Por: Juan Gabriel Vásquez
HACE UNOS DÍAS ESCRIBÍ, PARA UN periódico español, un artículo sobre la situación actual de la novela francesa.
En mi texto me ponía a recordar una portada de la revista Time que generó un debate casi violento hace un año y medio: se trataba de la imagen del mimo Marcel Marceau sosteniendo una flor con expresión de profunda tristeza, y, al lado del mimo, el siguiente titular: “La muerte de la cultura francesa”. El titular era una exageración y una caricatura, pero en el fondo latía una preocupación que nos ha embargado a los francófilos durante varias décadas: ¿en qué anda la novela francesa? En el país de Flaubert y Stendhal y Balzac, que básicamente inventaron, junto con sus contemporáneos rusos, el arte de la novela moderna, ¿en qué andan los novelistas?
Después del estallido inverosímil del siglo XIX Francia fue todavía capaz de ver a Proust primero y a Céline después y a Camus más tarde. Y luego está el fenómeno del Nouveau roman, la nueva novela francesa cuyo manifiesto salió hace unos cincuenta años de la mano de Alain Robbe-Grillet. Y bueno, ya se sabe lo que suele pasar con los manifiestos: o envejecen ellos o envejece lo que manifiestan. Eso que se llamó Nueva novela francesa produjo, como casi todas las escuelas con teoría previa, una práctica que sólo interesaba a los practicantes o a quienes aspiraban a ser uno de ellos; produjo también un ambiente de secta que casa muy mal con la literatura de verdad, uno de los pocos lugares en el mundo adonde uno va para que no le digan cómo tiene que comportarse (cómo tiene que leer, cómo tiene que escribir). La nueva novela francesa, en su repudio de la historia y los personajes, se convirtió muy rápido en un experimentalismo vacío y más bien fútil, lo más parecido a una masturbación intelectual. La mala noticia fue que su influencia fue fuerte; la buena noticia es que esa influencia lleva un par de décadas en franca recesión, y hoy ya casi ha desaparecido por completo.
La literatura francesa que se escribe hoy es lo contrario del ejercicio ególatra y a fin de cuentas inconducente de la Nueva novela. La identificación de la literatura francesa con una manera más o menos sofisticada de mirarse el ombligo es cosa del pasado, y los novelistas de hoy suelen estar dispuestos, como los grandes de antes, a que sus ficciones nos traigan noticias del mundo. La concesión del Nobel a Le Clézio, un viajero incansable que habla varias lenguas y ha vivido en varios continentes, es la punta del iceberg: debajo del agua hay una cantidad nada despreciable de novelistas que vuelven a mirar hacia fuera, y eso se debe en parte a que muchos de ellos vienen de fuera: de Afganistán, como Atiq Rahimi, o de Estados Unidos, como Jonathan Littell, o de Rusia, como Andréi Makine. Y eso por no hablar de los novelistas de las ex colonias, como el extraordinario Patrick Chamoiseau, o de tránsfugas como Milan Kundera: gente de orígenes mestizos cuya lengua francesa es producto del mestizaje. Así las cosas, no sorprende que los mejores, entre los nacidos en el hexágono, sean los que han vuelto a mirar hacia fuera: Olivier Rolin, que escribe sobre franceses en Sudán o Tierra del Fuego, o Jean Echenoz, que escribe sobre atletas checos. Con ellos, la novela francesa ha vuelto a ser lo que fue.
Y eso es una buena noticia.
elespectador.com
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