14.10.10

Llega el testimonio del infierno jemer

Denise Affonço, superviviente del genocidio camboyano, relata en un libro la vida bajo el régimen de Pol Pot

El genocidio que planeó y ejecutó Pol Pot.foto.fuente:abc.es

El sueño de la utopía produce monstruos. Camboya, abril de 1975. Pol Pot y su cuadrilla de asesinos en serie toman el poder para aplicar la versión más satánica el comunismo; Mao daba sus últimos coletazos y más de un idiota europeo babeaba de admiración por la Revolución Cultural. Así lo constató Denise Affonço cuando arribó a París después de un largo cautiverio donde perdió al padre de sus tres hijos y a su hija Jeannie. Al hablar del genocidio camboyano con un profesor universitario del que, piadosamente, prefiere olvidar el nombre, éste le dijo que había visitado Pnom Penh en 1978 y que «todo era normal, los camboyanos vivían felices y gozaban de perfecta salud». Imaginemos esa misma afirmación en alusión al Holocausto.
Escandalizada, Affonço le recordó que ella no estuvo en la capital sino en la espesura de los bosques: sometida a trabajos forzados, la intentaron matar de hambre y enfermedades. Era el feudo criminal de Pol Pot y sus secuaces: dos millones de muertos entre 1975 y 1979, casi la tercera parte de la población camboyana. El negacionismo empujó a esa mujer euroasiática, de padre francés y madre vietnamita, a escribir su testimonio como superviviente en «El infierno de los jemeres rojos» que publica Libros del Asteroide.

Montones de cráneos y fotografías de rostros horrorizados antes de la ejecución. El genocidio que planeó y ejecutó Pol Pot, alumno aventajado del marxismo-leninismo en la Sorbona de París, fue el último o penúltimo laboratorio comunista del siglo XX. Deportada con su familia al campo, Denise vio cómo Angkar Leu, la jerarquía de los jemeres rojos, ejecutaba a su marido.
Mandamientos de Angkar
Otra utopía criminal. Se acababa la Historia y comenzaba la enésima reedición del «hombre nuevo» tan caro a los herederos de Marat. La muerte a fuego lento se podía leer en los diez mandamientos de Angkar a los prisioneros que iban a ser reeducados. Era la única memoria que debían conservar, tras destruir lazos familiares, romper las fotografías y borrar relieves budistas en los templos: «Todo el mundo será reformado por el trabajo. No robaréis. Diréis siempre la verdad a Angkar. Obedeceréis. Prohibido expresar sentimientos: alegría, tristeza. Prohibido sentir nostalgia del pasado. Prohibido pegar a los niños, porque de ahora en adelante son los niños de Angkar. Prohibido quejarse. Hacer autocrítica en público…»
El decálogo se completaba con otras instrucciones: No llevar ropa de colores y teñir de negro las prendas. Nada de maquillaje ni uñas largas, cabezas rapadas. Nada de zapatos o sandalias. Nada de gafas, porque son un símbolo del intelectual capitalista. Prohibido cruzar una pierna sobre otra al sentarse. Trabajo de sol a sol sin días festivos. Dos comidas: mediodía y noche. Abolición del comercio y del tratamiento de «señor» o «señora». Sólo se hablará jemer: prohibido el francés, chino o vietnamita. «Así es como Angkar quería que muriéramos uno tras otro: de agotamiento, de hambre y de enfermedad. Una muerte lenta, sin costo alguno», recuerda Denise Affonço.
Cualquier cosa servía para engañar al estómago: granos de sal en ayunas, sapos y cucarachas… «Terminamos incluso comiendo carne podrida. Un día, mataron dos bueyes enfermos y enterraron los cadáveres; unos días más tarde fuimos con otras dos mujeres a desenterrarlos. Estaban en un avanzado estado de descomposición, la carne era verde y amarga y estaba cubierta de gusanos, pero teníamos que calmar nuestros estómagos».
Cuando en 1979 los vietnamitas liberaron Camboya del yugo jemer, Denise fue en busca de su marido. En el liceo Toul Sleng, el Camarada Duch había ejecutado a cuarenta mil personas. Montañas de ropa de hombres, mujeres y niños; fotografías de las víctimas con un cartel y un número colgado del cuello; colinas de huesos y cráneos; aulas convertidas en celdas minúsculas para la tortura. La banalidad del mal consignada en fichas criminalmente detallistas: a un hombre le extirparon el hígado antes de morir y anotaron que el órgano era de buena calidad… Pol Pot murió en la jungla en 1998, sin sentarse ante un tribunal, veinte años después de la gran masacre.

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