7.6.09

Ser o no ser Raymond Carver


MAESTRO DEL RELATO BREVE. Algunas de las versiones originales de los cuentos de Carver tienen otros finales y pierden, de algún modo, las características de un estilo.

La inminente publicación de los cuentos sin editar del escritor estadounidense renueva el debate en torno al trabajo de su editor, Gordon Lish, y de la creación del estilo minimalista en el relato breve. Escriben Juan José Becerra y Alberto Fuguet.


Por: Juan José Becerra

La edición de estrellas litera­rias tiene una larga tradición de glorias negativas que se van inflando con los años. La úl­tima de estas inflaciones la recibió el editor Gordon Lish por parte de la viuda de Raymond Carver, Tess Gallagher. Es una historia que nace con la muerte de Carver, en 1988, y se prolonga como un simulacro de guerra moral entre derechohabientes y mecenas. Sim­plemente, los originales de Carver no encajan –nunca encajaron– en las ediciones que Lish realizó en favor del sello Knopf, en general aceptadas por el autor a cambio de ciertas quejas algo vagas que jamás consideró necesarias llevar al cam­po de los hechos. Las fricciones en­tre editor y editado se mantuvieron siempre en el mismo canal de con­fidencia que incluía los acuerdos de publicación y, seguramente, las conversaciones literarias de las que no hay registro. El malestar de Carver con Lish nunca fue público, hasta que un día rompieron las re­laciones que habían comenzado en 1971, cuando Carver permitió que su cuento Los vecinos , enviado a la revista Esquire, pasara a llamar­se Vecinos por recomendación de Lish, en quien desde un principio podemos ver sus intenciones de censor y estilista gravitando sobre la literatura de su protegido.

Aquellas diferencias remotas que han estado acompañando la posteridad de Raymond Carver podrían zanjarse el año próximo con la publicación de sus cuen­tos en versiones originales, sin las mutilaciones de Lish que, en algunos casos, reducen la materia narrativa de un relato a la mitad de su extensión, sustituye finales y riega de una supuesta frialdad la también supuesta sensibilidad car­veriana. Las primeras alarmas que sonaron revelando el atropello del editor contra la candidez o la falta de carácter de su artista –y donde podemos sospechar una escena de sacrificio: Carver minimaliza­do por Lish, como quien dice ji­barizado– fueron emitidas por "El hombre que reescribía a Carver", un artículo de Alessandro Baricco publicado en La Repubblica de Ita­ lia en 1999, y en un texto de inten­ciones parecidas firmado por D.T. Max y aparecido en agosto de 1998 en The New York Times.

Baricco viajó a Bloomington, y se internó en la Lilly Library, la biblioteca de la Universidad de In­diana, donde pudo hallar algunos manuscritos de Carver con y sin las correcciones de Lish, y com­parar las versiones para descubrir que hay dos Raymond Carver: el narrador de un mal naturalizado y de algún modo puro (el Carver inoculado por la cepa censora de Lish: un Carver que no siente); y el narrador de otro tipo de mal, un mal mejor: el mal humanizado, que incluye el remordimiento y la compasión luego de ser ejerci­do por las fuerzas descontroladas que anidan en los fondos oscuros de todas las identidades.

Uno de los cuentos observados por Baricco es Diles a las mujeres que salimos , aparecido en De qué hablamos cuando hablamos de amor , en el que encuentran trans­formaciones drásticas. Es uno de los cuentos franquicia de Carver, y el que le da el momento de mayor intensidad a Shorts cuts (conocida aquí como Ciudad de ángeles ), la película de Robert Altman basada en nueve de sus cuentos que, com­binados, nos dan una fiel novela carveriana. En la versión de Lish, el relato se desplaza hacia un he­cho de violencia gratuita, una vio­lencia porque sí que en la versión original aparece presentada como un hecho que, deteniéndonos un poco en él, se puede comprender. La pregunta que surge no es temá­tica –en eso las cosas no cambian demasiado: toda la obra de Carver es un parque temático de desgra­cias– sino formal: ¿quién inventó el minimalismo? Si nos dejamos llevar por Tess Gallagher, no es de ninguna manera un invento de Raymond. Todo lo contrario. Para ella, Carver padeció el minimalis­mo en el sentido en que un lepro­so padece la lepra: como enferme­dad pero también como identidad falsa (y peor aún: como identidad única reducida a una marca).

Pero no hay dudas de que Car­ver fue un escritor que basó su arte narrativo –tanto el curado por Gordon Lish como el libera­do por la propia Gallagher en los cinco cuentos de Si me necesitas, llámame – en una economía de la necesidad que no sólo era nece­sidad formal. También era una necesidad vital –y de algún modo una impotencia– que confesó sin pudores en "Escribir", los párrafos ya legendarios en los que concen­tra una memoria de su artesanía. Lo que dice Carver es que en los años sesenta (su primer cuento es de 1961) notó que frente a las obras voluminosas, sean para escribirlas o leerlas, lo asaltaban "problemas de concentración". Su entrada a la literatura implica una renuncia temprana a la novela y el apego a un principio que instala su onto­logía de escritor: el de elaborar un mundo en "consonancia" con su "propia especificidad".

El programa retrospectivo de Raymond Carver se extiende en divagaciones seudoteóricas, nom­bres propios –entre los que cuesta creer que figure, halagado, el de Vladimir Nabokov–, prejuicios sorprendentes y una reverencia, quizá la única en todo el texto, ante el estilo de Chejov: "Amo su claridad, su sencillez: amo la muy alta revelación que hay en ellas". Claridad, sencillez, revelación: un decálogo carveriano de tres puntos, posiblemente demasiados para un manual de lo mínimo.

Reportados hiperbólicamente como haikus –imaginemos un error de percepción similar: una novela a la que llamemos soneto–, los relatos de Carver, por lo gene­ral, no son cuentos. Son escenas –a veces una sola– de sucesos que ocurren mediante un cierto pa­trón, el de una secuencia dramáti­ca de carga y descarga que respeta una sola condición: que se cargue por un lado y se descargue por el otro. Ni evolución del relato en el sentido de una lógica visible –me­nos de una cronología– ni progre­so narrativo al modo una sucesión de acciones, el arte carveriano del relato se distingue, con sus excep­ciones, por una presencia inad­vertida y peligrosa: un núcleo de presión que tanto puede explotar como latir indefinidamente. Las fuerzas que componen sus histo­rias, sobre todo las fuerzas negati­vas que las preceden y sobrevue­lan una actualidad de falsa calma para destruirla o desenmascararla, se manifiestan como un peso in­soportable que tarde o temprano provoca el hundimiento.

Esos climas depresivos caen sobre casi todos los relatos, sean estos más o menos minimalistas, o más o menos extensivos. Desde el punto de vista de la austeridad narrativa, nada cambia entre los veintidós relatos de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (es­critos entre 1963 y 1976) y los doce de Catedral (fechados entre 1981 y 1983). Que ambos libros tengan una cantidad de páginas simila­res no implica que Carver haya decidido escribir largo. Se trata de otra "consonancia", que no deja de ajustarse a los viejos patrones de su economía básica.

Lo carveriano ya es, en 1983, un estilo y, también, un repertorio de la literatura que comienza a in­fluir de un modo notorio en varias lenguas. En español tenemos un caso de minimalismo degenerado y frondoso: el minimalismo evolu­cionado de Roberto Bolaño. Proe­zas de narraciones condensadas, y sucesivas, las escenas que cursan las novelas de Bolaño –mucho más que sus cuentos– son una de­mostración de eficacia y tensión lí­rica que producen en su literatura un insólito efecto de oxigenación y asfixia que Carver también supo dominar pero en la forma breve.

Entre argentinos, el coto mi­nimalista se ha dado y se da hoy mismo en los concursos de cuen­tos, donde la población carveriana entre los participantes se da por amplia mayoría. Es allí donde el perfeccionismo y el rendimiento de Carver, basados en una neu­rosis de la corrección y en aquella materia intangible llamada talento (la versión tangible de esa materia se llama escritura artística), se con­funden con la facilidad y el senci­llismo.

No es el caso de Martín Rejt­man, quien es su primer libro de relatos, Rapado (1992), encuentra el tono justo de un minimalismo local con sus propias escenogra­fías urbanas, sus despliegues cir­culares de tedio y banalidad y sus personajes insignificantes, depre­sivos funcionales que encuentran en la soledad la manera de evitar el derrumbe en compañía. Se tra­ta de un minimalismo argentino que podemos asociar al relativis­mo cultural, o a cierto minimalis­mo poscarveriano. Las principales fuentes de desgracia en Carver son el divorcio y el despido, incubados respectivamente en el matrimonio y el trabajo. En cambio, en las his­torias de Rejtman no hay mucho que perder (no se gana ni se pier­de, y las expectativas de felicidad son modestas cuando no nulas).

Pero si Raymond Carver ha vuelto a estar presente en la lite­ratura argentina ha sido a través de Bajo este sol tremendo , la no­vela del chaqueño Carlos Busqued (2008), uno de sus discípulos dis­tantes que supo retomar las vibra­ciones clásicas del minimalismo, incluso las de ese equívoco re­dundante llamado realismo sucio (como si pudiera haberlo limpio, siendo que no lo hubo siquiera en Stendhal o en Balzac) y encap­sularlas en una novela en la que hombres y bestias forman parte de una misma familia sin jerarquías.

El minimalismo de Busqued es un laconismo, es decir un es­tilo adquirido –como el flemático, el lacónico sabe muy bien de qué modo no tiene que hablar– some­tido a un tratamiento intenso de planificación literaria donde, al mismo nivel de importancia que el estilo, el montaje es el recurso que define la forma. Pero ya esta­mos muy lejos tanto de la censura artística de Gordon Lish, como del genio de Raymond Carver y los ce­los de Tess Gallagher. El minima­lismo ya atravesó algunas eras y camina solo. Y si en su despliegue ha sabido conservar una huella escenográfica y una adicción co­mún en sus personajes, mucho más nociva que cualquier placebo o química, estas han sido el televi­sor como artefacto de contempla­ción, como el fuego moderno, y la telefilia como relación entre cual­quier sujeto y su cultura. En esos elementos permanentes cuyas presencias abundan en Rejtman y Busqued (y antes en los livings de John Cheever) podemos hallar el haiku carveriano que nos muestra a hombres solos, frente a la panta­lla del televisor, como bombas de tiempo que ya han comenzado a contar hacia atrás.


Carver Básico
Estados Unidos, 1933-1988. Escritor
Es considerado el maestro del relato breve y el creador del "minimalismo".
Vivió en docenas de lugares, tuvo infinidad de trabajos y siempre estuvo agobiado por la falta de dinero. En uno de los ensayos de "La vida de mi padre" explica las razones por las que nunca pudo escribir una novela: sólo tenía ratos libres mientras la ropa se lavaba o sus hijos se iban a dormir. Entre sus libros pueden mencionarse "¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?", "Catedral" y "De qué hablamos cuando hablamos de amor".


La fundación de una estética

Por: Alberto Fuguet
¿Es Carver Carver?

¿Cuánto lo ayudó-mutiló-mejoró su editor Gordon Lish?

Llevo días leyendo todo lo que se ha publicado acerca de esta "amistad forjada en el infierno" donde dos seres dañados, crea­tivos y ansiosos se juntaron para crear algo que los potenció y se­paró para siempre: los cuentos de Raymond Carver.

Lish no inventó a Carver. Las gente no se inventa; tampoco los mundos, los temas, la mira­da. Carver tenía mundo, tenía temas, tenía mirada. Tenía un planeta o, al menos, un conda­do: Carver County , un sitio de la América profunda donde el fra­caso, el cansancio, la ignorancia y la soledad es el pan de cada día. Lo que sí se puede hacer, y debería hacerse, y se hace, es editar. Editar no implica sólo cor­tar-tajar-tachar.

Editar es mejorar, destilar.

Carver necesitó, al menos al principio, un editor, algo que no tiene nada de malo ni es motivo para esconderse-avergonzarse. Personalmente, no le tengo mie­do a los editores ni al proceso de editar. Parte de lo que le to­ca a un escritor es enfrentarse a la crítica, al éxito o al fracaso y a sí mismo. Un editor bueno debe funcionar como un espejo con mucha luz. Debe mostrarte tus manchas y errores y, cómo no, ser sincero. Un autor pue­de ser desconfiado y paranoico con todo el mundo pero no con su editor. Un autor no sólo de­be ser capaz de crear su propio mundo y quizás sus lectores sino armar un lazo creativo-y-conve­niente con su editor. Y si ese edi­tor es buena persona, perfecto. Si es un megalómano entonces el autor deberá ser capaz de no aceptar sus consejos-ediciones y usar esos "estúpidos consejos" para reafirmar su fe en su texto. Un autor debe creer en su texto pero también debe reconocer sus capacidades y limitaciones. Un buen autor entenderá a la primera cuando los consejos de su editor (o amigos o lector-de-confianza o quien sea) le sirven y cuando le parecen erróneos o tontos o insólitos. Como comen­tó Tobías Wolff, "uno asume que la gente entiende que la labor de un editor es ayudar a mejorar el trabajo. ¿Quién quiere un editor que no quiera hacer eso?"

Gordon Lish contribuyó bastante en plasmar lo que en su momento se llamó minimalismo o realismo sucio. Quizás la manera en que Lish lo hizo fue burda, casi cer­cana al matonaje. Quizás se apro­vechó de la debilidad-desespera­ción de Carver por "existir". A lo mejor Lish es un arrogante. Da lo mismo. Lish hizo su trabajo.

Hace más de diez años empezó a conocerse "la verdad" y, hace poco, The New Yorker publicó un relato "inédito" que se titula Be­ginners (versión previa de De qué hablamos cuando hablamos de amor ). Ver las hojas del manuscri­to tachadas recuerda a un solda­do amputado lleno de cicatrices. Y eso impacta; acaso revuelve el estómago; ¿pero alguien le miró los ojos al soldado? Beginners es un cuento muy superior a cual­quier cuento de alguien que va a un taller y quizás mejor que cual­quier cuento de algún prócer de la literatura latinoamericana pero es un Carver de segunda. Es un Car­ver principiante. Beginners : prin­cipiantes. Mutilado y cercenado, o sólo editado en forma severa, lo cierto es que De qué hablamos cuando hablamos de amor es superior. Es Carver-Carver.

De nuevo: ¿es Carver Carver?

Claro que sí. Lish hizo su traba­jo y me da lo mismo si fue mala persona. Su versión no sólo es mejor sino que capta la esencia de Carver y quizás logró que un buen cuento se transformara en un relato fundacional de una es­tética-ética nueva.

Carver no era un niño. Es cier­to que no tenía mucho dinero y también un pasado. Pero Carver aceptó las recomendaciones de Lish. Pudo decir no. No lo hizo. Creo que no lo hizo porque en­tendió que sus cuentos mejora­ban con la mirada de Lish. Por eso aceptó.

No se puede redecorar una casa si la casa no existe. Tampoco po­dar un árbol que no tiene ramas. Es atractiva la idea del autor-co­mo-mártir, el autor como ser au­tónomo y, en estos días, nada es más atractivo que la moral del making off . La verdad es que me da lo mismo cómo se hizo. Lo importante es que se hizo. Tess Gallagher, su "creativa" viuda, y los que han querido "limpiar el nombre" de Carver sólo están logrando iluminar la labor de al­guien que debería permanecer en las sombras: el editor. Pero esta notoriedad de Lish es pasa­jera: Carver es y será Carver y Carver es tan fuerte (mucho más que el hombre llamado Raymond Carver) que podrá superar inclu­so que publiquen sus cuentos en eso tan ridículo llamado "Versión Original" y que, en el mundo del cine o de la música, no sólo no es tema para escándalo sino es señal de orgullo acceder a esos grandes productores o montajis­tas (Phil Spector, George Mar­tin) que logran sacar lo mejor del artista. Porque al final de eso se trata. Al menos me gustaría pen­sar que sí.


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