9.9.14

Enrique Vila-Matas: Retrato de un bromista melancólico

 El autor de  Kassel no invita a la lógica  acaba de ganar el prestigioso Premio Formentor, que recibieron Borges, Beckett y Gombrowicz. El 24 inaugura el Filba en Buenos Aires
VILA-MATAS. Es uno de los escritores más leídos y comentados de las letras españolas actuales./revista Ñ


En literatura lo nuevo tiene muy mala prensa. En la conciencia colectiva está instalada esa absurda idea de que en novela no existe la innovación, de que lo poquito que no inventó Cervantes lo agotaron entre los vanguardistas históricos y los coetáneos modernistas (si es que, en el fondo, no son los mismos). Con Duchamp, Roussel, Lorca, Vallejo y otros insignes representantes de esa tradición inconformista e inquieta de la primera mitad del siglo XX, entre las artes y las letras, Enrique Vila-Matas se emparentó en Historia abreviada de la literatura portátil, una novela absolutamente novedosa en el panorama español de 1985, de extirpe borgeana, hermana mayor de La literatura nazi en América que su amigo Roberto Bolaño publicó una década más tarde. Y treinta años después, en su último libro, Kassel no invita a la lógica (2014), leemos lo siguiente: “creo que es mi centro, creo que es la esencia misma de mi forma de estar en el mundo, mi sello, mi marca de agua: hablo de ese desvelo continuo por buscar lo nuevo”.
Esa búsqueda recorre como médula ósea la columna vertebral de su obra, cuyos títulos más importantes podrían ser, en los últimos veinticinco años, El viaje vertical (1999), Bartleby y compañía (2001), El mal de Montano (2002), París no se acaba nunca (2003), Doctor Pasavento (2005), Dublinesca (2010) y Aire de Dylan (2012). De ver esa selección como un viaje, el itinerario nos llevaría de México a Hollywood tras recorrer buena parte de Europa, Madeira, Dublín y un canon promiscuo e internacional, que incluye a Kafka, Joyce, Walser, Pessoa, Duras, Borges, Nabokov, Pitol o Sebald. No es casual, a ese respecto, que sus textos se muevan (gaseosos) entre la novela, el cuento, la crónica autobiográfica y el ensayo; ni que el impulso primigenio de la narrativa vila-matiana sea el viaje.
Un viaje por arenas movedizas, por territorios inestables: los de la imaginación, los de los géneros que se difuminan, los de la metaficción que es finalmente toda literatura consciente que se precie de serlo. En los ensayos –por llamarlos de algún modo– de Chet Baker piensa en su arte (2012), Vila-Matas se identifica con los procedimientos de otros dos grandes escritores hispanoamericanos, la venezolana Victoria de Stefano y el argentino Sergio Chejfec, que también han situado en el centro de sus poéticas la difícil traducción del pensamiento en palabras y atmósferas, el divagar impresionista de las ideas, el complejo equilibrio entre el relato de lo concreto y la tendencia a la abstracción. Aunque también sean autores irónicos, Vila-Matas se distancia de ellos en su apuesta por una pulsión cómica no exenta de cierta tristeza. Sus juegos con dobles, malentendidos y errores son a menudo bromas melancólicas, dignas de un mundo crepuscular en que el humor no salva, pero alivia.
La reciente concesión del resucitado Premio Formentor permite pensar al autor de Exploradores del abismo (2010) en el contexto de la lengua. Ignoro por qué, tras premiar en su primera edición a Carlos Fuentes, el galardón ha recaído sólo en autores españoles; pero sí veo en los nombres de Juan Goytisolo, Javier Marías y Enrique Vila-Matas un rasgo en común que ellos tres no comparten con otros posibles candidatos como Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina o Javier Cercas. Me refiero al cosmopolitismo. En los tres casos estamos ante mundos que trascienden explícitamente las fronteras españolas. Marías mediante la traducción y Goytisolo y Vila-Matas, a través del viaje, expanden su espacio literario hasta convertirlo en un personal y fragmentario mapa del mundo.
Ambos son ejemplos rotundos de lo que he llamado metaviajeros: un escritor que no va: vuelve; que insiste en ciertos lugares y los va reescribiendo a medida que pasan las décadas; que siempre viaja en compañía de los muertos, en diálogo constante con quienes recorrieron aquellos caminos antes que él; que siempre regresa. Como queda claro en Dietario voluble (2010), aunque también en París o en Nueva York se sienta como en casa, la ciudad a donde siempre regresa Vila-Matas es a Barcelona. La Barcelona de la Transición, de la editorial Anagrama, de los autores del Boom, de la editorial Seix Barral. La mayor parte de su vida la ha pasado, de hecho, en los alrededores del Paseo San Juan: “En mi modesto caso, podría hablarse del círculo del barrio de la Salut. Allí está concentrada toda mi geografía física, aunque no tanto la mental” (afirma en Fuera de aquí. Conversaciones con André Gabastou ).
Porque la mental, aunque en sus orígenes fuera cinematográfica, enseguida encontró en la literatura su destino. Como Borges, Bolaño o Piglia, en libros fundamentales como Historia abreviada… o Bartleby y compañía , Vila-Matas ha cambiado el modo en que relacionamos textos y autores, la forma en que leemos. Sus mapas mentales, post-situacionistas, han reordenado tradiciones literarias diversas y nos han enseñado vínculos que no habíamos visto entre escritores y obras alejados en el espacio y en el tiempo. Pocos artistas han creado un mundo que interese y una mirada propia sobre ese mundo que interese también: él es uno de ellos. El Formentor hace que ese universo sea todavía más vecino del de algunos de quienes lo inspiraron: Borges lo ganó (es sabido, ex aequo con Beckett) en la primera edición de 1961 y Gombrowicz en la última de 1967. También ellos creyeron en lo nuevo, aunque lo llevaran con más o menos disimulo y humor.
Jorge Carrión es escritor. Ha publicado, entre otros, la novela Los muertos y el ensayo Librerías, finalista del Premio Anagrama.

¿Quieres ser Vila-Matas? 


Dirigiendo a Enrique. ¿Qué tengo que hacer?, preguntó Vila-Matas. De ti mismo, contestó el director catalán. ¿Cómo iba a negarse un autor para el cual el mundo es un gran teatro?

Los escritores suelen pasarlo mal en las presentaciones de sus libros. Se ven obligados a hablar de un libro que es un objeto construido en silencio, un dispositivo escrito justamente para no tener después que hablar de él. Se ven forzados a actuar en una obra aburrida, previsible, mal dirigida y peor interpretada, a menudo con resultados catastróficos.
Sin embargo, si se les pone a actuar en otro tipo de obra, por ejemplo en una donde se les pide que sean ellos mismos, ahí se relajan y se muestran tal como son, grandes actores, personas inteligentes, irónicas, tiernas incluso. No es fácil hacer de uno mismo en escena. La tentación de intentar ser otro, de proyectar una imagen predeterminada, de impostar las emociones, es alta.
Enrique Vila-Matas es un escritor que ha buscado su originalidad en la asimilación de las voces de otros escritores. Es consciente de que se escribe después de otros. Cada uno de sus libros parte de otros libros. Sus célebres citas son a menudo sus propias palabras camufladas en otras bocas. Por eso, pude ver el brillo en sus ojos esa mañana en la librería Bernat cuando le pregunté si aceptaría participar en El Paseo de Robert Walser . ¿Qué tengo que hacer?, me preguntó. De ti mismo, respondí. Y es que nadie mejor que Enrique Vila-Matas para hacer de Enrique Vila-Matas. Parece una obviedad, y en realidad lo es, pero alguien tiene que decirlo.
“Algunos entran muy tarde en el teatro de la vida, pero cuando lo hacen parece que entren sin brida y directos ya hasta el final de la obra”. Así empieza Aire de Dylan , una de las últimas novelas de Enrique Vila-Matas. Un texto en el que se ríe de sí mismo y en donde presenta al mundo como un gran teatro en cuyo escenario la verdad coincide con su representación. Vila-Matas sabe que lo único que puede hacer es seguir representando su papel, aunque quizá con una nueva conciencia, una conciencia cómica.
En una entrevista reciente, Enrique me explicó que escribe, entre otras razones, como antídoto contra el aburrimiento. Después de verlo al lado de Robert Walser sospecho que actúa para tener algo divertido que contar en esas cenas con amigos donde se espera que un escritor sea tan agudo y brillante como en sus libros. Esa noche de finales de julio, Enrique les pudo decir a sus contertulios que había conversado con Robert Walser en Poble Nou. Que una gran cantante había interpretado el Summertime a capella desde un balcón. Que había tomado un café con una mujer rubia y argentina que le explicó que estaba en Barcelona haciéndose una vida. Posiblemente sus amigos no le creyeron. Pensaron que era otra de sus ficciones. Seguramente tenían razón.
Marc Caellas dirige propuestas escénicas, gestiona proyectos culturales y escribe. Vive entre Barcelona, Buenos Aires y Rosario.

El mejor y más entusiasta lector de Walser 


 Esteban Feune de Colombi 

“Robert, visité el manicomio de Herisau, en el cantón de Appenzell, adonde estuviste internado los últimos años de tu existencia. Me acompañó una amiga que hacía las veces de traductora porque yo no hablo alemán. Quise dormir aunque sea una noche bajo los mismos techos que tú, pero no me dejaron. Antes que yo, había estado allí, en ese mismo lugar, otro hombre interesado en tu historia. Por supuesto, se trataba de un argentino”, le contó Enrique Vila-Matas a Robert Walser cuando se cruzaron campechanamente, como si lo hicieran de ese modo todas las tardes, luego de un sucinto apretón de manos. Frente a ellos había una iglesia en franco abandono en cuya puerta un grafiti rogaba por un aborto “libre y gratuito”; detrás, una docena de personas en estado de pasmo lideradas por Jorge Carrión y un paseaperros distraído.
Eran las ocho de la noche en el barrio barcelonés de Poble Nou . Por el mero afán de decir algo poético, diré que la luz del crepúsculo parecía importada de una isla griega. Enrique Vila-Matas era Enrique Vila-Matas –aunque podría haber sido un trasunto de Carl Seelig –, Robert Walser era yo (luciendo facha decimonónica y paraguas para ahuyentar la lluvia) y los doce caminantes, espectadores de una obra de teatro a pie que dirige el catalán Marc Caellas en base a una idea de ambos –de él y mía–, inspirados en El paseo , soberbia novelita que el escritor suizo publicó en 1917.
Tras deambular por Buenos Aires, Montevideo, Bogotá y Madrid con este montaje portátil (o “shandy”, al decir vilamatiano), le tocó el turno a Barcelona. En nuestros curiosos recorridos declamando fragmentos walserianos suceden cosas de lo más extrañas, muchas veces imperceptibles, que parecen salidas de una vista de Fellini o de un micrograma: un practicante que ausculta el corazón, una niña me ofrece un pretzel babeado a cambio de mi sombrero, una vieja me pregunta a boca de jarro “where are you frón?”, un gordo corre atolondradamente detrás de un gato, un grupo de policías perpetra un arresto… Sin embargo, la aparición (previamente acordada, ¿eh?) del autor de Doctor Pasavento –quizás el mejor y más entusiasta lector de Walser que exista– en plena función fue apoteósica y se condice con su deseo de cruzar la escritura con otras disciplinas, como quedó bien demostrado en su última, descacharrante novela, suerte de largo paseo alrededor de la documenta de Kassel.
La improvisada plática entre las dos potencias se extendió unas cuadras más. Antes de la despedida –que tuvo lugar como se debe: o sea, sin saludos–, Vila-Matas le preguntó a Walser cómo se llevaba con el tiempo y el suizo contestó, emulando a Libertella: “Al tiempo hay que dejarlo para más adelante”.

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