El escritor trabajó, entre 1963 y 1965, como redactor creativo, primero para la agencia Walter Thompson y luego en Stanton
Gabriel García Márquez en una plumilla de Oriol Malet./elmundo.es |
En junio del 2005 Carmen Balcells me invitó a una comida con Gabriel García Márquez
en su domicilio particular, que está un par de pisos por encima de la
agencia, en un regio edificio de la Diagonal. Transcurría el Año del
Libro y la Lectura de Barcelona, yo sabía que el Nobel pasaba una
temporada en la ciudad y la había tanteado sobre si era posible
implicarle en la celebración, a la que la propia Carmen contribuyó, muy
generosamente, con una fiesta literaria en el Palau de la Música.
La
legendaria agente del “boom” me dijo que el escritor no iba a
participar de forma directa, pero me ofreció a cambio mantener un
encuentro informal con él para darle el programa y hacernos juntos una
foto que luego el Año del Libro podría emplear.
Era un día ya
caluroso, pero García Márquez no se quitó durante toda la comida la
cazadora de color crudo que vestía sobre su camisa a rayas azules y
lilas. En un oído llevaba colocado un aparato para la sordera. Venía con
su esposa Mercedes –mujer pletórica y fuerte, que firmó varios
documentos que los de la agencia le iban dando durante el rato en que
pasamos juntos-, y estaban presentes también el periodista y escritor
Juan Cruz, la traductora al alemán Dagmar Plocte y el profesor
catalano-mexicano Ramon Xirau con su esposa, viejos amigos de los García
Márquez a quienes se habían encontrado casualmente por la calle.
Haciendo
tiempo antes de sentarnos, le comenté al autor un lejano recuerdo que
retrospectivamente me chocaba: cuando yo estaba en el colegio, mi libro
de texto de literatura española ya incluía un párrafo –el célebre
primero- de Cien años de soledad, que se
valoraba allí muy positivamente. Algo sorprendente dado que ese libro
–que he perdido- yo lo estudiaba hacia 1972 o 1973, y la obra maestra de
Gabo había aparecido apenas cinco años antes, lo que hace pensar que
los manuales escolares de esa época, al menos el que me cayó en gracia,
eran más ágiles incorporando referencias de lo que son hoy día. “Hay que
tener cuidado con éste, porque está fuerte en cronología”, le ironizó
el escritor a Juan Cruz, señalándome.
En la comida, se mostró
retraído, como si no le interesara demasiado registrar nueva
información. (“Acepté venir a comer con la condición de que no me
entrevisten ni me pidan nada, que no me hagan trabajar”, dijo cuando
Cruz le solicitó entre plato y plato una entrevista). Una actitud que,
según me pareció, contrastaba con la intensamente despierta y curiosa de
Mario Vargas Llosa,
mi gran mito de adolescencia, con quien también había tenido
oportunidad de compartir mesa pocas semanas antes. Pero, aunque Gabo no
parecía muy atento a lo que se estaba comentando, de cuando en cuando
demostraba todo lo contrario con algún comentario rápido y agudo. Y a
este respecto, Carmen Balcells señaló que cuando se le ocurría una frase
ingeniosa, la soltaba y luego decía que se la había explicado García
Márquez.
Registré algunas de las que lanzó el escritor aquel
mediodía: “Soy muy rencoroso pero no sirve de nada, porque me olvido de
todo lo malo que se dice sobre mí”.
“Me he cogido un año sabático. No escribo, pero tampoco leo. Como no tengo nada que hacer no me alcanza el tiempo para leer”. (Sin embargo, matizó con humor, “Carmen no me da plata hasta que no escriba”).
“Me he cogido un año sabático. No escribo, pero tampoco leo. Como no tengo nada que hacer no me alcanza el tiempo para leer”. (Sin embargo, matizó con humor, “Carmen no me da plata hasta que no escriba”).
Y otra sentencia lapidaria. que más
que ingeniosidad es una filosofía: “Me gusta más reunirme con
periodistas que con escritores. (...) El que es periodista lo es
siempre”.
De las ocurrencias, la conversación derivó hacia la publicidad. Como antes Scott Fitzgerald, y más tarde Fréderic Beigbeder o Carlos Ruiz Zafón, Gabriel García Márquez trabajó una época de su vida como redactor creativo. Fue en México, entre 1963 y 1965, primero para la agencia Walter Thompson y luego en Stanton. Según su biógrafo Gerald Martin, esa ocupación “le ayudó a entender la fama, a pensar en la representación de uno mismo, a crear una imagen personal con sello propio y a saber gestionarla”. Gabo era bueno para el oficio porque “se le ocurrían frases memorables” que luego derivaban en lucrativos slogans. Martin recoge una: “No se puede vivir sin kleenex”.
De las ocurrencias, la conversación derivó hacia la publicidad. Como antes Scott Fitzgerald, y más tarde Fréderic Beigbeder o Carlos Ruiz Zafón, Gabriel García Márquez trabajó una época de su vida como redactor creativo. Fue en México, entre 1963 y 1965, primero para la agencia Walter Thompson y luego en Stanton. Según su biógrafo Gerald Martin, esa ocupación “le ayudó a entender la fama, a pensar en la representación de uno mismo, a crear una imagen personal con sello propio y a saber gestionarla”. Gabo era bueno para el oficio porque “se le ocurrían frases memorables” que luego derivaban en lucrativos slogans. Martin recoge una: “No se puede vivir sin kleenex”.
En aquella comida barcelonesa de junio del 2005 el propio narrador nos desveló otra. De todos los slogans
que hizo en su etapa mexicana, el que mejor recordaba es el más
parecido a un trabalenguas que ha dado la publicidad en lengua
castellana: “Para pan, para pan, pan Bimbo”. Frase que dio pie a un famoso jingle
que todos los de mi generación tarareamos (“para pan suavecito y
fresco”). Y así supimos ese día de una autoría que evidentemente no es
la de sus grandes textos, pero que tiene también (y perdonen la
obviedad) su miga. La recogemos aquí para la posteridad en este momento
triste de su despedida.
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