12.7.10

Tiempo de Mundial, tiempo de fábula

Puede acudirse al mito del eterno retorno o al marxista Lefebvre para argumentar, una vez más, que el fútbol mundial, como un rito, logra gobernar toda la vida social y suspende, por un período acotado, la muerte

TODO PASA y todo queda. El Mundial es un rito, pero en el rito no hay futuro. En la realidad, sí.foto.fuente:Revista Ñ

Mañana se juega la final del Mundial. El lunes el tiempo volverá a su eje y de nuevo tendrá el ritmo de las rutinas. Esta afirmación, que es puro parafraseo, supone cierta tradición escolástica mucho más interesante que la que el contexto más bien efímero de los medios de comunicación es capaz de sugerir. Así leído, parece una perogrullada. Acaso lo sea, pero (des) o (re) contextualizada podría obtener otro estatuto de legitimidad.

Marcelo Pisarro
"Hoy se juega la final del Mundial –escribió hace cuatro años la ensayista Beatriz Sarlo–. Mañana el tiempo volverá a su eje y de nuevo tendrá el ritmo de las rutinas. El Mundial, en cambio, sucede en un tiempo excepcional, como la semana que transcurre entre Navidad y Año Nuevo, o como los carnavales en los lugares donde esa fiesta es verdaderamente significativa y no un descubrimiento más o menos turístico de una tradición perdida. El Mundial se desarrolla en un tiempo espeso y cargado de adivinaciones, caracterizado por un suspenso eléctrico que en cualquier momento se corta abruptamente".

Que el Mundial se trata de una fiesta periódica, y que una fiesta periódica supone una particular percepción del tiempo, es una premisa coloquial que podría sostenerse en diversas fuentes doctas. Podría hablarse del mito del eterno retorno (la regeneración colectiva de la sociedad a través de la repetición del acto cosmogónico, de las hazañas paradigmáticas que denuncian una ontología original), o podría desempolvarse el rico registro etnográfico sobre los sistemas de intercambio de las festividades ceremoniales tradicionales (el potlatch o el kula, por nombrar los más conocidos). Podría también retorcerse lo suficiente a Martin Heidegger, Arthur Schopenhauer, Thomas Mann, Marcel Proust, Friedrich Nietzsche, la ley de Weber-Fechner, la ecuación del campo de Albert Einstein o la segunda ley de la termodinámica para forzarlos a decir lo que uno necesita que éstos digan. Los recursos teóricos son variados cuando los escrúpulos epistemológicos están prostituidos.

Por eso podría pensarse en Henri Lefebvre, sociólogo y filósofo marxista francés nacido en 1901 y fallecido en 1991. Lefebvre fue un lúcido estudioso de la vida cotidiana, y si el Mundial supone una ruptura con la misma, nada mejor que forzar sus textos para hacerlos decir lo que uno necesita que éstos digan. En La proclamación de la Comuna, publicado en 1965, Lefebvre, ya expulsado del Partido Comunista por hereje y charlatán, ya enredado con los situacionistas de Guy Debord, escribió: "Un fenómeno total, a la vez económico, sociológico, histórico, ideológico, psicológico, etc. Este fenómeno total contiene en sí su unidad histórica; el conjunto buscado por el conocimiento se encuentra incluido y se descubre allí. En tanto fenómeno total, parece inagotable, y lo es".

Se refería a las revoluciones en general, y a la Comuna de París de 1871 en particular, pero había allí una idea. Los ecos maussianos no aparecían sólo para darle color a la praxis marxista, sino para indicar que un hecho social total –una revolución o un espectáculo deportivo devenido en baratija de mercado– absorbe cada elemento de la vida cotidiana con el fin de "erigirse en medida y norma de la realidad humana". Se trata de un hecho específico que es capaz de relacionarse con todos los demás hechos específicos y hacerlos bailar a su ritmo, un ritmo siempre espeso y lleno de adivinaciones. Un ritmo siempre capaz de hacerte trastabillar y caer.
Lefebvre había regresado a 1871 para rescatar una imagen que a mediados del siglo XX parecía olvidada: la revolución como fiesta. "La metamorfosis de la vida cotidiana en una fiesta sin fin, en una alegría sin otro límite ni medida que la fatalidad de la muerte, ella misma indefinidamente postergada".

Si el tiempo del Mundial es el tiempo de la fiesta como hecho social total, entonces, mientras se prolonga, todas las categorías de percepción temporal quedan –por emplear una bella antigualla– descuajeringadas. Es el tiempo de una celebración donde el resultado de un encuentro deportivo se convierte en cuestión de vida o muerte; donde cada aspecto de los quehaceres diarios está, si no sometido, sí embebido de esa celebración. La estructura temporal de la vida cotidiana es atraída por el centro de la fiesta; se distorsiona, se deforma, avanza a un paso entre atropellado y estacionado, se corre de su eje: se descuajeringa. Mientras dura, la fatalidad de la muerte –la fatalidad de la vida de todos los días, la vida de pagar impuestos, trabajar, estudiar, hacer compras, no hacerlas, cumplir horarios, preocuparse, ser responsable, perder la esperanza, ver desmoronarse los sueños: la vida sin Mundial, la vida sin fiesta, la vida miserable y triste que estamos obligados a llevar a fin de comprender la excepcionalidad de los tiempos espesos de las grandes celebraciones– queda indefinidamente postergada. Es un tiempo en el que ninguna otra medida temporal puede penetrar. Es el tiempo de la fiesta. El tiempo de poner entre paréntesis el tiempo.

También el espacio se descuajeringa junto al tiempo festivo del Mundial. Todas las metáforas que hicieron furor en las últimas décadas (mundo globalizado, territorio desterritorializado, cultura mundializada) parecen convertirse en "realidades hasta cierto punto palpables" (la expresión es de Pierre Bourdieu). Toda nación es una comunidad política imaginada? propuso el historiador Benedict Anderson? porque sus miembros jamás conocerán a sus compatriotas, no los verán ni oirán de ellos, pero aun así tendrán una imagen de su existencia en comunión. Vivirán bajo circunstancias similares, estarán sometidos a los mismos estímulos. Y durante el Mundial esta idea de comunidad imaginada se extiende a un territorio que excede los límites del estado-nación. Los cronistas deportivos lo repiten: la fiesta mundialista se disfruta en todo el globo, la fiebre por el fútbol no conoce fronteras. La fuerte función metonímica de los medios de comunicación otorga consistencia a esa comunidad mundial imaginada: la parte funciona por el todo. Una sociedad de fomento italiana de Villa Urquiza ocupa el lugar de todo Italia, la embajada brasileña toma el sitio de todo Brasil, un colegio del barrio de Flores con alumnos coreanos ocupa el lugar de todo Corea (de todo Oriente). Se suman imágenes de hinchas ondeando banderas en diferentes ciudades y continentes, relatos en diversos idiomas, titulares de periódicos en distintas lenguas. Todo el mundo, en simultáneo, está viviendo lo mismo. ¿A que no provoca escalofríos?

Pero hasta aquí podría forzarse toda analogía conceptual amparada en el descaro epistemológico. La revolución y los revolucionarios –destacó Lefebvre– luchan siempre por un porvenir, pues "el día que siguiera al alba revolucionaria iluminaría una vida profundamente transformada". No hay acción sin proyecto, y los elementos del proyecto se encuentran en el trayecto. Nada de esto se aplica al tiempo festivo descuajeringado de la fiesta del Mundial. No hay porvenir, ni iluminación, ni vida transformada. Es un fervor que, a diferencia de las revoluciones que soñó Lefebvre, sólo halla sanción mientras sucede. La fiesta dura lo que dura la fiesta. Al día siguiente tiene algo de ajeno, algo de irreal. La lógica del Mundial sólo puede aprehenderse mientras está en marcha. Luego el fervor pasa, la emoción cesa, el momento queda atrás. El lunes el tiempo vuelve a su eje y recupera el ritmo de las rutinas: la vida miserable y triste que estamos obligados a llevar a fin de comprender sus excepciones.

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