3.6.09

Kundera sin prejuicios

Milan Kundera. Fuente: blogsFcom

Difícilmente Milan Kundera volverá a tener el protagonismo que tuvo en la década de los 80 con la novela La insoportable levedad del ser. ¿Por qué se hizo tan célebre esa novela de título tan poco comercial y escrita por un autor tan radical? Quién sabe. Lo cierto es que Kundera no fue mejor ni peor en ese libro que en los otros suyos, y los que siempre lo amaron lo siguen amando hoy en día. Mercedes Monmany, por ejemplo, emocionadísima celebra la aparición de Un encuentro (Tusquets):



Pocos autores o intelectuales de nuestros días son capaces de hablar con esa apasionada libertad, con esa falta de prejuicios con la que habla Kundera en un libro absolutamente original. Una forma que «se vincula a su personalidad de un modo tan indisociable como sus ideas». Lo hizo Malaparte en La piel. Lo hizo también Montaigne en sus Ensayos o, puestos a hablar de escritores salidos del «mundo sepultado de la Europa Central», el Nobel polaco Czeslaw Milosz en su Abecedario (Turner). En estos múltiples encuentros o chispas aparentemente fortuitas y sin conexión ninguna de la Historia, de la política, del arte y de sus representantes tanto marginales y repudiados como oficiales y pretendidamente legítimos de cada momento -ya sea hablando de Salman Rushdie, de Carlos Fuentes y de Philip Roth, de su querido Rabelais, de Schönberg o Iannis Xenakis, de Aimé Césaire y la fundación de la negritud, o de la cruel dictadura de salones reales o virtuales a la hora de enterrar en execrables listas negras a escritores hace nada ensalzados en lo más alto del Olimpo-, Kundera nunca oculta su fascinación y respeto por los invisibles, por los «inutilizables por su apoliticismo» -como Hrabal-, por los despreciados y enviados al basurero de la Historia, por los extranjeros perpetuos que sólo pueden señalar como Patria un viejo exilio prolongado; por los que se colocan en ángulos esquivos más que en iluminados centros; por los vilipendiados a diestro y siniestro que escogieron actitudes «descortésmente no ideológicas» -su admirado Skvorecky-; por los más proclives a ser olvidados, o por esos «escritores bastardos», como el serbio Danilo Kis, que siempre se declararon fuera de cualquier filiación simbólica («no soy disidente ni emigrante») o escena posible que los engullera. O por un «escritor comprometido» como Malaparte, antaño testigo neutral orgulloso de su exactitud, seguro de saber dónde están el mal y el bien, que al final de la Guerra Mundial habla por fin, tan sólo, en nombre del hombre dolido: en nombre del poeta.



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