21.4.13

El cuento del domingo




Patricia Melo


Infierno


Sol, piojos, trapicheos, gente chévere, trapos, moscas, televisión, usureros, sol, plástico, tempestades, trastos varios, música funk, basura y estafadores infestan el lugar. El muchacho que sube el cerro es José Luis Reis, Reizinho. Aparte de Reizinho, nadie allí es José, Luis, Pedro, Antonio, Joaquín, María, Sebastiana. Son Giseles, Alexis, Karinas, Washingtons, Christians, Vans, Daianas, Keblers y Eltons, nombres sacados de novelas, programas de televisión, del jet set internacional, de las revistas de modas y de productos importados que invaden las favela.

Subiendo. Calles de tierra. Ocho años, el muchacho Reizinho. Un papalote en las manos. Los pies descalzos. Un short  naranja. Una niña actúa para la cámara de filmación. Es habitual tropezarse con un equipo de periodistas de televisión en la favela. La muchacha dice que sabe bailar. Y sabe. Proyecta el culo en dirección a la cámara, se contonea,  sensual.  Dos flaquitas, en la puerta del bar de Onofre, la ridiculizan. Chupan mango. La gorda quiere rodar, dicen, mira la gorda. Se carcajean. Ella  les dice comemierdas metidas en lo que no les importa y continúa su serpenteo. Le sonríe a Reizinho. Los muchachos preguntan al camarógrafo si pueden cantar un rap. Pueden. El mango es lanzado lejos. Montañas de basura. Comiencen, dice el camarógrafo.  Urubúes. Perros. Prefiero ser una metamorfosis ambulante/Prefiero ser/Que vivir en esa vieja opinión/Ambulante/Prefiero ser/Vieja opinión formada sobre todo/Todo/Metamorfosis ambulante sobre/ Sobre qué es el amor/Ambulante/Sobre lo que yo ni sé quién soy. Eso es de Raúl, afirma el camarógrafo, y Reizinho sigue, apretando el paso. Durante la caminata cerro arriba, las criadas le sonríen, pasan, niños, perros, electricistas, adiós, agitan las manos, ladran, perras, niñeras y mecanógrafos, perros, yeseros, chulos, porteros, ladrones de carros, niños sonríen, mozas en las ventanas, parqueadores, asaltantes, costureras,  sonríen, traficantes de armas, el lugar está repleto, niños, lamentos, es ruidoso, confuso, abarrotado, sucio y colorido. Reizinho atraviesa todo, prestando especial atención a los perros que se cruzan en su camino.

Allá en lo alto se ven muchas parabólicas y tejas Eternit. Aviones volando bajo. Basura. Perros cagando en la hierba. Trenes. Edificios de dos pisos. Teléfonos públicos, colas. El viento está fuerte. Reizinho se recuesta contra el muro del mirador y prepara su papalote. Nunca entendió por qué los muchachos del cerro Berimbau empinaban los suyos por diversión. ¿Cuál es la belleza de un papalote en el cielo? Ninguna.  Si acaso los colores. Bonito es ver volar a un urubú. Si quisiera jugar, escogería otra cosa, enterraría una llave en el sofá de napa verde, un trasto viejo que la patrona de mamá les metió en la casa, brummm, simulaba el arranque y llevaba pasajeros elegantes del Hotel Nacional, brummm, Leblon, Copacabana, Ipanema, Barra, shoppings,  compras, brummm, avenida Atlántica, playas, perfumes, mujeres de piernas cruzadas, labios, brummm, medias negras, blancas,  tacones altos, ¿por qué clausuraron el Hotel Nacional? Y si cerrase los ojos y, brummm, acelerase, el carro entraría en una avenida vacía, y todo pasaría, el blanco de la arena del mar, el azul, el verde, el gris del mar, corría, el gris del cielo, corría, esquivaría los postes que le pusieran  enfrente, brummm, esquivaría su casa, brummm, su madre, su cama, esquivando, las palizas y las noches largas, brummm, brummm, y si acelerase más todavía, después de muchas curvas, se encontraría al final de un túnel, bloqueando el camino, con un hombre alto, pecho de nadador profesional, ey tú, soy tu padre, diría el hombre, entrando en el carro. Sigue. Seguían, amigos. Siempre imaginaba a su padre blanco, a pesar de estar harto de ver en las dos únicas fotos de su padre negro, bien negro, que robara a su madre. Bonito, su padre. Justo, correcto, honesto, su padre, negro, no en el sueño. Siempre su padre le explicaba que era mentira lo que decían de él, las historias de que salió  de casa para comprar cerveza, con una vasija en las manos, y nunca más volvió. Calumnias asquerosas. La cirrosis era calumnia, las borracheras, las palizas, las amantes, calumnias y más calumnias. Los encuentros con su padre no sólo ocurrían cuando estaba en el sofá, manejando, sino también cuando daba vueltas en la cama, insomne, y, brummm, era chofer de un taxi. Peo no le gustaba encontrase con su padre de esa forma. Era mejor cuando lo esperaba en la puerta de la casa. Vamos al McDonald”s. Vamos al cine. Vamos a comer rositas de maíz. Vamos a conocer Bahía. Vamos a cazar avispas. Era fácil ser propietario de una flota de avispas, siguiendo las instrucciones de su padre: capturarlas en días lluviosos, en los charcos, arrancarles el aguijón, amarrarlas en fila y mirarlas volar, esclavas. Otra cosa que su padre le enseñó, en sueños, fue a usar la escoba como micrófono y repetir  palabras que dicen en la televisión, déficit, bonos del tesoro, mercado inmobilario, créditos bancarios, cambio. Las personas de la televisión, casi todas, eran muy queridas por Reizinho. Pero Reizinho no estaba allí en la punta del cerro de Berimbau para jugar. Era  un observador profesional. Y le gustaba observar, no de aquella forma, desde lo alto, el conjunto, toda la favela, las casuchas, la multitud. Prefería los detalles. El pie de una señora, en el ómnibus, los callos, las uñas sucias o limpias, largas, pintadas, destrozadas por la micosis, los dedos saliéndose de las sandalias, los calcañales, nunca supo explicar por qué las minucias, las deformidades y las desproporciones lo atraían tanto, mujeres muy gordas, o muy delgadas, muy negras, cabellos muy rizados, Reizinho no conseguía apartar los ojos de determinada especie de fealdad, los pliegues de las obesas fofas, la expresión de bondad de los mongoloides, la celulitis en las playas, el sudor en el bozo, los tetrapléjicos, los tullidos, los locos, todos ellos atraían la mirada de Reizinho con la misma voracidad que la belleza de Susana, la vecina. Vas acabar aplastado en plena calle, decía Carolaine, su hermana mayor,  está bueno ya de mirar, no mires a la gente, decía ella, cuando estaban en el ómnibus, en la playa, en cualquier lugar donde hubiese mucha gente. Más tarde, cuando se hizo amigo de Leitor, supo que en Francia la gente aprovecha el tiempo en el transporte para leer. Leitor consideraba el hábito de lectura de los europeos algo formidable. Imagínense, leer, leer todo el tiempo. En el metro. En los cafés. Reizinho era incapaz de comprender tal actitud. Siempre pensó que lo más interesante del mundo eran los hombres, las mujeres. Más atractivos que los libros y los paisajes. Las mujeres. Siempre se sentía desorientado espacialmente, porque jamás prestó atención a las calles, caminos, plazas, direcciones. Nada más observaba a las personas. Las mujeres. Los hombres.  Los niños. Y los perros. Y su trabajo era, precisamente, ése, mirar. Los marihuaneros eran los más fáciles de reconocer, tranquilos, displicentes, bien diferentes de los cocainómanos, que andan tensos, aunque son menos acelerados que los usuarios del crack y de drogas más pesadas, viciosos que llegan descompuestos y enloquecidos a los tiros de droga, como si fuesen funcionarios de la bolsa de valores. Negrito enviciado tiene vida difícil, le había explicado Milton, el jefe de narcotráfico en el cerro de Berimbau y novio de Susana, la vecina linda como una flor, Negrito se acuerda de la droga, decía Milton, y ya comienza a trajinar para conseguir dinero para comprar un sobre. Negrito roba, vende cualquier tareco que encuentra en la casa y corre para acá, para aliviarse, es una verdadera mierda, la vida del vicioso. Y si el vicio es por la heroína, mucho peor. Porque Negrito siente una sensación deliciosa, como de estar bajando por la montaña rusa, la primera vez, y, después, Negrito se droga para no estar temblando y sudando y cagando en la cama. Una mierda. Todo ese blablablá, decía Milton, es sólo para que entiendas mi consejo: no te metas en drogas, chiquito. Nunca. Si tú quieres ser un traficante de verdad, manténte lejos del crack , de la hierba, del polvo y de todo lo sabroso que vendemos aquí.

No tenía la menor importancia si el que subía al cerro era blanco, negro, vicioso, periodista, caritativa  profesional o intrépido aventurero, la orden era simple y clara, los traficantes debían saber todo respecto a quién entraba en la favela. Incluso debía ser comunicada hasta la presencia de los turistas extranjeros que pagaban en dólares para ver los desagües de mierda y a los niños pobres. Tenemos que desconfiar incluso de los gringos, decía Milton, puede haber un perro informante metido entre ellos, quiero saber todo todo todo: si entró, debe ser analizado. Y si Negrito no conectaba una cosa con  la otra, advertía Milton, Negrito se jode conmigo. Había un código para orientar el movimiento de los papalotes en el cielo. Cuando los muchachos como Reizinho desaparecían súbitamente de los puntos de observación y los papalotes desaparecían del horizonte, los traficantes sabían exactamente cómo cruzar.

Aquella mañana, Reizinho se acomodó en el mirador y después de dos tediosas horas de trabajo, vigilando la entrada de la favela, el movimiento, los callejones, las antenas, los tejados, las personas, el Vintáo, de la asociación de moradores, Rosa María, la bandida, Dedé y Preta, las lavanderas, los compradores, el Negrón, sentado en la puerta de su chabola vendiendo  cocaína, los soldados, la madre de Suzana llegando, Suzana  saliendo, Suzana, Suzana, Suzana, cada día más bonito, los niños corriendo, Suzana y su deliciosa carcajada, Reizinho sintió un sueño profundo, Suzana, carcajada, los ojos del muchacho se cerraban contra su voluntad. Evitando dormir, sacó del bolsillo u n papel, lo cortó en dos partes iguales, las cuadriculó, enumeró filas y columnas, y colocó en ellas destructores, submarinos y torpederas. Jugó a la batalla naval, haciendo el papel de los dos jugadores, uno era él mismo, el otro, su padre. E incluso teniendo como adversario a aquel hombre al que amaba tanto, a pesar de no conocerlo, a pesar de las cosas horribles que su madre decía de él, borracho, vago, canalla, mujeriego, Reizinho no conseguía dejar de hacer trampas, hundiendo rápidamente, uno a uno, todos los buques de guerra de su padre. Intentó con fuerza hacer trampas para el otro yo, su yo-padre, pero enseguida descubrió que hay un primer yo dentro de nuestros yos, un yo preocupado sólo de los propios intereses, egoísta, un yo que hace trampa, vence y no se da cuenta de la llegada de la policía a la favela.

Cuando Reizinho oyó los tiros, ya era tarde. De nada servía ya avisar. Carajo. Recogió el papalote indeciso, ¿debía volver a su casa? ¿Meterse en el laberinto, corriendo el riesgo de caer en el fuego cruzado? Acabó por ocultarse en el depósito de agua. Escondió la cabeza y volvió a sacarla. Pa rá pa pa par á. Carajo. Reizinho había oído decir que algunos vigilantes sabían reconocer las armas de comabate por los disparos, AR-15 americanas, Daewoos de Corea del Sur, AK-47 rusas, armas que llegaban a soltar quince tiros por segundo y por las cuales se pagaban hasta siete mil dólares, y que además de matar, despedazaban al enemigo. Pero Reizinho no entendçia nada de armas. No en aquella época. Se sumergió de nuevo, oscuridad. Salio, pa pa par á rá, oscuridad, pa pa rá pa pa pa, todo fue muy rápido, el helicóptero se marchó, lo peor vino después, un silencio largo, un nada, ni siquira los perros ladraban. El agua hasta la nariz. Es la peor parte, decía Milton, no hay nada peor en la guerra que el silencio. Puede ser la tregua, hay un buen chance de que sea una tregua, pero también hay la posibilidad de que Negrito se lleve un tiro en la carótida, salido de la nada, tuf y morir. Se hunde. Carajo. Silencio, silencio, silencio. No sucedió nada más. Reizinho no consiguió salir del depósito de agua ni siquiera cuando estuvo seguro de que la policía se había marchado. ¿Qué le diría a Milton? ¿Cómo no vio a los policías? ¿Y su madre? ¿Por qué estás todo mojado José Luis? La voz fría de la madre, su mirada impasible, ¿dónde tú estabas metido, José Luis? Y taf, taf, habla, imbécil, a su madre le gustaba golpearle en la cara, niño, habla rápido, antes de que te reviente, y taf, y tap, Negrito idiota, yo te voy a enseñar, taf, Reizinho sabía que después de la larga secuencia de golpes su made siempe se calmaba y se embobecía frente a la televisión, era sólo por eso que lo golpeaba, para poder quedarse en paz y ver tranquila las novelas. ¿Qué importaba que él estuviese mal en la escuela? ¿Qué si iba bien? ¿A quién le interesaba? ¿Qué no sabía leer? ¿Escribir? ¿Para qué otra cosa servía la escuela? Las zurras no tenían nada que ver con eso, ni con Milton, aunque ella le soltara la misma letanía todos los días, si te juntas con Milton, te mato, había repetido esa frase tantas veces, te mato, con tanto énfasis, que acabó dándole la idea, y Reizinho fue a ver a Milton para pedirle un trabajo. Todavía no se acuerda perfectamente cómo mpezó todo. Fue después de una zurra. Cogió el papalote de un amigo y esperó a que Milton apareciese por la casa de Suzana. Cuando los dos se besaban en la puerta, Reizinho corrió de un lado para otro con el papalote en la mano. Milton ni siquiera lo había visto. Ni Suzana. Entonces Reizinho tuvo una idea mejor. Se paró delante de la pareja y comenzó a gritar y a romper el papalote, lo hizo pedazos, partió las varillas, tiró todo al suelo, sin dejar de gritar. A Milton le gustó. Rió. Qué chiquillo más loco. ¿Quieres trabajar para mí? Fue así.  Fue idea de su madre, yo te mato, yo te mato si te juntas con eso bandidos. Paf. Después los golpes, Reizinho sentía como si hubiese tragado un huevo de tristeza, un huevo que se le atascaba en el esófago, entre la garganta y el pecho, taf, golpea, él pensaba, golpra, puede golpear, con el tiempo el huevo se rompió, tap, y Reizinho pasó a no sentir nada más, nuna más, tap, sólo era carne siendo golpeada, golpea, pensaba, puede golpear, no duele, carajo.

El papalote está aquí, dijeron. Una voz familiar. Reizinho hundió la cabeza en el agua e, inmediatamente, fue izado de los pelos. ¿Qué pasa,  suertudo, dijo el Voláo, vamos a nadar? El Voláo tenía ese apodo porque siempre se encantaba con aparatos electrónicos, cualquier porquería que pitase y se encendiese estaba “voláo”,  batidora voláo, reloj voláo, revólver voláo, y enseguida Milton comenzó a llamarlo el Negrón Voláo. El Voláo le dio a Reizinho tantas zambullidas, que el muchacho se desmayó.

Cuando despertó estaba en un cuarto sofocante, sin ventanas, un afiche del equipo Vasco da Gama pegado en la pared. Los otros vigilantes también estaban allí, Vavá, Loriva,  Varilla y Luisón, todos sentados en el suelo, con la ropa rota y sus ojazos asustados. Vasco da Gama. Si un día conociese de verdad a  su padre, lo invitaría a un juego del Vasco da Gama contra el Flamengo. La televisión encendida. Jaú y el Voláo con los ojos clavados en la pantalla. La novela. Helena es una bandida, decían los actores, ella es capaz de todo. ¿Cómo descubrió Helena el secreto del cofre? Es una canalla. Le tengo miedo a Helena, mamita. Un capítulo entero diciendo eso, que Helena era una bandida. Carajo. Reizinho cerró los ojos, su madre también debía estar viendo la novela. En todas las casas del cerro, la televisión encendida, las voces de las actrices, músicas románticas, y después los comerciales, compre eso, compre aquello, las músicas, los culos, las cervezas, las promociones,  los noticieros, las desgracias, Reizinho sintió un cierto alivio con aquel sonido familiar, el audio de la televisión le dab una sensación de paz  y familia. ¿Se despertó el bebé? Preguntó el Voláo.

Milton entró cuando pasaban los comerciales. Apaga la televisión, dijo a Jaú. Comemirdas, gritó, dirigiéndose a los muchachos. Comemierdas cagones. Perdimos a melón por culpa de cinco mojones apestoso cagones de mierda maricones imbéciles trabajando para mí. Cinco mojones apestosos y ciegos. Imbéciles. Ven aquí, sanaco. Imbécil. Sólo matándote. Cagón. Tú primero, Reizinho. Los otros se ponen en fila. Y yo pensando que Negrito tenía futuro, tú mismo, Reizinho, pensé negrito conectaba con la otra. Él siempre decía eso, Milton. Una cosa con la otra. Comemierdas. Ven acá, comemierda. Reizinho se aproximó. Milton sacó un revólver de la cintura, apoyó el cañón del arma en la palma de la mano del muchacho y disparó.

Patricia Melo.Escritora brasileña. Novelista, dramaturga y guionista de cine y televisión. Es considerada por la crítica de su país como la sucesora de Rubem Fonseca en la novela negra brasileña, género en que ha desarrollado casi toda su obra. Traducida ya a diversos idiomas, su obra narrativa se compone de las novelas Acqua toffana, 1994,  El matador, 1995, ganadora de los premios Deux Océans, Francia, 1996, y Krim Press, Alemania, 1998. El elogio de la mentira, 1998, y más recientemente, Infierno. Es autora de la obra de teatro Dos mujeres y un cadáver. Adaptó al cine las novelas de Fonseca El caso Morel y Bufo y Spallanzani.
Sinopsis biográfica, y texto traducido por Leonardo Padura Fuentes. Tomado de Variaciones en negro. Antología de cuentos policiacos. Foto autora: internet.

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