9.4.13

Coetzee:"Mi Cape Town no tiene la magia de Macondo"

Se declara feliz de venir al país, habla de García Márquez, de Álvaro Mutis, de por qué no le interesa la política y hasta de su afición al ciclismo

J.M Coetzee junto a Tamara Peña e Isaías Peña,  días antes de que el Nobel surafricano viajara al Seminario que está pasando en la Universidad Central de Bogotá./elespectador.com

Hasta el año pasado era un imposible pensar que viniera a Colombia John Maxwell Coetzee, el que a ojos de los expertos en literatura es el escritor vivo más importante del mundo y el menos mediático. Quienes se habían atrevido a invitarlo, como los directivos del prestigioso Festival de Poesía de Medellín, han recibido varias negativas suyas. Basta recordar que el Premio Nobel de Literatura 2003 no asistió ni a recibir el Premio Booker dos veces —Vida y época de Michael K. (1983) y Desgracia (1999)—, el más importante de la literatura inglesa. Envidia sentimos sus lectores cuando en septiembre de 2010 por fin aceptó venir a Suramérica, pero sólo para un par de lecturas en Chile y Argentina, mientras en Colombia dos semanas antes la Universidad Central le había dedicado un seminario durante su tradicional Noche de Narradores. (Vea la programación del seminario)
Sin embargo, primero la casualidad familiar y luego la convicción profesional del maestro Isaías Peña Gutiérrez, director del pregrado y el posgrado de escritura creativa de la Central, causaron el milagro. Tamara, su hija, decidió estudiar una maestría en Políticas Públicas y Administración, en Carnegie Mellon University, Australia, justo en Adelaide, ciudad que el escritor sudafricano escogió para terminar su vida y obra. Allí, en Adelaide University, Coetzee tiene una austera oficina para sus necesidades académicas, aunque ya no es profesor.

Cuando ella se enteró de que la oficina 523 del edificio Napier figuraba en el directorio como el despacho del John Coetzee real, el escritor más admirado por su padre, no dudó en ir para pedirle un autógrafo a una edición en inglés de Juventud, donde cuenta el tránsito de un joven sudafricano, que vivió la época del apartheid, a Londres, para intentar encontrarle rumbo a su vida entre ordenadores de IBM, novias, literatura e incertidumbre. Es una de las novelas más autobiográficas junto a Infancia y Verano, reeditadas ahora en el volumen Escenas de una vida de provincia.
Tamara reconstruyó mejor lo que pasó después: “En 2010 pensé que tanto el pequeño zaguán de acceso como la puerta misma parecían corresponder a un cuarto auxiliar y no a la oficina del Premio Nobel de Literatura, J. M. Coetzee. La entrada era oscura, casi escondida; la puerta de color gris lucía mal pintada. Recuerdo que aquella vez dudé si debía o no llamar a la puerta. Las dos opciones que surgían ante mí eran intimidantes: o bien podía abrir la puerta el conserje, quien tal vez no sabría darme razón del escritor, o J. M. Coetzee en persona. Su fama de persona retraída y poco dada a la figuración me hacía imaginar que abriría la puerta y ante mi impertinente solicitud se libraría de mí con desdén. ¡Qué caray!, me dije, si me dice que no, al menos lo habré intentado. Toqué una, dos veces a la puerta. Nadie abrió.
Me quedan dos medios más, me dije tras dejar la oficina atrás. Lo llamé, pero el número correspondía a la recepción del Departamento de Inglés y Escritura Creativa. Mi única opción restante era el correo electrónico. Revisé casi cada hora mi cuenta de correo durante los siguientes tres días de haberle enviado una carta. Nada. Ninguna respuesta. Imaginaba yo que mi mensaje apenas habría tocado su bandeja de entrada antes de ir a parar, junto con otros muchos similares, a la carpeta de elementos eliminados, así que dejé de revisar mi cuenta y me sumergí en mis estudios de maestría.
Ya había perdido toda esperanza de respuesta cuando diez días más tarde leí su correo. Estaba fechado el sábado 27 de noviembre. Me pedía que dejara el libro en su casillero de la universidad, antes del mediodía del lunes 29. Y yo estaba leyendo su correo el martes, al final de la tarde. Mi inmensa alegría al ver su mensaje se transformó en pánico cuando pensé que había dejado pasar una oportunidad irrepetible.
Dos años después (2012), la firma de ese libro nos tenía ahora a mi padre, a mi madre y a mí parados frente a esa puerta gris, en ese casi oculto zaguán. Pero esta vez la puerta estaba entreabierta. Mis padres viajaron a Australia para acompañarme durante la ceremonia de grado. Mi papá había traído consigo, sin tener certeza alguna sobre un posible encuentro con J. M. Coetzee, el número 66 de Hojas Universitarias con un artículo de Joaquín Peña Gutiérrez sobre él, un ensayo inédito escrito por Germán Gaviria, una crónica de El Espectador de Nelson Fredy Padilla (“Coetzee subtitulado en español”), un video y un afiche de cuando en Noche de Narradores se abordó su vida y obra, media libra de café Montañita y otra de San Isidro, del sur del Huila. Todo eso para entregárselo como obsequio en caso de un probable encuentro.
Al llegar a Adelaide, mi padre decidió escribirle sin intermediación mía a Coetzee. En ese correo electrónico, escrito en español —porque teníamos la sospecha de que entendía el idioma—, le decía sobre su deseo de entregarle ojalá personalmente esos materiales. Cabía, por supuesto, la posibilidad de que él, una vez más, nos solicitara dejar lo mencionado en su casillero. Al día siguiente recibimos su respuesta en inglés. Aceptaba vernos el lunes a las 11:00 a.m. en su oficina de la universidad.
El encuentro (lunes 3 de septiembre) lo revivo en presente: llevamos media hora dando vueltas por el primer piso del edificio Napier. No queremos que se nos haga tarde. Subimos al quinto piso cuando faltan diez minutos. La puerta de la oficina 523 se encuentra entreabierta. Quiero asegurarme de que estamos frente a la oficina correcta y toco cuando aún faltan cinco minutos. Una figura delgada se recorta contra el chorro de luz que se abre paso. Es él. Habla quedo. Los movimientos de sus manos dan volumen a su voz mientras nos indica dónde sentarnos. Mi padre queda enfrente suyo, mientras mi madre, Clara Betty, está sentada a su izquierda y yo a la derecha. Voy a ser la traductora en este encuentro.
Estoy nerviosa. Estamos nerviosos. Incluso él, creo. Mi padre, con una voz que le robaba a la emoción y al nerviosismo, le pregunta sobre cuál es la correcta pronunciación de su nombre. —Kuut-see —dice él. Mi padre, entonces, empieza a hablar sobre los materiales que ha traído y los va poniendo con tranquilidad sobre la mesita de centro. Yo traduzco y traduzco de dos formas, porque busco en sus gestos un mínimo signo que me diga algo sobre sus pensamientos. Nada. Inmutable. Indescifrable. Muy inglés, si se me permite decirlo.
Mi padre abre con una caricia las páginas de Hojas Universitarias mientras va contando sobre los autores de los artículos. Coetzee pregunta sobre su contenido y agradece con sencillez. Comenta que ignoraba que su obra fuera de tanta aceptación y estudio en Colombia, y parece complacido. Mi padre le pregunta si toma café. Él asiente con un leve movimiento de cabeza y mi papá le entrega la media libra de Montañita y la otra de San Isidro. De repente, una tímida e inesperada sonrisa nace de sus labios y transforma su rostro. Y veo, por primera vez, un signo de emoción en él. Casi puedo escucharle decir ‘No se hubieran molestado’.
Dos propósitos tenía en mente mi padre al contactar a Coetzee. El segundo estaba supeditado al logro del primero, que era, como se adivinará, entregarle ojalá personalmente los textos traídos de Colombia. El segundo era un acto de fe. Como ya dije, Coetzee es famoso por evitar actos públicos. Se afirma incluso que apenas se le ha visto pronunciar palabra en eventos sociales, y es alguien a quien, en definitiva, no lo seduce el brillo de la fama. Tal era el hombre que estaba enfrente de nosotros.
En un gesto sorpresivo, toma una copia de la última edición de Escenas de una vida de provincia, la autografía y nos la entrega. Mi padre, entonces, sin mayores preámbulos, le dice a manera de pregunta y comentario si consideraría ir a Colombia en una visita académica invitado por la Universidad Central. Él pregunta si conocemos el Festival de Poesía de Medellín. No traduzco la pregunta a mis padres, y más bien me apresuro a contestar que por supuesto, que es una institución en Colombia, un evento de renombre internacional que ha llevado al país importantes escritores del mundo.
—Yo he declinado sus invitaciones —dice él.
Siento que las fuerzas se me van. Interpreto sus palabras como una negativa. Es apenas la introducción a una respuesta que mi imaginación ya elabora.
—Sí, podemos discutirlo —dice, mientras asiente con suavidad.
En mi incredulidad, contrapregunto para confirmar que he entendido bien su respuesta.
—Sí, es posible —reafirma.
Traduzco todo a mis padres, con rapidez y emoción”.
Coetzee es opuesto social y literariamente al Nobel 2008, el francés J. M. G. Le Clézio —entrevistado en estas páginas la semana pasada como invitado estelar de la cercana Feria del Libro—. Uno parco, introvertido, no hosco ni arrogante como algunos lo imaginan, y siempre definido como “pesimista”. El otro abierto, sociable y hoy en línea “optimista”.
No hay forma de decir que uno es mejor que el otro. Al sudafricano lo siento más cercano espiritual y literariamente a Herta Müller, la Nobel rumano-alemana que estuvo en enero en el Hay Festival de Cartagena: fríos, oscuros, distantes, voces contra la censura formadas en distintas realidades. ¡Tres nobeles en Colombia en tres meses! ¡Qué privilegio y qué llamado a la buena lectura! El 25 de abril podremos oír al francés en español en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán. Y al sudafricano este lunes y el miércoles en la Central, leyendo dos textos de viva voz en español.
Como si fuera poco lograr que desde hoy Coetzee esté en Bogotá, el profesor Isaías Peña logró otro imposible: que respondiera tres entrevistas previas por correo electrónico, sin posibilidad de contrapreguntar; una de ellas, la que sigue, para El Espectador.
¿Por qué razones decidió venir a Colombia?
El año pasado tuve el placer de conocer al profesor Isaías Peña Gutiérrez, quien estaba de visita en Australia y cariñosamente me invitó a Bogotá a participar en una conferencia académica sobre mi trabajo. Estuve feliz de aceptar esa invitación.
Usted escribió en 2006 un ensayo sobre Gabriel García Márquez y ‘Memoria de mis putas tristes’, publicado por ‘The New York Review of Books’, en el que califica de “insignificante” esa breve obra que cerró la producción del colombiano. ¿Qué opina del resto de las novelas del Nobel y qué tipo de paralelismo puede establecerse entre el “edén perdido” de Coetzee en Cape Town y Macondo?
García Márquez es un gran escritor, una de las figuras prominentes del siglo XX. He leído la mayoría de lo que se ha traducido de su trabajo. Admiro particularmente El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada. No creo que haya un paralelo entre su Macondo y mi Cape Town. Mi Cape Town no es un lugar de magia.
¿Qué otros autores colombianos ha leído? Aparte de Borges y Neruda, ¿qué latinoamericanos lo han impresionado?
El otro autor colombiano cuyo trabajo conozco es Álvaro Mutis. En mi juventud la poesía latinoamericana me generó una profunda impresión: Rubén Darío, César Vallejo, Octavio Paz, Carlos Drummond. Desde entonces he leído ampliamente ficción latinoamericana.
Circula en Inglaterra su nueva novela, titulada ‘La infancia de Jesús’ (historia poco religiosa y confusa de un hombre adulto y un niño sin rumbo ni educación, según ‘The Guardian’). ¿Qué experimentación debe esperarse de un escritor de ficciones en el siglo XXI?
Preferiría que usted supiera sobre mi nuevo libro al leerlo.
Usted, que siempre ha jugado literariamente con el enigma de su vida real, ¿siempre pensó en fusionar sus tres “autobiografías” ahora reeditadas juntas como ‘Escenas de una vida de provincia’?
No es preciso decir que las fusioné. Compuse los tres libros como una trilogía sobre el curso de cerca de 15 años. El título compuesto siempre fue planeado para ser Escenas de una vida de provincia.
Este año visitaron o van a visitar Colombia los nobeles Herta Müller y J. M. G. Le Clézio; ella, “pesimista”, él “optimista”. ¿En qué lugar ubica su obra frente a esas tendencias?
No pienso en mi trabajo en esos términos.
(Previendo que las respuestas serían cortantes, probé con otros temas que le interesan, basado en su último libro ‘Aquí y ahora’, un cruce de cartas con Paul Auster entre 2008 y 2011, editado por Anagrama en asocio con Mondadori). ¿Tiene planeado montar en bicicleta por las montañas colombianas y sabe de los famosos ciclistas colombianos?
Tengo 73 años. Dudo que pueda dominar las montañas colombianas. Pero sigo los mayores toures europeos (Italia, Francia, España) por televisión y estoy familiarizado con las hazañas de los escaladores colombianos.
Siendo usted tan buen deportista (en 2010 pedaleó por las Cévennes en Francia, se lamentó de no haber escrito un diario pero dejó constancia en ‘Aquí y ahora’: “Subimos muchas colinas, algunas de las cuales me pusieron a prueba hasta llevarme al límite... una gran escuela de estoicismo, si el estoicismo es lo que buscas. No estoy dispuesto a creer que tanto esfuerzo y tanto sufrimiento no le enseñen a uno nada... A riesgo de parecer afectado, quiero vincular esto con la pregunta de por qué escribir”). ¿Qué impacto le generó la confesión de ‘dopping’ de Lance Armstrong?
Estaba decepcionado. Continuaba esperando, hasta el final, a que él no hubiera estado mintiendo.
Suponga que yo soy Vincent, el personaje de ‘Verano’: estoy haciendo una biografía suya y después de las entrevistas de rigor descubro que usted no ha muerto; está vivo, oculto, y logro confrontarlo para preguntarle: ¿quiere ser recordado como el rey de la automitologización literaria? ¿Qué me responde?
Todo escritor que se aventura en una autobiografía se arriesga a la automitologización.
Espiritualmente hablando, ¿de qué le ha servido una vida en la escritura?
Esto es materia privada.
¿Algún día piensa volver a vivir en Sudáfrica o se imagina muriendo en Australia?
Espero vivir el resto de mi vida en Australia.
Me interesa saber qué piensa que debemos aprender de la violencia del ‘apartheid’ en Sudáfrica para entender la violencia de la que no se puede librar Colombia.
No tengo palabras sabias al respecto.
¿Qué elementos del proceso de paz de Sudáfrica podrían aplicarse al que hoy avanza entre el Gobierno y la guerrilla colombianos?
No veo paralelos entre la situación en Sudáfrica, que era de persistente colonialismo, y la situación en Colombia hoy.
¿Usted hubiera querido tener un papel más político que literario frente al ‘apartheid’, como lo hizo frente al destino de Chile su admirado Pablo Neruda (cuyo cadáver exhuman mañana en Chile para establecer si fue asesinado por la dictadura)?
No tengo talento para la política, ni interés en ella.
Hay un investigador colombiano (Guillermo Sánchez Trujillo) que ha escrito varios libros sobre cómo Kafka se dedicó a reescribir a Dostoievski a través de obras como ‘El proceso’, ‘Descripción de una lucha’, ‘Preparativos de boda en el campo’, ‘La condena’, ‘La metamorfosis’, todas inspiradas en ‘Crimen y castigo’. Un experto como usted, tanto en el autor checo como en el ruso, ¿qué opina?
A primera vista parece una hipótesis poco probable. Pero antes de comentar debería leer lo que el señor Sánchez Trujillo ha escrito.
***
Aprovechando su visita a Bogotá, Sánchez Trujillo le entregará a Coetzee dos de sus libros sobre el tema para que sea uno de los máximos expertos en Kafka —ver, por ejemplo, sus ensayos de Costas extrañas (Debolsillo)— quien diga si el enigma que asegura haber descubierto el antioqueño es tan importante para la literatura universal como le advirtió a este diario antes de morir el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, razón por la cual lo incluyó como personaje en Purgatorio, su última la novela. Esa será otra historia.

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