Según esta diatriba, corren tiempos oscuros para la literatura, o más bien, para el mercado del libro. Las novedades editoriales y los concursos literarios están cada día más atrapados en las garras de un negocio desalmado
Con concursos y sin ellos, el verdadero escritor escribe porque es como si respirara./cartelurbano.con |
Nuestras instituciones culturales se
estaban demorando en adaptar a sus lógicas las manías y estrategias que
gobiernan medio mundo: buscar ganancias a ultranza, pues también el
arte debe producir beneficios económicos, ojalá grandes, porque es un
negocio como el de la telefonía móvil o el de la ropa. Este desgraciado
afán de buscarle lucro hasta a las más altruistas actividades del
espíritu se ve diáfano, en todo su descaro, al observar las
convocatorias de premios literarios organizadas por el ministerio de
cultura y por entidades privadas como la universidad EAFIT de Medellín.
Les ofrecen plata (prefieren llamar “estímulos” a estas recompensas, de
manera que no se note la transacción comercial) no a obras inéditas, ni a
esfuerzos personales de escritores en combate con las palabras y con
las excluyentes editoriales. No. Ponen en puja –bajo la citada promesa
de dinero– a libros ya publicados, sabedores del sacrificio que implica
llegar a una editorial, más si es todopoderosa, tipo Planeta o Random
House Mondadori, convencer a un editor para que crea en un libro y lo
publique con la condición, por supuesto, de que será un éxito en ventas y
celebridad. Les dan los galardones solo a aquellos que consigan
mantenerles sus negocios.
Al echar a andar este tipo de
concursos, las organizaciones culturales se aseguran por una parte de
que jamás se les vayan a colar plebeyos o atrevidos dispuestos a
presentar propuestas literarias renovadoras, ajenas al gran mercado. Los
desinflan de entrada enviándoles un espeluznante mensaje: “Si usted
escribe literatura lo mejor es que se acomode a las políticas de las
editoriales y escriba un posible triunfo comercial”. A las editoriales
contemporáneas les interesan más los billetes que las obras de
vanguardia o las osadías experimentales. Aquí se le apuesta a quien
narre o muestre, con la crudeza suficiente, situaciones que den
dividendos generosos: narcotráfico, violencia venal, chismes de alcoba.
Por otra parte, premiar libros
publicados garantiza mantener el mercado, quizás fortalecerlo. Casi
podría asegurarse que el ministerio de cultura o EAFIT saben con amplia
anticipación a quiénes van a premiar. Las editoriales sólidas, las que
pueden participar en concursos de esa clase, son más bien pocas. Y los
libros que ponen a concursar de seguro cumplen con los requisitos
necesarios: buena estampa si quieren ser difundidos en ferias del libro,
temáticas que logren entender por igual un snob y un lector por debajo
del promedio (en Colombia ya bien bajo), capacidad de ser adaptado al
cine o a la televisión y cara bonita de quien lo escribe.
Es un negocio redondo. Los inmensos
grupos económicos que manejan a las editoriales como lo haría un
titiritero experto jamás van a arriesgar su dinero y su prestigio
publicando libros cuyo contenido no sea aceptado por el gran público, es
decir, por los consumidores. Obligan a los entes del estado y a otros
entes al bajísimo propósito de promocionar, de vender nimiedades fáciles
de tragar. Si un modelo creado por ellos mismos, por ejemplo esa
narrativa ligera que fabrica el autor de Rosario Tijeras, Jorge Franco,
les funciona no solo en librerías sino en almacenes de cadena, colegios y
baños públicos van a buscar como sea incrementar, extender sus redes
hasta ahogar cualquier literatura compleja, valiente o lúcida.
Lo paradójico, lo formidable de
todas estas burdas ofertas mercantiles es que se seguirá intentando
escribir óptima literatura, a despecho de los torneos del ministerio y
de EAFIT. Lo quieran o no, se den por enterados o no los supuestos amos
del arte literario, novelas de gran calado, poesía importante, ensayos
que nos develen seguirán saliendo a las calles, en ediciones
independientes, con la luz del bajo presupuesto, leídos (no consumidos)
por grupos pequeños y fieles de lectores. Los ingenuos comerciantes que
acaparan cualquier subsidio o ayuda en metálico olvidan o ignoran que
las obras perdurables han sido siempre patrimonio de minorías.
Ya pueden los honorables
funcionarios y mercaderes seguir lanzando cuanto concurso se les ocurra.
Ya pueden continuar en su labor depredadora, brindando estímulos a sus
amigos y a los que les aseguren millones de dólares y de pesos. En este
país se continuará escribiendo, publicando, leyendo honestamente, aunque
estas actividades las desempeñen dos o tres gatos.
El tiempo, sabio juez, comprobará
que el autor minoritario de hoy, despreciado en injustas eventualidades
coordinadas por monopolios, fracasado en ventas, sin reconocimientos,
sobrevivirá. En cambio, el famoso y aplaudido de estas épocas será
olvidado como la estrella fugaz que es en realidad. Casi se trata de una
constante aquí y en toda tradición literaria de peso notable: quedan
Proust, Kafka, José Asunción Silva y nadie recuerda ni los nombres de
quienes brillaban mientras a esos maestros les volteaban la espalda.
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