26.8.16

Adiós a un maestro

El escritor mexicano Ignacio Padilla falleció el 20 de agosto a sus 47 años. El mundo cultural está de luto. Su alumna y amiga Carolina Vegas le escribe una carta póstuma

 Ignacio Padilla nació en 1968, en Ciudad de México./revista arcadia.com

Bogotá, 22 de agosto de 2016Querido Nacho,
Hoy abrí mi correo electrónico y me encontré con una foto que te tomó Camilo Rozo cuando viniste en 2011 a Colombia a recibir el premio La otra orilla por tu novela El daño no es de ayer, la última que alcanzaste a publicar. Él me la mandó de regalo, de recuerdo. Ver tu mirada clara y tu ojos siempre sonrientes me robó aún más lágrimas. Te confieso que he llorado todo el fin de semana, desde el sábado en la mañana, a eso de las diez, cuando me llegó un mensaje desde México al celular que decía: “Caro. Se murió Nacho Padilla”. Apenas lo vi grité. “¿Cómo así? Dios, ¿qué es esto?”. Tuve que llamar y oír la voz de Karla Zárate que confirmó lo que me acaba de escribir. “Fue un accidente automovilístico”.
Todos tus obituarios han recordado la inmensa obra que dejaste, como miembro ilustre de la generación del Crack, a partir de aquel manifiesto que escribiste junto a tus compadres Jorge Volpi, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palau y Ricardo Chávez Castañeda. Hablan de los premios que recibiste como el Juan Rulfo para Primera Novela, el Primavera de Novela, Internacional Juan Rulfo de cuento, el García Márquez de Estación Palabra, el Debate Casa América, y la lista sigue. Dicen que has sido uno de los escritores mexicanos más premiados de todos los tiempos. Tanto así que te acaban de hacer un homenaje en vida hacía apenas un par de semanas en el Palacio de Bellas Artes, por ser uno de los Protagonistas de la literatura mexicana. Allá mismo te habían convertido en miembro de la Academia Mexicana de la Lengua en un evento al que llegué tarde y no alcancé a oír tu discurso. Tu luego me lo entregaste impreso. Allí hablabas de la necesidad de distinguir la impureza, la ambigüedad en el lenguaje, más allá de la ortodoxia y la academia. Descubrir el habla de todos los días en las obras maestras, lo risueño, lo gestante, dijiste.Así que en esta carta, que no leerás (¿o sí?) me dedicaré no a hablar del académico, doctor de la Universidad de Salamanca, especialista en Cervantes y el siglo de oro, sino del maestro, mentor y amigo que me robó un hombre en un furgón que estrelló tu camioneta Honda gris y luego se dio a la fuga.
El día que te conocí, cuando entré a tu clase de posgrado en la Universidad Iberoamericana de México sobre el Viaje del Héroe, te llamó la atención que fuera colombiana. Alabaste a mi país y a las hamburguesas de El Corral: “es que ustedes no saben qué es una hamburguesa hasta probar esas delicias”, y me preguntaste si conocía a Ricardo Silva. “Sí, es amigo mío”. “Dale un abrazo al buen Ricardo de mi parte cuando hables con él”.
Yo no sabía quién era Ignacio Padilla, nunca lo había oído nombrar, pero me pareció simpático. Llegue a mi casa, le escribí a Ricardo para darle los saludos y miré en Google. ¡Oh sorpresa! Estaba recibiendo clases de una verdadera eminencia de las letras mexicanas. Ricardo me contestó: “Es uno de los inventores del Crack, el grupo de allá que es una maravilla. Y él es el mejor de ellos”.
Durante mis años en México descubrí que más allá de ser un Señor Escritor eras una de las personas más generosas que he conocido. Te ofreciste a leer el manuscrito de mi primera novela. La destrozaste, la llenaste de apuntes morados. La mejoré gracias a tus comentarios y logré que me la publicaran. Luego escribiste el blurb que acompaña su contraportada. Además me ofreciste presentarme a tus agentes, que no me quisieron por más que sé que insististe.
En tantos cafés y tantas charlas en tu oficina de la facultad, que no tenía ventana pero si un poster con la cara de Samuel Beckett y una cafetera pequeñita en donde mantenías una bolsa de café colombiano de las que te traía cuando venía a visitar a mi familia, me diste claves sobre los secretos de tu escritura. Como que hay escritores de mapa, que hacen esquemas y saben a donde va la trama antes de escribir, como yo, y otros de brújula que se sientan y se dejan llevar por la historia cual navegantes de antaño, como tu.
Me mostraste el cuaderno rojo de espiral, con hojas cuadriculadas, en el que estabas transcribiendo en tinta morada la novela que no alcanzaste a terminar. Eso hacías, escribir en computador y luego pasar todo a mano, con la zurda porque eras un zurdo orgulloso, cambiar y corregir, y luego volver a pasar a limpio y cambiar todo de nuevo. “¿Quién tiene tiempo para eso?”, te pregunté. “Alf, por eso me demoro tanto”. Y aún así en tus 47 años de vida publicaste una obra con más de 30 títulos de ensayo, novela y cuento.
Cuentista, así te definías. Es más tu perfil de Twitter dice “Físico cuéntico”. Te habías negado a las redes sociales hasta que abriste tu cuenta y comenzaste a trinar entusiasmado desde enero de 2012. Te encantaba Twitter y sé que seguramente te hizo sonreír saber que fuiste Trending Topic en México el sábado y el domingo. Yo me pasé ambos días leyendo mensajes que escribían otros, con la esperanza de que en alguno dijeran que no era cierto, que era como todas las veces que mataron a Chespirito sin ser verdad.
Pero la realidad es que te fuiste. Te fuiste y no vamos a volver a charlar, a echar chisme, como te gustaba a ti. “Hay un lugar especial en el infierno para todos aquellos que no saben apreciar un buen chisme”. Otra de tus frases era: “En la digresión está la diversión”, por eso todas tus charlas y tus clases llegaban en algún momento a tus tópicos favoritos: Papá Noel, el Ratón Pérez y El Quijote. Y es que tus clases eran una digresión en sí mismas. Mientras hice la maestría en Letras Modernas vi contigo clase sobre: la teoría del héroe, las sociedades secretas y la literatura, y los monstruos. Nada tenían que ver con mi tesis, ni mi línea de estudios de género, pero ahí estuve todos los miércoles en la tarde, presta a oír tus historias. Porque eran eso, clases de historias interminables, de una imaginación fantástica y un humor cruel.
Sé que te hacía mucha ilusión el año sabático que apenas comenzabas. Que planeabas pasar el otoño entre la Ciudad de México y Nueva York para luego viajar en enero a Berlín. En nuestra última conversación, el 10 de agosto, cuanto te pregunté si seguías con aquella novela que me mostraste en el cuaderno rojo me escribiste: “Sí, aunque crece y crece. Me dejé descansar para escribir mis cuentos y una novela sobre dodos y estorninos en Nueva York”. Comenzamos a hablar ese día, porque me equivoqué, no sé por qué quizás una señal del destino, y te felicité por tu cumpleaños el 7 de agosto. Cumplías el 7 de noviembre. No entiendo a qué vino mi lapsus, pero me dio oportunidad de hablar contigo por última vez y enviarte una foto de mi hijo, el mismo que llevaba en mi panza en noviembre de 2014 cuando nos abrazamos por última vez en la calle de Ámsterdam en la colonia Condesa después de compartir nuestro último café.
En mi cabeza ronda tu voz: “Alf, Alfito, Alfeñique querida”. Tu saludo de siempre. Tu sonrisa. Y no puedo dejar de pensar que el epígrafe de Joseph Campbell y el título temporal que tiene el libro que acabo de terminar es obra de tus enseñanzas. Sé que estarías orgulloso de eso. “Me parece maravilloso que estés escribiendo no ficción -que es lo de hoy”, me escribiste cuando te conté lo que estaba trabajando.
Hasta siempre querido maestro, mentor y sobre todo amigo. Escribir con tinta morada será mi homenaje. Por cierto, te quedaste con algunos de mis esferos favoritos.

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