18.7.12

El argumento de la adopción

Las relaciones familiares han constituido un tema tradicional para la creación, especialmente la literaria 

Portada Entra en mi vida, de Clara Sánchez, donde explora las adopciones como tema literario. foto:clarasanchez.com.fuente:lavanguardia.com


Hay prototipos eternos en el imaginario colectivo. El avaro, el traidor, la mujer fatal, los amigos.., son algunos ejemplos, como nos lo confirma cualquier diccionario de personajes y argumentos de la literatura universal. Pero también hay otros que surgen con los tiempos, que nacen –y a veces mueren– en un lugar y una época. Fue el caso del pícaro en el Siglo de Oro español, o de las prostitutas y mineros que sacó a escena el naturalismo decimonónico. Es, con todo, bastante raro que un argumento nuevo, sin precedentes –o casi–, aparezca y se desarrolle con claridad, destacando inequívocamente en la intrincada selva de la bibliografía. Y esto es lo que está sucediendo ante nuestros ojos con un tema prácticamente inédito hasta finales del siglo XX: la adopción.
Las relaciones familiares son, como es lógico, una constante en la ficción de cualquier época. Pero sorprende el desequilibrio en su representación. Padre e hijo, hermanos varones y (con mucha menos frecuencia) padre e hija, madre e hijo, son los grandes protagonistas. Hermanas y madres e hijas, en cambio, han estado casi ausentes de la literatura (con alguna excepción, como la tragedia griega) hasta que en el siglo XX empieza a haber, en gran número y no como rara excepción, escritoras. Con este reequilibrio, el panorama de la literatura sobre temas familiares parecía ya completo. Hasta que una nueva realidad social, la adopción, ha generado un tema que aunque ya se trataba en algunos clásicos (de Edipo a Cumbres borrascosas) sólo ahora se convierte en una verdadera corriente.
El corazón y las lágrimas
La evolución, si la observamos en la bibliografía española, es transparente. Empieza en los años 50, con ensayos sobre el aspecto jurídico, en particular la herencia y la nacionalidad de los hijos adoptivos. Y no hay prácticamente nada nuevo, hasta que a finales de siglo, de pronto, se produce un boom. A los primeros testimonios que encontramos registrados en el catálogo de la Biblioteca Nacional (uno, traducido, de 1987: ¿Por qué me adoptaron?, de Carol Livingston; otro, nacional, de 1995: Tú, nuestro sueño. Crónica de una adopción internacional, de Puri Biniés), sucede, concretamente en 1999, un aluvión de libros de todo tipo: más testimonios, guías prácticas, consejos psicológicos, ayuda pedagógica, jurisprudencia, cuentos para niños... Y la actitud dominante está muy clara. Es la que expresa en 1990 la novelista italiana Natalia Ginzburg en un curioso librito titulado Serena Cruz o la verdadera justicia. Comentando un caso real, el de una niña filipina que las autoridades retiraron a sus padres adoptivos italianos por haber mentido en cuanto a su filiación, Ginzburg se rebela contra quienes “desconfían de la generosidad y temen los impulsos emotivos, el corazón y las lágrimas”. En el imaginario colectivo de finales del siglo XX, el niño desamparado del Tercer Mundo y la pareja occidental son los protagonistas de una obra cuyo argumento es simple: el amor todo lo puede. Así parecen certificarlo dos obras publicadas en el 2000 y 2003 respectivamente: Carta al meu fill adoptat de Pilar Rahola y La filla del Ganges de Asha Miró. Dos puntos de vista, el de una madre adoptiva y el de una hija adoptada (confirmando lo que ya se perfila como una regla general: sobre este tema escriben autoras, más que autores), que coinciden en el canto a la adopción como una historia de buenos sentimientos que conduce forzosamente a un final feliz. No todo es color de rosa
La década transcurrida desde entonces apunta claramente una doble tendencia. Por una parte, sigue desarrollándose la bibliografía profesional… en la que algo, sin embargo, ha cambiado. Lo indican a las claras los títulos o subtítulos de las obras más recientes, con términos como retos, desafíos, fracaso. Libros como el de Lila Parrondo (Adoptar: otra forma de ser padres) o Carme Vilaginés (L'altra cara de l'adopció) ponen en guardia contra la idealización y el buenismo de la entusiasta década de los 90.
La segunda tendencia es también muy clara: es el paso del ensayo a la creación literaria. Primero hubo testimonios de adoptantes y adoptados que no eran profesionales de la literatura: en Jo sóc adoptat. Onze històries reals (2004), Marta Clos y Pepa Masó recogen el punto de vista filial, mientras que Indómito y entrañable, de J.L. Giménez Alvira (2010), refleja la (espeluznante) experiencia de unos padres. Luego, el testigo pasó a escritoras que eran adoptadas y que decidieron contarlo. La británica Jeanette Winterson se dio a conocer en 1985 con una novela que la lanzó a la fama, Fruta prohibida, sobre una niña adoptada, como lo fue ella en la vida real, por una pareja de fanáticos religiosos. En el 2011 ha publicado un testimonio (¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?) donde cuenta lo que sucedió después: cómo localizó a sus padres biológicos. En un contexto muy distinto –más próspero, liberal y culto–, la estadounidense A.M. Homes narra cómo a sus treinta años descubrió –sin buscarlos– a sus progenitores (La hija de la amante, 2007). Lo que tienen en común estos testimonios con los ensayos publicados en los últimos años es su tono agridulce. “Ser adoptada es ser adaptada, que te amputen un miembro y después te lo reimplanten”, escribe Homes. “Recobre o no su función, siempre quedará la cicatriz.” Aunque no duda de que ha sido mejor crecer con sus padres adoptivos que con los biológicos (ella, soltera y jovencísima, él, mucho mayor, casado y con otros hijos), el reencuentro con estos le provoca emociones dolorosas y contradictorias. Winterson, por su parte, no parece haber querido mucho a quienes la adoptaron, pero tampoco se siente a gusto con los que la procrearon, a los que aprecia pero no consigue perdonar del todo.
La hora de la ficción
Y por fin, parece que ha llegado la etapa siguiente: la adopción como tema puramente literario. La han abordado en los últimos años un puñado de autores –autoras, más bien– españoles y extranjeros. Con Sangre inocente (1980), P.D. James fue la primera, y la que da una visión más negra del asunto: al cumplir dieciocho años una joven adoptada decide buscar a sus padres biológicos; los encuentra... y descubre que son una pareja de violadores y asesinos. La colisión de estos personajes, además del padre de la niña violada y asesinada, que busca venganza, convierten el sueño, común a muchos adoptados, de unos verdaderos padres maravillosos, en pesadilla. Igualmente perturbador, por otros motivos, es Huérfanos de sangre (2010), en el que el fotógrafo y reportero francés Patrick Bard denuncia, en forma novelada, las mafias de adopción y tráfico de niños en Guatemala.
Siguiendo con las novelas extranjeras, en poco tiempo se han traducido entre nosotros tres que abordan la adopción. En Al pie de la escalera (2009), de la norteamericana Lorrie Moore, la protagonista trabaja como niñera para una pareja que está a punto de adoptar a una niña mulata (como en la vida real lo hizo Lorrie Moore –un niño, en su caso), y observa, de muy cerca pero desde fuera, todo el proceso, incluida su ambigüedad moral: esos padres generosos, pero también narcisistas, que se ven a sí mismos poco menos que como héroes... El lenguaje de las flores (2011), de la también norteamericana Vanessa Diffenbaugh, tiene por protagonista a una niña turbulenta que pasa de una familia de acogida a otra; es una novela convincente y bien documentada (la autora ha sido madre de acogida), que se ha convertido rápidamente en best seller. Lo mismo puede decirse de La hija del monzón (2011), de Shilpi Somaya Gowda, un relato honesto, ameno, de interés más periodístico que literario, sobre las niñas abandonadas (cuando no abortadas o asesinadas) en la India y su vida subsiguiente al ser adoptadas por parejas occidentales.
Por su parte, tres autores españoles han publicado en los últimos años novelas sobre adopción. En El alfabeto de los pájaros (2011), de Nuria Barrios, una niña china adoptada por españoles inventa un cuento para entender su historia; es un hermoso texto, fantasioso y poético, con ecos de Alicia en el país de las maravillas. Muy distintas son las obras de Benjamín Prado y Clara Sánchez: no tratan de adopciones legales sino de robo o tráfico de bebés. En el 2002, Prado vio un reportaje de TV3 sobre hijos de presas republicanas que les fueron arrebatados para entregarlos a familias respetables; de ahí salió Mala gente que camina (2006), cuyo tema no es tanto lo que les sucedió a esos niños como un fresco (y un duro juicio) del franquismo y sus intelectuales. La última novela de Clara Sánchez, Entra en mi vida (2012), nos presenta a dos adolescentes madrileñas. Una, hija de un taxista y una vendedora de cosméticos, sospecha que la primera hija de sus padres, supuestamente muerta al nacer, fue en realidad comprada por una familia rica; la busca, la encuentra y le revela la verdad. La obra tiene hechuras de libro juvenil: ambas protagonistas son nobles y esforzadas, resuelven dificultades y misterios por arte de magia y se enfrentan a unas adversarias (la madre y abuela adoptivas, la amiga y la monja que robaron al bebé) desalmadas y manipuladoras. Un maniqueísmo (como el de Mala gente que camina) literariamente discutible por más que históricamente esté justificado.
En todo caso, esto no es más que el principio. Por su frecuencia, pero también o sobre todo por su carácter intrínsecamente novelesco (con secretos, sorpresas, emociones profundas, identidades dudosas, conflictos de lealtades…), la adopción está destinada a convertirse en un gran tema literario.

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