El autor repasa su amistad con Ricardo Piglia y, de su mano, revive la incensante curiosidad del escritor recientemente fallecido
Claudio Pérez Míguez, Ricardo Piglia y Beba Eguía. C.P.M./elmundo.es |
Conocí a Ricardo Piglia cuando era un adolescente, por el año 1983 o 1984 más o menos. Yo en esa época frecuentaba a Borges y me encontraba concentrado en la lectura de sus libros. Gracias a un amigo que me avisó, me enteré de que Piglia daba un cursillo de cuatro clases, en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, llamado Cómo leer a Borges. Se trataba de una serie de seminarios dedicados a diferentes escritores -Saúl Yurkievich daba Cómo leer a Julio Cortázar-. Me inscribí y asistí a todos los encuentros. Fue el primer contacto con una mente prodigiosa y culta que encerraba toda la literatura, sobre todo la literatura argentina, que era mi principal interés en ese momento. En mi recuerdo la figura de Ricardo se presenta cercana a la del actor Peter Falk, en su célebre personaje Columbo.Llegaba con su gabardina con el gesto que siempre tuvo de inclinar la cabeza cuando hablaba y comenzaba a dibujar sus relaciones literarias, sus ideas, sus conclusiones, la teoría de los dos linajes en la obra de Borges.
En el año 2002, junto con Raúl Manrique, nos vinimos a Madrid, con la finalidad de establecer el Centro de Arte Moderno, que finalmente inauguramos en septiembre de 2003. A partir de entonces, el contacto, más allá de algún esporádico viaje a Buenos Aires, se fue dando a través de sus muchas visitas a Madrid. El libro Algunos son el dos, con textos de Piglia e imágenes de Justo Barboza, fue una de las primeras cosas que hicimos. Pero, más allá de diferentes actividades que realizamos juntos, lo mejor fue compartir los días con él y con otros amigos, salir a pasear y entablar largas charlas en la que las cosas triviales se mezclaban con la alta literatura, acompañadas, siempre, de un gran sentido del humor.
Muchas veces lo iba a buscar al aeropuerto cuando llegaba, y lo llevaba cuando se iba, aunque el hacerle perder un AVE a Barcelona, por quedarnos hablando en un restaurante de Argüelles, minó su confianza en mí como chófer.
Recorrimos muchos sitios de Madrid, y de su entorno. Por ejemplo cenamos una vez en Segovia para ver el acueducto de noche. Pero tal vez, una de las visitas más curiosas que hicimos con él y con Beba Eguía, su mujer, fue a Villacañas, provincia de Toledo, donde, por consejo de Justo Barboza, fuimos a visitar el Museo del Silo y el de La Tía Sandalia. El Museo del Silo muestra las viviendas, comunes en el pueblo hasta no hace tanto, excavadas en la tierra. El Museo de La Tía Sandalia es el dedicado a Sandalia Simón Fernández, una mujer altamente creyente, sin formación artística que llenó su casa con imágenes religiosas producto de su obsesión, hechas con escayola y otros materiales en tal número y diversidad que constituyó la casa en una obra de arte en sí misma. Ambas cosas causaron una importante impresión en él, pero sobre todo esta muestra de art brut o arte marginal, que no podía serle indiferente a un escritor no encerrado en su mundo sino al contrario, mostrando su sensibilidad y preocupación por las otras variantes artísticas que expresó siempre.
La última vez que nos vimos personalmente fue coincidente con la aparición de su libro El camino de ida. Ahí nos contó, a un grupo de amigos, que le estaban haciendo estudios porque había empezado a tener dificultades para abrocharse los botones de la camisa con la mano derecha. La enfermedad fue implacable y rápida, pero no pudo con su mente que trabajó, incansablemente, muchas horas por día hasta el último momento, en sus escritos literarios que eran para él el sentido de su vida.
Fue uno de los más grandes escritores argentinos, heredero de una magnífica tradición que contribuyó a engrandecer, pero además de esto fue una gran persona, generosa y un amigo leal que siempre nos acompañará.
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