6.12.09

Esnobismo: una pasión inconfesable

Todos somos esnobs aunque no lo sepamos. El pequeño vicio argentino y universal por la novedad a ultranza, por pertenecer a círculos exclusivos y dejar afuera a los otros, analizado en un ensayo que repasa la historia de este rasgo profundamente humano y sus imprevisibles consecuencias culturales


El esnobismo, como la condición mafiosa, está inscrito en el genoma de los hombres, corre por nuestras venas como la necesidad de ensoñación. Sin embargo, muy pocos se atreven a reconocer que son militantes de esa causa, que a ella sacrifican tranquilidad, placeres, sentimientos, dinero y tiempo, sobre todo tiempo. Los que se callan saben que, de abrir la boca, se los acusaría de frívolos, estúpidos, pretenciosos, cursis (ésa sería la afrenta irredimible). Sin embargo, una buen parte de nuestras costumbres, de los objetos, la ropa, los muebles que nos rodean y muchas de las creaciones más perdurables del arte y la literatura, en particular desde el siglo XIX hasta hoy, se impusieron por el esfuerzo de esos hombres y mujeres dispuestos a todo para distinguirse de los demás, impulsados por la necesidad de integrar una elite. Nada los arredra, ni el ridículo ni el aburrimiento. Sólo temen ser como todo el mundo, quedarse atrás, confundirse con la masa y no poder ingresar en el santuario de los elegidos, el de los nobles por la sangre y el espíritu. Para ellos, no hay nada más terrible que no estar al tanto de la última tendencia, del último movimiento artístico o intelectual. Siempre deben colocarse un paso más allá que el resto, aunque extravíen el camino y corran el riesgo de equivocarse. Jamás admitirán que una innovación, por abstrusa y absurda que parezca, supera lo que pueden entender. Ellos todo lo comprenden, sobre todo si es incomprensible. No importa cuanto tengan que fingir. A menudo, ciegos, sordos y desprovistos de razón, sólo pueden confiar en el lazarillo que los guía, el heraldo de la novedad, al que se entregan por una convicción en apariencia sin fundamento. Sin embargo, las cosas no son tan simples. A veces, los protege un instinto especial. Pueden cometer errores, seguir por un camino sin salida, pero con frecuencia aciertan. Algo les dice que eso que están mirando o escuchando tiene valor. A ellos les corresponde el mérito del descubrimiento, pero también las penurias, el sopor y los peligros de los pioneros. Algunos mueren sin haber llegado a la tierra prometida, devotos de un espejismo. Nunca tienen la convicción de "pertenecer".

Frédéric Rouvillois en Historia del esnobismo (que en estos días llega a las librerías editado por Claridad) define con precisión su objeto de estudio:

El esnobismo no es simplemente la actitud que consiste en querer parecerse, por su nombre o su apariencia, sus gustos, sus opiniones o sus comportamientos, a los miembros de un grupo que se juzga superior. Es también, subsidiariamente, el hecho de permitirse despreciar a todos aquellos que no pertenecen al clan y que, por lo tanto, se pueden considerar gente común, retrasados, inferiores.

Antes de que la palabra esnob ( snob ) se difundiera en el siglo XIX, la conducta calificada de tal existía a la manera de una pasión que no osa decir su nombre. Los esnobs existieron en todas las épocas. Se los encuentra, por ejemplo, en la literatura clásica, en el Satiricón de Petronio. Pero también mucho antes y mucho después. ¿Acaso Monsieur Jourdain, el protagonista de El burgués gentilhombre , y las afectadas mujeres de Las preciosas ridículas , de Molière, en pleno siglo XVII, no estaban aquejados de esa ingrata, insalubre aspiración hacia todo lo alto e incomprensible? La etimología de snob se ha prestado a muchos debates. La versión más difundida, según Rouvillois, la hace remontar a la abreviación del latín sine nobilitas (sin nobleza), aplicada a los alumnos de los grandes colegios británicos que no formaban parte de la aristocracia. Figurar como sine nobilitas en un registro, al lado de duques, condes y marqueses (tan luego en Inglaterra, la tierra donde se humilla socialmente con más ahínco) debía de ser una marca de escarnio que impulsaría a cualquier sacrificio con tal de que ese hecho bochornoso no se notara. La mímesis, aunque imperfecta y angustiosa, era la única salida. William M. Thackeray popularizó el término en una serie de artículos, reunidos más tarde en Historia de los esnobs de Inglaterra , por el título de uno de ellos (1848), obra que terminaría por titularse El libro de los esnobs . Ocurrió lo que siempre pasa cuando alguien pone un nombre a algo, imaginario o real, que no lo tenía: uno comprende que está rodeado de esa entidad, inmerso en ella, más aún, que la cobija en la intimidad de la conciencia. Así todo el mundo descubrió que era esnob, aun los que lo negaban en público y acusaban de esa perversión vergonzosa a los demás, aun los que ni siquiera se atrevían a confesarse esa frivolidad en sus cuartos de puritanos.

Rouvillois divide las aguas. Hay dos tipos de esnobismo: el mundano, que consiste en querer asimilarse a la alta sociedad, el gran mundo, la café society o el jet set , según las épocas; y el intelectual o de la moda, el de quien busca estar siempre en la vanguardia, al tanto de la última tendencia. Por supuesto, las dos clases se superponen con frecuencia, por una simple razón: el alma esnob no tolera ser excluida de un círculo cerrado, sea el que fuere, pero una vez que se le abrieron las puertas de ese paraíso reservado para pocos, los happy few , adora cerrárselas en las narices al resto de la humanidad.

Las leyes que gobiernan el esnobismo apenas si cambian de acuerdo con los períodos históricos y con la geografía. Por ejemplo, Rouvillois se detiene en el prestigio y el aura de mágica irrealidad que tienen los títulos de nobleza para los esnobs de cualquier procedencia: americanos, asiáticos o africanos. En América esos títulos no existen (lo que los hace aún más atractivos para pueblos republicanos cuyas primeras lecturas fueron cuentos de hadas con bellas princesas dormidas y sapos que se convierten por la fuerza de un beso en apuestos caballeros) pero existe la aristocracia de las antiguas familias patricias: los grandes nombres (preferentemente sostenidos por una fortuna considerable, verdadero origen de supremacía) reemplazan las dinastías principescas. Vanderbilt, Morgan, Whitney, Phelps Stokes, Rockefeller, Cabot, Lodge ("En Boston, los Cabot sólo saludan a los Lodge; y los Lodge, a Dios", dice un refrán), todas esas estirpes irradian respeto, poder y dejan entrever el vasto horizonte de la riqueza ilimitada. Rouvillois cita con frecuencia a Philippe Jullian y su Dictionnaire du snobisme (la primera edición es de 1958), obra de una gracia irresistible a pesar de sus numerosos errores, pero por momentos de una hiriente exactitud. Algunas de esas citas se refieren a la Argentina. Jullian la incluye en su limitada y exigente lista de países esnob. Señala como característica propia del esnobismo local "la pasión por los apellidos" y menciona, entre otros: Anchorena, Pereira y Raola ( sic por Pereyra Iraola) y Penard y Fernandez (sin acento). Se refiere también a la inclinación por las estancias (equivalentes de los castillos europeos, pero más productivos) y a la idolatría que la high local tiene por los toros, sobre los que se basan las grandes fortunas. Explica que las madres de las señoritas de sociedad llevan a sus hijas a la Exposición de la Rural que se desarrolla todos los años para que allí conozcan a los hijos de los grandes propietarios. Los amores de los herederos comienzan entre peones de campo, parvas y olores campestres, no siempre románticos, con mugidos y balidos como música de fondo. Advierte que no se desdeñan los grandes nombres de origen judío, pero se equivoca cuando da como ejemplos a Bemberg, Bunge y Bullrich. Ninguna de esas familias es israelita. La fortuna de los Bemberg entre las décadas de 1930 y 1950 era un motivo de fascinación para la haute europea, particularmente francesa, y la expropiación que Perón infligió al clan argentino lo rodeó de un aura casi mítica, semejante a la de los aristócratas guillotinados por el Terror. Eran las víctimas más encumbradas del populismo.

Muchos esnobs en los países europeos y en los americanos de origen latino no vacilaron en anteponer a sus apellidos la partícula "de", en un intento desesperado de pasarse a la nobleza. El "de" (con minúscula) indicaría el lazo entre el señor feudal y su territorio. De allí, su importancia. Pero ese "de", a veces, sólo significaba la procedencia geográfica de un pobre individuo del Tercer Estado. Rouvillois y Jullian denuncian las trampas de la partícula "de", una atribución de sangre azul fundada sobre todo en la ignorancia y en la mala fe. Por cierto, hay "de" aristocráticos, pero se trata de algunos grandes nombres, no siempre los más destacados. Son demasiadas las excepciones a la regla de la partícula, para poder guiarse por ella. Hoy, por lo tanto, muchas cejas informadas de expertos en genealogía se alzan en forma de acento circunflejo, insolente y desdeñoso, cada vez que escuchan un "de" antes del nombre propio. Se guían por otra regla, también imperfecta: los nobles de antigua data no tienen o no usan el "de".

El dinero facilita mucho las cosas. Los títulos de nobleza se podían comprar hasta una época relativamente reciente con cierta eficacia, los nobles arruinados recurrían a ese expediente por medio de diferentes estratagemas; una de ellas era adoptar al hijo de una familia burguesa y opulenta. Los padres plebeyos tocaban las nubes de felicidad cuando el vástago renegaba de ellos: sabían que, una vez dignificado, los adoptaría, a su vez, y todos habrían de vivir en el futuro elevados sobre el resto de los mortales. Por lo común, esos nombres en venta no eran muy distinguidos y sólo conferían un prestigio dudoso. En cambio, la caridad en gran escala podía asegurar de un día para otro un origen nobiliario sin sombras, pero también sin pasado, cuando la gloria de un emblema heráldico derivaba directamente de Dios. Donaciones tan cuantiosas como pías lograban que el papa premiara el espíritu solidario de damas y caballeros con títulos pontificios que, a pesar de más frescos que los del Primer y Segundo Imperio napoleónicos, transmitían el brillo irreprochable de la divinidad. En estos casos, no se trataba de comprar sino de dar, claro que el dinero estaba siempre en medio del asunto. En la Argentina, fueron marquesas pontificias Mercedes Castellanos de Anchorena, María Adela Harilaos de Olmos y María Unzué de Alvear. Tras ese botín, María Eva Duarte de Perón en su gira europea se entrevistó con Pío XII, pero en vez de salir ennoblecida, lavada de pecados, de la audiencia papal, se llevó como único premio un modesto rosario bendecido. Quizá el pontífice haya pensado con una lógica justa e implacable que era la recompensa adecuada para quien se definía como "la mujer más humilde de su pueblo". Así, quizá sin quererlo, la transformó en la "abanderada" de los desposeídos.

El método más expeditivo para hacerse de un nombre envidiable siempre fue el casamiento. Los millonarios americanos y los aristócratas europeos, sobre todo en el siglo XIX y principios del XX, se prestaron a esas prácticas con brío. Anna Gould, heredera de los ferrocarriles estadounidenses, tan rica y velluda como fea, se casó con el conde "Boni" de Castellane, famoso por su apostura (cometió la hazaña impensable de arruinar en pocos años a su esposa). Margaret Strong Rockefeller contrajo matrimonio, como quien contrae una fiebre, con el marqués de Cuevas, director de la célebre compañía Gran Ballet del Marqués de Cuevas, descendiente de una familia chilena venida a menos, dotado de un desparpajo y un charme alocado que conquistaron a la nieta de John D. Rockefeller. El matrimonio, contra toda previsión, dio como frutos una hija y un hijo. Éstos, por su parte, se casaron con plebeyos, lo que le hizo decir al desolado marqués: "Toda una vida de esnobismo para esto..."

En la Argentina, los ejemplos de esas uniones doradas abundan. Citemos sólo algunos: Matilde Martínez de Hoz se convirtió en la princesa Kinsky; Mercedes Dose y Obligado, en la princesa Dietrichstein; Josefina de Atucha Llavallol, en la condesa de Jaucourt; su hermana, María Adelaida, en la condesa Cuevas de Vera.

Siempre hubo un puente tendido entre el esnobismo mundano, basado en los privilegios de la sangre, y el del espíritu. Con perseverancia, la elite social les abrió las puertas a los intelectuales, a los artistas y a los religiosos que supieran comportarse. También la gente aristocrática, rica y poderosa piensa, necesita purificar su alma y entretenerse: es lo que decía el abate Mugnier (1853-1944), un sacerdote francés que consagró su vida a escuchar las confesiones de las duquesas y de los escritores dispuestos a redimirse de sus excesos literarios, amorosos y alcohólicos. Las curas de desintoxicación, las infidelidades tenían como lógico desenlace un encuentro absolutorio con el abate, un hombre que luchó, sentado a la mesa de castillos y hôtels particuliers de la isla San Luis, contra la discriminación a la que era sometida la alta sociedad, abandonada por los otros curas que sólo prestaban atención a los menesterosos. Es casi superfluo decir que Proust era amigo de Mugnier, aunque no se entregó con él a desahogos religiosos. Más bien intercambiaban comentarios acerca de dinastías y reflexiones sobre las almas acongojadas y, a menudo, arrogantes del faubourg Saint-Germain.

Rouvillois menciona en su libro la atracción que ejercieron los cursos de filosofía de Henri Bergson, primo de Proust, sobre las damas de la alta sociedad. Marquesas, condesas y millonarias de todo origen se daban cita en las clases del pensador y hablaban de la durée (no la sala de té de la Place de la Madeleine, famosa por los macarons , sino la "duración", concepto principal de su filosofía). Bergson se vio forzado a declarar que sus conferencias no eran de divulgación. Se sintió alarmado por ese batallón de señoras vestidas chez Worth, Paquin y Doucet, que desplazaban a los discípulos universitarios de los bancos y entorpecían la visión con sus sombreros de Reboux. Fue inútil: cuanto más abstrusas eran sus exposiciones, más numerosas, aristocráticas y ricas eran sus oyentes. Entre ellas, se encontraba la jovencísima Victoria Ocampo, a la que Philippe Jullian señala como la representante en Latinoamérica del esnobismo intelectual a la francesa. En sus cartas, Victoria habla de esos cursos. La "crema", el "gratin", como también se llamaba a la high ( high society ), había descubierto el hechizo de lo auténtico, había comprendido que toda innovación, que todo avance en el calvario del descubrimiento de sí mismo y del espíritu, viene acompañado, como por un sello de origen, de una cuota de aburrimiento y desconcierto. No entender es el primer paso para entender. Hablar sin saber lo que se dice es el primer paso para saber. ¿Acaso los chicos no aprenden a expresarse de ese modo, a tientas? Una vez asimilado el principio luminoso, todas esas señoras se precipitaron a estudiar la teoría de la relatividad y sus descendientes en épocas cercanas compran todo lo que publica Stephen Hawkins, sin comprender ni las comas. Después de esa frecuentación, la relatividad se hizo, de un modo paradójico, absoluta: tambalearon no sólo las leyes newtonianas, sino también las creencias religiosas, la importancia del adulterio (el que esas damas cometían más que el infligido por sus maridos) y hasta la idea misma de pecado. La condesa de Noailles, célebre y bella poeta amiga de Proust y más tarde de Victoria Ocampo, tras haber escuchado hablar de la resistencia de los materiales a un físico de la Academia, recibía a sus invitados con la pregunta: "¿Usted sabe que hasta el hierro se cansa?"

La vanguardia artística del siglo XX floreció bajo la protección de la elite social, que no quería perderse la última novedad de los bohemios, de los arrrrtistes ( sic ) que producían pintura, música, poesía y novelas en profusión, mientras se emborrachaban, se drogaban o se acostaban los unos sobre los otros, con el ritmo frenético de una proyección de cine mudo.

El esnob necesita el cosmopolitismo como el oxígeno. Ninguna reunión tiene nivel si no hay invitados de distintos países que hablan distintas lenguas, que pasan de la una a la otra como de la langosta al faisán. En ese sentido, la globalización es un bálsamo. Rouvillois señala que el uso de palabras inglesas (habría que agregar las francesas para quienes no son franceses como él), mechadas en una conversación mantenida en otro idioma, son un síntoma de esnobismo. Eso era cierto hasta hace unos diez o quince años. Hoy el esnob de última generación jamás haría algo así. Más bien no intercala ninguna expresión extranjera en el idioma del país donde se halla. Debe dominar, por lo menos, cuatro idiomas extranjeros, y el inglés no agrega nada: es lo básico, no cuenta a la hora de los méritos. Si no se sabe inglés, a uno sólo lo espera el extremo de la mesa a la hora de la comida, el purgatorio donde, a veces, los camareros se olvidan de servir porque saben que es el lugar reservado a los invitados de relleno. Eso sí, en caso de una reunión con asiáticos, por ejemplo chinos, todos deben hablar inglés y nadie debe expresarse en otra lengua.

Según Rouvillois, el esnob no le presta mucha atención al dinero porque lo impulsa una necesidad poética. Philippe Jullian opina todo lo contrario. Inútil decir que éste tiene razón, ¿quién puede negar que el dinero, como el sexo, es una fuente inagotable de fantasías y de exclusión, ingredientes esenciales del esnobismo? Basta ver, de lejos, a un Rothschild en un hotel; no digamos darle la mano a un Rockefeller, para que casi cualquier burgués con aspiraciones caiga en un estado de ensoñación y ansiedad. Bloch, uno de los personajes esnobs de En busca del tiempo perdido de Proust, es presentado en una reunión a una vieja señora a la que no le presta atención porque no oye con nitidez el nombre que le mencionan, hasta que, de pronto, se entera demasiado tarde de que ese dama desdeñada era la esposa del barón de Rothschild y, por una vez, se le escapa una frase que es una confesión de dolor: "Si hubiera sabido...".

En Italia, hay una sola familia a la que no le interesa ostentar título de nobleza: los Agnelli. Muchos de los miembros de esa dinastía industrial están casados con aristócratas, pero éstos seguramente preferirían perder sus blasones, pero no el vínculo que los une al apellido que se han ganado por matrimonio. Los Agnelli son la casa reinante de Italia. Gianni, el "Avvocato", como se lo conocía en todo el mundo, el más famoso del clan, estuvo casado con la princesa Marella Caracciolo, uno de los cisnes de Truman Capote. No muchos esnobs recuerdan que ella había nacido Caracciolo, entre otras cosas porque jamás volvió a usar ese apellido una vez que salió de la iglesia donde se celebró el enlace con Gianni. Se la conoce como Marella Agnelli, la mujer del cuello interminable. "Tiene dos vértebras más que el resto de los humanos", decían sus amigas y sus enemigas.

Para todo esnob, el deporte es hoy un problema grave por su popularidad. La equitación con caballos propios está muy bien vista. Pero ahora cualquier centro civilizado tiene campos municipales donde se la practica con animales de alquiler. Y algo parecido ocurre con el golf. Hay jinetes que montan muy bien y golfistas excelentes, que se entregan a esas prácticas simplemente porque les gusta, sin que por sus cabezas pase la menor intención de ascenso social. El caso del tenis es aún más complejo. Lo que le importa a un esnob es que lo vean y con quién lo ven. Hasta la década de 1950 el tenis era muy chic. Red de por medio, uno se enamoraba de una mujer o de un hombre con título de nobleza o con apellidos de esos que, como decía Mujica Lainez, suenan como música de Bach. Pero ya nadie va a una cancha para conocer a Adolfo Bioy Casares, no sólo porque murió, sino porque lo que importa en un court es ganar millones de dólares, es decir, salvarse del Apocalipsis con una raqueta.

Lo único que aún resiste es el polo. Y, una vez más, se advierte la importancia del dinero en el esnobismo. En la mayoría de los casos, jugar polo significa tener una fortuna considerable. A los esnobs sin medios, sólo les cabe asistir a un partido como público y codearse allí con los que, de verdad, "pertenecen". Por la calidad excepcional de los jugadores, el polo es el pase libre de los argentinos en la elite social. Casarse con un polista es casi como hacerlo con un noble: abre muchas puertas. Pero hasta ese último refugio ha sido invadido. Sultanes y jeques contratan a los campeones nacionales para que éstos les enseñen y las agencias de publicidad los exhiben como modelos, de modo que en las finales de los campeonatos aparece fatalmente una concurrencia mezclada. En ese sentido, como señala Rouvillois, la única defensa del esnob recalcitrante es la práctica de cualquier deporte -natación, box, tiro- pero en un club cerrado, muy exclusivo, con el ingreso de socios limitado por un comité que rechaza a los indeseables por medio de una bolilla negra en una sesión de voto secreto. Entonces uno no sólo dice que nada crawl , sobre todo dice dónde nada. No importa que se tenga piscina en casa. Además, hay que ir a un club, ese club. El esnob habla y piensa en bastardilla.

La comida tampoco escapa de la cosmovisión esnob. La trufa ha sido siempre el ingrediente más caro, el diamante que corona toda comida como se debe. En cambio, el caviar ha sido valorado sólo recientemente. En el siglo XIX, era más bien desdeñado. Se lo consideraba tan modesto como el arenque. Dos hechos muy distintos alteraron su destino. La revolución rusa obligó a la nobleza de San Petersburgo y moscovita a exiliarse, además cortó el suministro de esas pequeñas perlas negras al resto de Europa. Los príncipes y archiduques que habían podido emigrar con fondos aumentaron la demanda del producto; para ellos era algo así como la magdalena de Proust: un viático que les permitía recuperar el pasado esplendor gracias a la memoria del gusto. La cotización subió. A los hechos políticos, se sumó la moda de los Ballets Russes de Diaghilev. Las mujeres empezaron a vestirse con toques de estilo eslavo y oriental, impulsadas por Paul Poiret; se entregaban a sus amantes en almohadones tan mullidos y voluminosos como los que Bakst había diseminado en el ballet Scheherezade para que la bailarina Ida Rubinstein sucumbiera a los embates de su esclavo semidesnudo. Los saltos de Vaslav Nijinsky en escena desencadenaban espasmos en los cuerpos frágiles y sensibles de las espectadoras. Corrió el rumor de que el fauno llegado de las estepas se alimentaba de las huevas hasta entonces relegadas. Cuanto más alto saltaba el protegido de Serge (Diaghilev), más subía el caviar.

Rouvillois menciona la moda de la comida molecular como la última locura esnob. Esa excentricidad tecnológica, obra del catalán Ferrán Adrià y difundida por el restaurante El Bulli, atrae a los esnobs adinerados, ávidos de novedad, sin que se den cuenta de que Adrià ha sido tapa de diarios y revistas, es decir, que ya pertenece a las masas. Más allá de ese caso extremo, convengamos que la high y lo que hoy se llama el público cool e ilustrado aprecian los platos literarios: todos los de Alejandro Dumas, Proust, el príncipe Tomasi di Lampedusa, así como las recetas de Alice B. Toklas, la compañera de Gertrude Stein, y las de Mapie de Toulouse Lautrec. Quizá la única dieta chic por excelencia y austeridad es la de la baronesa Karen Blixen (en literatura, Isak Dinesen): sólo comía ostras y espárragos, y bebía únicamente champagne. Cuando no había espárragos, subsistía con las ostras. De todos modos, a un esnob que no puede prescindir de los vegetales, fuera de la estación de los espárragos, le quedan las endibias, dignas como el vestidito negro de Chanel, y los corazones de alcauciles (jamás el alcaucil entero hervido al que se le chupan las hojas). El colmo de la elegancia es un chef que sepa preparar a la vez la cocina francesa clásica y los alcauciles a la judía. Para comerlos, el mejor restaurante del mundo es Piperno en el gueto de Roma.

Un esnob debe saber qué preparación comer en los establecimientos de moda y con qué vinos acompañar cada especialidad. Por ejemplo, los Mont Blancs, esas deliciosas esferas de puré de castañas, crema y merengue, hay que ordenarlos en Angelina (ex Rumpelmeyer), en la rue de Rivoli, donde iniciaron sus amores Victoria Ocampo y Pierre Drieu La Rochelle. Los manjares típicos de Hungría, en el restaurante Gundel, de Budapest; el cóctel Bellini, en el Harry´s Bar de Venecia. Pero todo eso es hoy algo archiconocido. Lo que haría cualquier hombre o mujer que lee revistas en una peluquería o que compra una guía turística bien hecha. Instruido por esos libritos, cualquier viajero lleva de regalo a su familia o amigos el foie gras trufado de Fauchon, los chocolates de Godiva, vinos toscanos o de Château Lafite Rothschild, todo lo que era respetable y que hoy se encuentra en las góndolas de los duty free de aeropuerto. No se puede luchar contra la masificación y contra Google: ése es el drama de todo esnob del siglo XXI. Con un clic, hasta un barra brava con prontuario tiene acceso a la información más exclusiva, suministrada on line por los delatores del gran mundo. Apenas se menciona un nombre secreto, ya está en los foros de la Web, trincheras del esnobismo informático.

La prensa ha colaborado en el cambio de los criterios mundanos. Le Figaro , Point de vue (magazine dedicado por entero a la realeza europea), Vogue (la versión estadounidense, la británica y la francesa), Tatler abren sus páginas a figuras cada vez más populares, reformulan sus reglas y levantan prohibiciones, con lo que todo el juego del esnobismo pierde su gracia. Casi cualquiera que sea rico y famoso tiene cabida en ellas. Revistas como El Hogar , Atlántida , París en América , donde las modelos publicitarias eran señoras de la sociedad argentina e internacional, han sido reemplazadas por Hola y sus adaptaciones locales, Gente y Caras . El esnobismo mundano argentino ha empezado desde hace mucho tiempo a confundirse con el culto a las celebridades, aunque se trate de un jugador de fútbol. Los odontólogos y cirujanos plásticos de estrellas y presidentes se convierten en invitados codiciables para una comida: han restaurado caninos y arrancado molares de los seres que iluminan o rigen nuestras vidas, les han inyectado bótox y colágeno en los labios para que nos arenguen mejor.

La literatura y el arte han sido siempre el terreno de encuentro de las elites. Rouvillois señala que el esnobismo artístico supone la existencia de obras juzgadas demasiado difíciles para un público amplio. Por eso, el clasicismo en pintura no atrae a los esnobs, salvo cuando hay una gran muestra; por ejemplo, Giraudet en el Louvre, Poussin en el Grand Palais, la pintura pompeyana en las Scuderie del Quirinale. La misión de los esnobs, semejantes a los mártires, es defender las vanguardias contra los retrógados, contra los paganos que no aprecian las nuevas religiones. ¿Qué habría sido de Picasso y de Dalí, del cubismo y del surrealismo, de Duchamp y de Warhol sin ellos? Las bienales de Venecia, con sus instalaciones cada vez más estrafalarias, les deben la razón de su existencia. Los coleccionistas de arte contemporáneo, los que compran desde un Rembrandt y un Monet hasta los tiburones de Daniel Hirst y las imágenes casi pornográficas de Jeff Koons, han invertido y ganado fortunas gracias al esfuerzo desinteresado de esas almas que sólo buscan respirar el aire enrarecido de la innovación. Del mismo modo se impuso Wagner a fines del siglo XIX, después de un rechazo no demasiado enfático. Hoy, a pesar de que las composiciones del autor de Parsifal sirven como música de fondo de teleteatros, films y, hace unos años, radionovelas, el peregrinaje a Bayreuth conserva prestigio simplemente porque no se consiguen entradas para los festivales. Los pedidos no son satisfechos hasta que pasan por lo menos tres años. Durante ese lapso, el aspirante a una butaca debe renovar anualmente su humilde pedido. Esa prueba de iniciación demuestra a los organizadores del Festival que el interesado es un wagneriano genuino. Por eso, aún hoy cuando alguien dice que escuchó a Barenboim dirigir Tristán e Isolda en Bayreuth, se produce un silencio respetuoso. No por la experiencia musical a la que ese sujeto privilegiado asistió, sino porque logró entrar y "pertenecer".

Al principio, los Ballets Russes de Serge Diaghilev escandalizaron, pero la sensualidad de las coreografías, los colores y el exotismo hicieron que la música de Stravinski y la de Debussy pasaran a un segundo plano. Además Misia Sert, la condesa de Grefulhe (la mujer más hermosa de París), el conde Robert de Montesquiou-Fesenzac y Jean Cocteau apoyaron a Serge y a su troupe. Esos nombres fueron las locomotoras que arrastraron al resto del público. Por otra parte, no todo era abstruso en las producciones de Diaghilev, que tenía el buen tino de encargar trabajos a Francis Poulenc, a Darius Milhaud y a Manuel de Falla. Mucho más complicado, pero más digno y heroico para los esnobs, fue luchar por la Escuela de Viena. El dodecafonismo no halagaba los oídos y, por otra parte, las obras de Arnold Schönberg, Antón Webern y Alban Berg sólo inspiraban angustia y sugerían climas tenebrosos como una sesión de torno en el dentista. Ya a mediados del siglo XX, los casos de John Cage, de Stockhausen, de Luciano Berio encontraron al público, no más receptivo, sino más domado, aunque la música de esos nuevos genios no era menos ingrata que la de los vieneses. Cuando los sacrificados esnobs lograban acostumbrarse a una revolución sonora, lo que no quería decir disfrutarla, ya había un compositor con otro hallazgo, Messiaen, Boulez... Philip Glass fue un oasis, de aburrimiento, pero un oasis. Su música, repetitiva hasta la saciedad, prendió de inmediato entre los oyentes avisados simplemente porque, en el fondo, era convencional. Lo único distinto era esa repetición incesante de un motivo que provocaba el efecto de que el tiempo parecía no pasar nunca, de que la orquesta se había rayado como un disco. Los esnobs iban en grupo a las óperas de Glass y se dormían por turnos en las butacas. El que debía hacer guardia en el final aplaudía y gritaba bravo bien fuerte para despertar a sus compañeros.

Cuando se piensa todo lo que deben afrontar los esnobs, uno no puede sino estarles agradecidos. Hoy disfrutamos del impresionismo, de Picasso, Braque, Ravel, los poemas surrealistas, Proust y Kafka, el caviar, la comida étnica y el diseño italiano porque ellos se inmolaron en los altares del gusto ajeno. Santos e impostores, merecerían que el vulgo, del que siempre buscaron escapar, les levantara un monumento de reconocimiento. Quizá lo esperan. Pero la lista de esos mártires, eso sí, debería ser cerrada y breve, como la que ellos mismos confeccionarían.

Hugo Beccacece

© LA NACION

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