29.6.12

Los fracasos del éxito

En un balance irónico, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger recuerda los fiascos y frustraciones de su carrera

Confieso que he fallado. En su libro: Mis traspiés favoritos, Enzensberger cataloga sus reveses en poesía, cine y televisión. foto. fuente: Revista Ñ.

Pasados los ochenta, Hans Magnus Enzensberger decidió asumir con humor el momento del inevitable balance de su carrera como escritor, en la que no escasean logros en los distintos géneros que, siempre con gran originalidad, abordó a lo largo de su vida. El relato de sus reveses y frustraciones profesionales son el tema de su último libro, Mis traspiés favoritos, seguidos de un almacén de ideas, aparecido después de El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela, un ensayo breve (forma de la que es un maestro) sobre las iniquidades de la Unión Europea, y de otra obra (también traducida por Anagrama), Hammerstein o el tesón, “de la que es difícil decir si es una biografía, una investigación histórica o una novela”, como explica con justicia aquí, consagrada a una curiosa figura histórica.
Kurt von Hammerstein, noble y conservador, fue un general alemán que se mostró hostil al nazismo desde antes del ascenso de Hitler. Las simpatías de sus hijas por el comunismo eran conocidas. Llegó a arrancarle al mariscal Paul von Hindenburg la promesa de que jamás nombraría a un cabo austríaco al frente del Estado prusiano, y renunció como jefe del estado mayor cuando los nazis tomaron el poder. Conspirador, falleció antes de que los conjurados de 1944 atentaran ese año contra Hitler y fueran eliminados por la represión.
Hammerstein o el tesón resultó un éxito, pero en Mis traspiés favoritos Enzensberger se ocupa más bien del abortado proyecto por llevarlo a la pantalla. Cronológicamente, fue quizá el último fiasco, pero no el primero ni el principal de su dilatada trayectoria.
La lista de reveses abarca, como su propia producción, casi todos los registros: poesía, narrativa y traducción, guiones y libretos, proyectos para la televisión y la radio, la ópera y el cine.
Los traspiés en cuestión no tienen todos ni la misma jerarquía ni el mismo impacto. La biografía diferencia entre los dolorosos resbalones de un primerizo y los de un profesional curtido que los asume con distancia irónica, porque se integran a la ridiculez general del mundo en el cual se mueve. Según aclara este poeta alemán, también hay que distinguir los tropiezos específicos de cada rubro.
El naufragio de un libro se disuelve en el tiempo y así atenúa la penuria que genera. Tras una breve, aunque quizá lacerante, exposición a la crítica, sobreviene un lento, discreto olvido del público. El malhumor del editor no es nada comparado a los derrumbes teatrales, cuyos efectos son fulminantes. El desaliento o el resentimiento contagian a todo el grupo la noche de un fallido estreno o tras una penosa primera semana en cartel. El público y los actores están allí, frente a frente. Cada integrante de la troupe se formula la amarga pregunta: “¿quién tuvo la culpa?”, y tiende a dirigir su índice lejos de sí mismo. En el catálogo de ruinas, la obra que se levanta después de la primera función es la que produce los mayores flagelos.
Existen planes que se hunden antes de comenzar, o que se terminan evaporando durante las tratativas preliminares. Otros, en cambio, estallan en las negociaciones donde se mezclan el dinero de los hombres de traje y el ego hipertrofiado de los artistas; o arden lentamente en las combustibles luchas entre guionista y director, o entre éste y el equipo. En ocasiones el arte se rinde a las inclemencias de la biología y la muerte de alguna persona esencial para el desarrollo de un proyecto lo arrastra consigo a la nada. Una quebradura de la estrella cancela a último momento una puesta llamada a convertirse en un suceso artístico y comercial. Irónicamente, se trataba de una versión de Jacques, el fatalista.
La producción de los programas y las películas aporta a la literatura un género tan importante como secundario, de letra equívoca y fría: el contrato. Allí es donde cualquier gran escritor experimenta la fragilidad de su otro yo jurídico: el autor. La singularidad alemana del asunto consiste en que Enzensberger apenas deja asentada alguna queja sobre el cumplimiento de los honorarios pactados. Una versión latina de Mis traspiés favoritos abundaría en reclamos.
La arbitrariedad de los fervores parece, en cambio, algo universal. Ideas impracticables, para sorpresa de los creadores, pueden entusiasmar hasta el delirio a los financistas, mientras que otras, promisorias y realistas, suelen ser rechazadas en nombre de un indiscutible sentido común profesional. La última sección de Mis traspiés favoritos acumula propuestas y borradores que han quedado en el cajón. El autor los ofrece a quien quiera aprovecharlos y promete que no exigirá compensaciones económicas.
Integrante de una generación de luminarias de la literatura alemana, Enzensberger relata también el frustrado intento de lanzar una revista literaria, cuyo primer título fue Aleluya, pero que terminó llamándose Gulliver.
El nombre es todo lo que quedó de ella, pese a los esfuerzos de su colega también alemán Uwe Johnson y el apoyo de Günter Grass, Martin Walser e Ingeborg Bachmann. El plan llegó a concitar interés en Francia e Italia, agrupando a figuras como Jean Genet, Roland Barthes y Maurice Blanchot; Calvino, Moravia y Pasolini, en lo que pudo haber sido un formidable foro internacional de experimentación y crítica.
Los manuscritos olvidados y las revistas imaginarias representan, por supuesto, asuntos relevantes para cualquier historia literaria, y Enzensberger contribuye al capítulo alemán con su libro. Pero el fracaso no suele tener quien le escriba.

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