2.2.13

Ödön von Horváth: un hijo de su tiempo

De origen húngaro, ciudadano de Berlín y de París, fue, entre las dos guerras mundiales, uno de los grandes dramaturgos de lengua alemana. La publicación en español de una de sus novelas clave permite conocer un estilo a contracorriente de su época

Ödön Von Hórvath tuvo una muerte absurda en los Campos Elíseos, durante una fuerte tormenta.. Foto: Wikimedia Commons./adncultura.com

En su breve vida (1901-1938) Edmund Josef von Horváth, más famoso como Ödön von Horváth, escritor de lengua alemana y pasaporte húngaro, vivió de cerca la Primera Guerra Mundial, la caída del Imperio austrohúngaro, la hiperinflación alemana, la República de Weimar y el inicio del nazismo. Hijo de un diplomático también llamado Edmund, educado en un medio cosmopolita y semiaristocrático, Horváth fue un cabal ejemplo de la mitteleuropa plural: raíces magiares y croatas por el lado paterno, raíces checas y alemanas por el lado de su madre. Todo esto influyó no sólo en su gusto por los viajes, sino también indudablemente en su férrea desconfianza hacia "el concepto de patria, falseado por los nacionalistas", como llegó a afirmar.
Horváth tenía 24 años cuando se instaló en Berlín tras haber estudiado en Múnich. Estrenó allí sus primeras piezas de teatro ( El funicular o Sladek, soldado de la armada negra ), escribió guiones radiofónicos y publicó en diversas revistas los "Cuentos deportivos" que, en muchos casos, son microrrelatos que no desentonan al lado de los del ruso Daniil Jams. "El ejército tiene muchos puntos en común con el deporte", le haría decir casi una década después al narrador de su novela Un hijo de nuestro tiempo .
Ya había recibido el premio Kleist cuando, en enero de 1933, Adolf Hitler llegó al poder y esto significó la prohibición de sus obras teatrales. Entonces decidió instalarse en Viena. Fue la primera escala de una interminable emigración: de momento, en países de lengua alemana. Aunque era ciento por ciento "ario", Horváth se impuso a sí mismo un exilio crítico, sólo interrumpido por un retorno fugaz. Al parecer, en un principio supuso (lo mismo que otros intelectuales) que el nazismo tenía los días contados. Así que volvió con la idea de estrenar alguna obra, pero todo terminó abruptamente luego de que la policía alemana allanara su lugar de residencia. Para el poder, Horváth era un "autor degenerado". Sus libros fueron quemados.
Casi a la vez, Horváth se casó con la cantante judía Maria Elsner; el matrimonio duró tan poco que hoy no faltan quienes estiman que sirvió principalmente para que ella obtuviera la nacionalidad húngara y huyera así de la persecución nazi. En marzo de 1938, tras la ocupación alemana, Horváth dejó Viena y empezó la segunda fase de su exilio: muy corta, fuera ya de la órbita germánica.
En París, una noche de junio de 1938, Horváth fue a ver en un cine Blancanieves y los siete enanitos . Al salir, se disponía a encontrarse con un grupo de amigos, pero advirtió que se avecinaba una tormenta eléctrica y decidió interrumpir su caminata por los Campos Elíseos para refugiarse en un lugar que por muchas razones le inspiraba protección: el teatro Marigny. Minutos más tarde, al ganar de nuevo la calle, se le cayó encima un árbol (un castaño debilitado por algún rayo, seguramente) y lo mató en forma instantánea.
Todo estaba preparado para que en pocas semanas se mudara a Estados Unidos, donde habitaba un tío suyo y donde (tras un encuentro con Robert Siodmak, quien planeaba llevar al cine su novela Juventud sin Dios ) se imaginaba escribiendo para Hollywood. Antes de viajar a Francia, de paso por Ámsterdam, una especie de pitonisa le había predicho que su estadía en París sería decisiva. Supersticioso, Horváth había soñado que un inmenso árbol lo aplastaba en un bosque. Meses antes, había escrito cierta escena en la que unos de los personajes de Juventud sin Dios muere con el cráneo roto.
Amigo de Stefan Zweig, entre otros, Horváth pintó como pocos escritores la amargura y las contradicciones de la clase media alemana durante el advenimiento del nazismo. Las dos novelas que publicó en su último año de vida ( Juventud sin Dios y Un hijo de nuestro tiempo ), escritas de manera arrebatada, en apenas siete u ocho meses, brillan por su implacable laconismo y anuncian un mundo entonces inminente, en el cual el alma del hombre -puede leerse- "se volverá tan rígida como el rostro de un pescado". La próxima guerra, anticipa en boca de un personaje, será "más intensa, más violenta, más brutal" que todas las anteriores.
Se cree que Horváth recurrió a la escritura novelística porque (prohibido, perseguido por el nazismo) le parecía inútil concebir piezas teatrales que nadie representaría. Las dos novelas consisten en largos monólogos, pero Horváth no es Schnitzler: sus personajes, más que hablarse a sí mismos, se dirigen a alguien, como un actor ante el público.
El narrador de Juventud sin Dios (Jugend Ohne Gott ) es un joven docente a quien el director del colegio no le pide que corrija a un alumno si éste dice que los negros son infrahumanos, y sí, en cambio, le recuerda que su obligación es "educar para la guerra". Parte de la acción transcurre en una especie de campamento paramilitar donde se produce un crimen misterioso. En Un hijo de nuestro tiempo ( Ein Kind unserer Zeit , título que remite a Un héroe de nuestro tiempo , del ruso Lérmontov), un muchacho sin trabajo, un "hijo" de la Primera Guerra Mundial y de la crisis de 1929, se alista en el ejército, tentado por la idea de ganar dinero fácil, y conoce finalmente un mundo de horror y muerte. La simpleza de su soliloquio resulta engañosa. Horváth incorpora nociones del discurso del poder ("la guerra es una ley de la naturaleza"), las combina con tópicos que habrían fascinado al Flaubert coleccionista de lugares comunes ("cuando la patria va bien, los hijos van bien") y el resultado se revela escalofriante. Se trata, acaso, del primer retrato a fondo, desde la literatura, de un soldado de Hitler, aun cuando Horváth en ningún momento emplea la palabra "nazi" ni explicita el lugar o la época en que se desarrolla la acción.
"Hace falta que escriba este libro. ¡Es urgente! No tengo tiempo para escribir grandes novelas porque soy pobre y debo trabajar para comer... Yo también soy un hijo de nuestro tiempo", le decía en 1937 a un amigo. Ser directo. Enviar el mensaje con urgencia. Los amigos de Horváth recordaban que, en su juventud, éste había protagonizado una historia bastante insólita: estaba paseando por los Alpes cuando de súbito se topó con un hombre muerto hacía tantos meses que, más que cadáver, era casi esqueleto. Junto al muerto había, no obstante, un bolso intacto. Horváth lo abrió y halló una tarjeta postal: "Estoy pasándola muy bien", rezaba o algo semejante. Los amigos quisieron saber qué había hecho con la postal. "Fui al correo -les explicó- y la despaché. ¿Qué otra cosa podía hacer?"

El eterno pequeñoburgués

En 1930, siete años antes de sus más célebres obras en prosa, Horváth publicó El eterno pequeñoburgués , su tercera novela (la primera en orden cronológico) que hasta el presente permanecía inédita en castellano y que acaba de rescatar la editorial española Marbot, con traducción de Isabel García Adánez. Klaus Mann afirmó que Horváth era, en esencia, "un notable contador de historias". La novela presenta tres relatos independientes, aunque entrelazados. El primero, el más extenso y jugoso, se titula "El señor Kobler se vuelve paneuropeísta" y narra el viaje del tal Kobler a la Exposición Universal de Barcelona, en 1929, gracias a 600 marcos que ha obtenido con la venta de un coche que no vale, en realidad, ni un céntimo. El episodio tiene ecos biográficos: el propio Horváth embolsó en 1929 un anticipo de 600 marcos de una editorial de Berlín y concurrió a la Exposición Universal. Kobler se llena la boca asegurando que viajar abre los horizontes culturales, pero en verdad sueña con conocer a una rica heredera (una "egipcia millonaria", eso imagina) que lo salve económicamente. El relato es todo lo opuesto a un bildungsroman . En el viaje, Kobler no aprende nada. Mientras que Horváth tenía por entonces una clara posición ideológica (simpatizante de la izquierda democrática y del pacifismo), Kobler no hace más que "amoldarse cobardemente", como sostiene el autor en una especie de advertencia inicial.
Así como en Barcelona (según Kobler) "se expone el mundo entero", la travesía ferroviaria es una suerte de exposición panorámica de Europa: un austríaco se jacta de haberle dado "una paliza a un judío", en Italia sube al vagón un supuesto espía de Mussolini, la escala en Marsella es ante todo prostibularia. El viaje ofrece, de paso, una galería de personajes extravagantes, pero en un nivel superficial: un maniático de la higiene que les pasa el plumero a las estatuas, un vendedor de boletos que sabe de memoria los horarios de los trenes de Europa.
Los otros dos relatos ("La señorita Pollinger se vuelve práctica" y "El señor Reinthofer se vuelve altruista") completan un cuadro que Horváth, con razón, considera "entre dos épocas": se habla aquí de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial ("Europa occidental se ha vuelto notablemente más burguesa desde que ganó la guerra", proclama un personaje, "no quiero imaginarme lo que será cuando los europeos occidentales se den cuenta de que, en el fondo, han perdido") y se anticipa que "la guerra mundial del futuro será aún más escalofriante".
Horváth muestra los primeros signos del fascismo, pero el libro es, asimismo, una reflexión de curiosa actualidad acerca de la ardua unión de Europa o, como prefiere Horváth, del "paneuropeísmo". "Va ser difícil que nos entendamos porque nadie se fía del otro y cada cual se cree el bribón más grande." El "entendimiento" de Europa es tan leve como el de los personajes del libro: el señor Reinthofer tiene un encuentro con la señorita Pollinger, quien fue una fugaz amante de Kobler. Pero la cosa apenas pasa de allí. "La mayoría de la gente era un número a la que todo le daba igual", leemos. El mundo se acerca a una catástrofe mientras el señor Kobler mira por la ventanilla del tren y la señorita Pollinger se refugia en el cine.
Diversos estudiosos de la obra de Horváth (entre ellos, la francesa Florence Baillet) han caracterizado su estética como opuesta al pathos expresionista. El narrador de El eterno pequeñoburgués es distante, apenas interviene. Pero sabe más que los personajes, no esconde su escepticismo ("el autor no aspira siquiera a la esperanza de que estas páginas suyas puedan influir") y adopta con frecuencia un tono burlesco: "La viuda se quejaba de sus dolores ^[...] Un médico decía que tenía lumbago; otro médico, que tenía un riñón flotante; y un tercero, que debía tener cuidado con la digestión. Lo que decía un cuarto médico no se lo contaba a nadie".
Aunque la llegada de la Segunda Guerra Mundial hizo que Horváth cayera en un relativo olvido, los escritores de posguerra se reconocieron en su aparente objetividad que hace pensar, por momentos, en el novelista inglés Henry Green y que mucho le debe al teatro. En 1968, Peter Handke escribió que Horváth era "mejor que Brecht". Elogió su "desorden y su emoción no estilizada", pero ante todo "sus frases locas, que ponen en evidencia los saltos y las contradicciones de la conciencia, como solamente encontramos en Chéjov y en Shakespeare".
Los saltos y "sinuosidades" que subraya Handke aparecen a las claras en El eterno pequeñoburgués , narración episódica sin un claro personaje central, novela cuyo distanciamiento le valió una suerte de reprimenda de Heinrich Mann, quien estimaba que Horváth era "frío", como el resto de su generación. "A nosotros, a los escritores de la generación de la posguerra, no dejan de repetirnos que carecemos de alma [...] No creemos en el alma porque no creemos en el sacrificio", fue la respuesta de Horváth en 1930.
La negativa al sacrificio es lo que, en última instancia, parece narrar Un hijo de nuestro tiempo , pues el soldado, después de sacrificar su individualidad en la masa militar, clama ya cerca del final de su soliloquio que aborrece a quienes desprecian al individuo. A pesar de su antisentimentalismo, también en El eterno pequeñoburgués Horváth se aferra a los indicios de esperanza: "Había empezado a creer que en el mundo solo existía el mal y ahora vivía un ejemplo de lo contrario; un ejemplo menor, eso sí, pero a pesar de todo una señal de que la cultura y la civilización humanas son posibles".

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