Hace dos siglos, aparecía Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, una de las obras esenciales de la literatura universal
La escritora británica Jane Austen (1777-1817) /elpais.com |
La sabiduría es mejor que el ingenio y, a la larga, sin duda, tendrá la risa de su lado.
Jane Austen
Jane Austen
Hay escritores que nos gustan, escritores a los que admiramos y
escritores a los que quisimos desde el primer párrafo del primer libro
suyo que nos tuvo entre sus manos. Escritores entrañables cuyas
historias se vuelven parte de las nuestras. Jane Austen
(1775-1817) es una de ellos. No solo es admirable o fascina, sino que
sus novelas son un legado esencial que cuanto más pronto se entrega con
más alegría se contagia.
No mucho antes de que la querida Jane se volviera una celebridad del
siglo veinte, yo le regalé a mi hija, de trece años, la novela que a
partir de entonces es la llave de nuestras mejores conversaciones.
Porque desde los noviazgos hasta los acantilados encuentran cobijo en la
sencillez y la inteligencia de lo que narra.
Hay, tras la voz que escribe Orgullo y Prejuicio, una mujer
sabia que, a los veinte años, discierne como si llevara cincuenta
reflexionando sobre los vicios y virtudes de los seres humanos. En medio
de una vida tranquila, dentro de una familia armoniosa y de costumbres
sencillas, Jane escribió, para leerles a sus hermanos, historias que
resultan emocionantes porque tras el cuento de quién se casa con quien,
ella entrega la fuerza de una narradora capaz de desentrañar los
entresijos de un mundo mucho más complejo que el regido por las formas y
las apariencias de su tiempo. ¿Cómo no leerla con humildad y sin
prejuicios, con asombro y devoción?
No digo nada nuevo al afirmar que, mientras Jane escribía, el mundo
de las mujeres terminaba en la puerta de sus casas. Por inteligentes que
fueran: la mamá de Jane era una mujer ilustrada, que al tiempo en que
cuidaba una casa con siete hijos y varios alumnos de su marido, alcanzó a
tener tiempo para escribir algo de poesía. Cierto que Jane tuvo a su
alcance los libros de la biblioteca de su padre y que pudo leer desde
niña con placer y alegría, pero no hubo en ella ni el remoto sueño de
convertirse en alguien cuya primera y explícita profesión fuera
escribir. Menos aún imaginar el reconocimiento y la exaltación de su
trabajo.
Hace tiempo intenté, como cualquier lector incauto, indagar qué
amores, qué precisa memoria había urgido a Jane a escribir. Leí lo que
pude sobre su vida en Pemberly, el cariño de su padre, el gusto por sus
hermanos, su intensa amistad con Cassandra, su hermana. Leí de su gusto
en el campo y su reticencia en Bath, leí sus cartas, su fervor y quise
relacionar las nimiedades que se saben y lo mucho que se ignora con los
libros de la distinguida y encantadora miss Austen. Como si
alguien que se dedica a escribir no debiera saber que la realidad es una
anécdota más entre las muchas que imagina un escritor. Así las cosas,
conseguí estar segura de que Elizabeth Bennet, el personaje esencial de Orgullo y prejuicio,
fue una mujer audaz que lo sigue siendo, como fueron y siguen siendo:
su mamá un soliloquio en voz alta, sus hermanas menores unas frívolas,
su papá un lector escéptico, su hermana mayor una suave y hermosa
criatura. Pero que no es de la biografía de Jane, sino de su talento, su
sentido del humor, su mirada y su imaginación, que salieron estos
personajes.
Pionera sonriente, Jane hizo su camino sin aspavientos, pero no creo
que ignorando la fuerza de su literatura. Jamás escribió nada en que
hablara de sí misma como la creadora de algo excepcional, pero tiene que
haber sabido que su prosa encantaba y era de una elegancia y de una
sonoridad nada usual. No creo que imaginara cuánto íbamos a quererla
doscientos años después, ni de qué modo sus libros iban a entrar por
nuestras casas en todos los idiomas y por todos los medios, haciéndonos
saber que la incertidumbre y la honradez, la fuerza de las convicciones y
la generosidad, siguen siendo actuales.
Los ojos de Jane Austen eran premonitorios.
Alguien creería que estoy loca si digo que fue una feminista, pero la
verdad es que ninguna de sus heroínas tuvo a bien suicidarse para salir
de un entuerto, mejor lo desafiaban como ahora se supone que debe
hacerse
Vivir en un pequeño pueblo, la patria y el destino de Jane Austen,
nos sucede a todos. Cualquier mundo es un pañuelo y en cualquier lugar
la gente va haciendo la vida diaria mientras elige o abandona. Como en
los libros de Jane Austen. Por eso fascina el irónico deseo de lo ideal
que hay en sus historias. Por eso es posible imaginar que se parecen a
las nuestras.
Gente que tiembla con los preparativos de una fiesta, que ve los
viajes como expediciones y los noviazgos como una duda entre dos
templos, habrá en todos los tiempos. Personajes como esos que creían en
que la confusión tiene remedio y por su causa eran capaces de meterse en
lo inaudito, sigue habiendo. Sobre todo, gente con ojos capaces de
imaginar el destino como algo en lo que uno puede incidir, es tan
crucial ahora como fue entonces.
Los ojos de Jane Austen eran premonitorios. Alguien creería que estoy
loca si digo que fue una feminista, pero la verdad es que ninguna de
sus heroínas tuvo a bien suicidarse para salir de un entuerto, mejor lo
desafiaban como ahora se supone que debe hacerse. Y se hacían dueñas de
sus vidas por obra y gracia de su santa voluntad. Como la propia Jane.
Sola, mejor que mal acompañada. O como Elizabeth Bennet, excepcional y
drástica, sencilla y elocuente.
Escribir es un juego de precario equilibrio entre el valor y la
soberbia. También entre sus opuestos: el miedo y la humildad. A veces
ninguno alcanza para contarlo todo. Ahí mismo está el secreto de la
señorita Austen. Y su enseñanza: en ese equilibrio.
De tal secreto da fe Orgullo y prejuicio, la bendita novela que ahora cumple doscientos años, tan radiante y sabia como nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario