"La ausencia de debate en la cultura española, pues, tiene relación con un déficit intelectual, sin duda, asociado a la dificultad de articular los argumentos dialécticamente, a esgrimirlos por sí mismos, sin ponerse uno mismo en juego"
Por sabido que sea, y por veces que se diga, no deja de resultar deprimente, además de preocupante, la dificultad que revela la cultura española para generar debates de ideas. Ocurre en todos los niveles: desde el estrictamente académico al más vulgarmente periodístico. Y se hace patente en la tendencia a magnificar la más mínima disensión calificándola como polémica.
Pero polémica no es lo mismo que debate. En el término polémica, que conserva acepciones militares, resuenan connotaciones escandalosas y agonísticas que sugieren agresividad y crispación. No así, o al menos no tanto, en el término debate, cuyas connotaciones son más asamblearias, por así decirlo, más neutras, más conformes a la dialéctica de las razones puestas en juego.
El uso y el abuso del término polémica -cuyo rastro olisquean ávidamente los medios de comunicación, dada su escasez- es ya indicativo de la violencia que, entre la gente de cultura, despierta todo amago de controversia real, y de su consecuente evitamiento y rechazo. ¿Por qué?
Una explicación plausible, aunque no la única, tiene que ver con algo tratado semanas atrás en esta misma columna. Me refiero al tabú que pesa en la cultura española sobre los nombres propios. Cabe hablar, en relación a ello, de auténtico puritanismo. Como la honra de las doncellas -como su castidad, más bien-, el nombre de alguien sólo puede ser mencionado para mancillarlo o para ensalzarlo. Pero nunca empleado a la ligera.
Este puritanismo está vinculado al cálculo mezquino que suele conllevar la mención de nombres propios. Éstos deben servir para dar lustre a uno, pero carece de sentido prodigarlos gratuitamente, sin contraprestaciones. La parcelita de nombradía de la que uno disfruta parece que se devalúa si corretean por ella nombres que no pertenecen al corral propio.
Dado que uno sólo nombra cuando adula o cuando denigra, la mención de cualquier nombre queda sujeta a la sospecha de que se realiza con ése o este propósito. Ni siquiera cuando se replican las razones de alguien se deja de calcular el beneficio que, si se le nombra, ese alguien puede obtener de la réplica, o bien la susceptibilidad que puede crearle el ser replicado. De manera que es frecuente leer artículos llenos de alusiones tácitas, de rodeos, de eufemismos que los hacen muchas veces oscuros o demasiado abstractos, cuando no directamente incomprensibles para quienes no están en el ajo. Me estoy refiriendo, sobre todo, a nombres del mismo ámbito cultural, aunque la mención de cualquier nombre, así se trate de un autor clásico, queda sujeta siempre a un cierto cálculo del prestigio derivado de hacerla.
En general no falla: si un articulista menciona en su columna el nombre de un colega, será para hacerle la pelota, con más o menos vasallaje o condescendencia, con más o menos complicidad o respeto. O bien será para clavarle una banderilla o una estocada y quedarse tan satisfecho. Pero si no se trata de una cosa o de la otra, es decir, si no se trata de decir qué amigos somos o de "generar polémica", lo más conveniente parece ser callar el nombre de quien sea, no vaya a pensarse nadie, y menos que nadie el aludido, que uno ha ido con estas intenciones o con aquéllas. Y no vaya a resultar, sobre todo, que el aludido vea incrementado su crédito por el hecho de ser nombrado. La ausencia de debate en la cultura española, pues, tiene relación con un déficit intelectual, sin duda, asociado a la dificultad de articular los argumentos dialécticamente, a esgrimirlos por sí mismos, sin ponerse uno mismo en juego.
Tiene relación, también, con una tara moral, derivada de la incapacidad de aceptar estos argumentos -tanto menos si son críticos- sin impregnarlos de una intencionalidad añadida, sin personalizarlos. Y tiene relación, además, con la viciosa situación que entraña ese puritanismo de los nombres, que tantas dificultades crea a la hora de enhebrar las ideas y los argumentos y hacerlos circular. Nicanor Parra proclamó tiempo atrás: "Yo no soy lo que escribo: ¡olvídense! Yo me río de las leseras ('tonterías') que escribo".
La frase admite ser tomada por una declaración de cinismo. Pero admite ser tomada, asimismo, como una licencia para la libre circulación de las ideas propias sin que el hecho de refutarlas, de contradecirlas, o simplemente de corregirlas y mejorarlas -de articularlas-, comporte una interferencia directa con quien las lanza con pasión o con desinterés, con astucia o maldad, con seso o sin él, en cualquier caso con la esperanza de que sean fecundas, o al menos fecundadas.
Pero polémica no es lo mismo que debate. En el término polémica, que conserva acepciones militares, resuenan connotaciones escandalosas y agonísticas que sugieren agresividad y crispación. No así, o al menos no tanto, en el término debate, cuyas connotaciones son más asamblearias, por así decirlo, más neutras, más conformes a la dialéctica de las razones puestas en juego.
El uso y el abuso del término polémica -cuyo rastro olisquean ávidamente los medios de comunicación, dada su escasez- es ya indicativo de la violencia que, entre la gente de cultura, despierta todo amago de controversia real, y de su consecuente evitamiento y rechazo. ¿Por qué?
Una explicación plausible, aunque no la única, tiene que ver con algo tratado semanas atrás en esta misma columna. Me refiero al tabú que pesa en la cultura española sobre los nombres propios. Cabe hablar, en relación a ello, de auténtico puritanismo. Como la honra de las doncellas -como su castidad, más bien-, el nombre de alguien sólo puede ser mencionado para mancillarlo o para ensalzarlo. Pero nunca empleado a la ligera.
Este puritanismo está vinculado al cálculo mezquino que suele conllevar la mención de nombres propios. Éstos deben servir para dar lustre a uno, pero carece de sentido prodigarlos gratuitamente, sin contraprestaciones. La parcelita de nombradía de la que uno disfruta parece que se devalúa si corretean por ella nombres que no pertenecen al corral propio.
Dado que uno sólo nombra cuando adula o cuando denigra, la mención de cualquier nombre queda sujeta a la sospecha de que se realiza con ése o este propósito. Ni siquiera cuando se replican las razones de alguien se deja de calcular el beneficio que, si se le nombra, ese alguien puede obtener de la réplica, o bien la susceptibilidad que puede crearle el ser replicado. De manera que es frecuente leer artículos llenos de alusiones tácitas, de rodeos, de eufemismos que los hacen muchas veces oscuros o demasiado abstractos, cuando no directamente incomprensibles para quienes no están en el ajo. Me estoy refiriendo, sobre todo, a nombres del mismo ámbito cultural, aunque la mención de cualquier nombre, así se trate de un autor clásico, queda sujeta siempre a un cierto cálculo del prestigio derivado de hacerla.
En general no falla: si un articulista menciona en su columna el nombre de un colega, será para hacerle la pelota, con más o menos vasallaje o condescendencia, con más o menos complicidad o respeto. O bien será para clavarle una banderilla o una estocada y quedarse tan satisfecho. Pero si no se trata de una cosa o de la otra, es decir, si no se trata de decir qué amigos somos o de "generar polémica", lo más conveniente parece ser callar el nombre de quien sea, no vaya a pensarse nadie, y menos que nadie el aludido, que uno ha ido con estas intenciones o con aquéllas. Y no vaya a resultar, sobre todo, que el aludido vea incrementado su crédito por el hecho de ser nombrado. La ausencia de debate en la cultura española, pues, tiene relación con un déficit intelectual, sin duda, asociado a la dificultad de articular los argumentos dialécticamente, a esgrimirlos por sí mismos, sin ponerse uno mismo en juego.
Tiene relación, también, con una tara moral, derivada de la incapacidad de aceptar estos argumentos -tanto menos si son críticos- sin impregnarlos de una intencionalidad añadida, sin personalizarlos. Y tiene relación, además, con la viciosa situación que entraña ese puritanismo de los nombres, que tantas dificultades crea a la hora de enhebrar las ideas y los argumentos y hacerlos circular. Nicanor Parra proclamó tiempo atrás: "Yo no soy lo que escribo: ¡olvídense! Yo me río de las leseras ('tonterías') que escribo".
La frase admite ser tomada por una declaración de cinismo. Pero admite ser tomada, asimismo, como una licencia para la libre circulación de las ideas propias sin que el hecho de refutarlas, de contradecirlas, o simplemente de corregirlas y mejorarlas -de articularlas-, comporte una interferencia directa con quien las lanza con pasión o con desinterés, con astucia o maldad, con seso o sin él, en cualquier caso con la esperanza de que sean fecundas, o al menos fecundadas.
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