28.2.13

Maquiavelo recargado

Basta con decir maquiavélico y todo queda clarísimo: la maldad, la intriga, el cálculo, la traición, el engaño. La política, el amor, el poder. El buen Maquiavelo, el tipo más decente y noble

Nicolas Maquiavelo, autor de El Principe./internet/eltiempo.com


Este año se cumplen cinco siglos exactos de cuando Nicolás Maquiavelo escribió su libro más famoso, El Príncipe. Lo hizo desterrado en su casa de Sant'Andrea in Percussina, lejos de Florencia, lejos del mundo. Condenado al exilio por conspirar contra los Medici. "Me quito la ropa del día llena de fango y de lodo -escribió en una carta-, y me pongo los mejores vestidos para entrar a la biblioteca a hablar con mis libros, con esos hombres antiguos que son mi alimento".
De ese diálogo surgió El Príncipe, que tenía la intención de ser un manual para que los Medici pudieran gobernar mejor, para que supieran dónde estaban y cómo mordían las víboras más peligrosas de Europa. Maquiavelo lo escribió casi todo en esos meses del exilio, luego se lo dio a Francesco Vettori para que se lo llevara a Giuliano de Medici: quizás así lo perdonaran los dueños del poder; quizás tantos años al lado de la infamia (de la política, de la gente) le sirvieran para algo.
Lo curioso es que después, por cuenta de ese librito, el nombre de Maquiavelo quedó asociado para siempre a una idea de la maldad y la perfidia que él mismo nunca practicó; al contrario. Una idea que no era suya sino del ser humano en todas partes y en todos los tiempos; una idea que él se propuso describir -no celebrar frotándose las manos- para que cualquier político supiera a qué atenerse con su oficio. "¿Quiere gobernar, quiere el poder? Allá usted: así son las cosas". Así es la gente.
Pero no hubo nada que hacer: Maquiavelo es uno de los pocos personajes de la historia o la ficción, junto con Cristo y Pantagruel, Drácula y Cantinflas, cuyo nombre se convirtió en un poderoso y eficaz adjetivo; una palabra sola que evoca un universo de certezas y significados. Basta con decir "maquiavélico" y todo queda clarísimo: la maldad, la intriga, el cálculo, la traición, el engaño. La política, el amor, el poder. Dónde están y cómo muerden las serpientes.
El pobre y buen Maquiavelo, que hasta donde se sabe, según sus biógrafos, según sus cartas y lamentos, fue el tipo más decente y noble. Un funcionario correcto que nunca hablaba mal de nadie y que nunca intrigó, y que cuando lo hizo, como suele ocurrir con los teóricos de las cosas que en la práctica son un desastre, fracasó. Un tipo que enseñaba cómo mantener el poder a toda costa y que le tenía terror a su esposa. En fin, eso pasa: también los hermanos Grimm odiaban a los niños y vivían los dos con la misma mujer.
Ahora: el tema de El Príncipe no es solo el de la mejor manera de gobernar y mantener el poder, sino también uno muy concreto que atormentaba a Maquiavelo: el de la política italiana del momento, la de siempre. Pequeños Estados luchando entre sí, abriéndoles la puerta a las potencias extranjeras. Un clero corrupto y venal, príncipes indignos de su condición. Cónclaves, alaridos, incertidumbre. Si este país no se une, decía 'Machiavelli', se lo lleva el diablo. Será ingobernable. ¡Hace cinco siglos!
Italia es un país extrañísimo: el más bello del mundo, el más encantador. Pero es caótico y desmesurado: una nación que nunca necesitó del Estado para sobrevivir, ni siquiera para vivir. No sé si sea mejor, para entenderlo, El Príncipe o El señor de las moscas, El Gatopardo o las películas de Fellini. No en vano las elecciones del domingo pasado las ganaron dos comediantes igual de peligrosos, Silvio Berlusconi y Beppe Grillo.
La semana pasada cité a un amigo que dice que los cardenales deberían escoger a Berlusca como Papa. Ayer le dije, muy en serio, que los italianos deberían escoger a Ratzinger como jefe de gobierno. El fin justifica los medios. La frase no es de Maquiavelo, es de la 'Cicciolina'.

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