante de los animales. De niño, dormía con su gato. A su perra, Biche, la adoraba. Juan decía que un animal puede dar enorme dicha. Quizá tenga que ver con eso: la dicha de algo que está ahí siempre y que siempre es fiel, ¿no? Algo así. El me preguntó antes de poner esa dedicatoria si estaba de acuerdo y yo dije que sí. Me gustaba; es original.

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