18.9.14

El discreto encanto de la utopía tecnoliberal

Redes y consumo. Los usos sociales de la tecnología están atados a la lógica mercantilista que impone el capitalismo, sostiene el ensayista español
El auto sin conductor que diseñó Google. El autor alerta contra los riesgos del consumo inducido./revista Ñ
 
El tecnólogo Jaron Lanier publicó un artículo en The Guardian sobre los coches sin conductor de Google. Lanier se declaraba partidario de esta clase de vehículos pero recelaba de los efectos en términos de concentración de poder que tendría su desarrollo por una gran empresa. Describía un escenario apocalíptico y un poco paranoide: “¿Te imaginas que tu coche se parara solo delante de las vallas publicitarias o que te obligara a ir a una tienda en concreto de la que vuelves a casa? ¿Qué pasa si los camiones de reparto automático prefieren un proveedor antes que otro?”.
Para Lanier la posibilidad de que el coche de Google te lleve al Walmart en vez de al Carrefour a comprar exactamente los mismos productos supone una alarmante pérdida de democracia y libertad personal. Su conclusión era que “el software y la gobernanza de la automatización de los vehículos deben estar distribuidos. Pueden ser comerciales siempre y cuando cada individuo tenga la oportunidad de beneficiarse económicamente. Google tendría que preguntarte, y desde luego pagarte, antes de hacer uso de los datos que se han generado en cada viaje”. Evgeny Morozov respondió con un comentario en Twitter que decía: “Lanier quiere que los coches autoconducidos paguen por nuestros datos. Yo quiero transporte público gratuito”.
Nuestra comprensión de la tecnología contemporánea está marcada por una sobredosis de pensamiento desiderativo. En vez de afrontar los problemas de una realidad muy fea, como la distopía del transporte privado en nuestras ciudades, buscamos un refugio narcisista donde las cosas sean más sencillas. Por eso las tecnologías de la comunicación tienen una asombrosa capacidad para generar una falsa sensación de unanimidad. Convierten agrios enfrentamientos sociales en un espejismo consensual. Una de las mayores fuentes de acuerdo entre un espectro de fuerzas políticas cada vez más amplio es la convicción de que Internet y las redes sociales son cruciales para solucionar toda clase de problemas culturales, económicos, personales o ecológicos.
Las metáforas tecnológicas hegemónicas imaginan las redes sociales como mecanismos de coordinación colectiva que no requieren que sus participantes lleguen a acuerdos explícitos. Es decir, como mercados ideales en los que el orden emerge espontáneamente. La magia del mercado reside en su aparente automatismo, parece capaz de coordinar nuestras preferencias sin que tengamos que ponernos de acuerdo. Así solemos imaginar Internet: un artefacto que realiza automáticamente procesos agregativos sin necesidad de deliberación o mediaciones institucionales y, por tanto, sin posibilidad de conflicto.
Porque el discreto encanto de la utopía liberal tiene que ver con el miedo a los desacuerdos políticos. La democracia es, en efecto, una idea escandalosa. Presupone que la inteligencia política está perfectamente distribuida. Que, a diferencia de lo que ocurre en matemáticas o música, todos estamos igualmente dotados para discernir lo justo y lo injusto en los asuntos públicos. En su versión más genuina, la tesis es aún más radical: sólo podemos alcanzar una comprensión adecuada de lo que es justo deliberando en común. Del mismo modo que sólo podemos realizar una interpretación adecuada de la Pastoral de Beethoven tocando distintos instrumentos conjuntamente.
El neoliberalismo consistió en un rechazo tajante de esa hipótesis política tan perturbadora. Nos aseguró que en nuestras sociedades de masas tratar de pensar juntos y convencernos mutuamente era inútil y pernicioso, una receta segura para el conflicto violento. La única opción razonable en una sociedad compleja, se nos dijo, es reducir la necesidad de alcanzar acuerdos maximizando la libertad. Para ello debíamos extender las áreas sociales mercantilizadas en las que, de este modo, se produciría una coordinación automática de las preferencias individuales. El mercado sería una especie de lubricante social que eliminaría el molesto chirrido de nuestros conflictos colectivos: entre trabajadores y empresarios, entre Occidente y los países pobres… Por supuesto, fue una profecía autocumplida. A medida que el mundo se convertía en un supermercado, cada vez nos resultaba más inimaginable la idea de alcanzar acuerdos y gestionar nuestras diferencias con todos esos extraños con los que apenas nos tropezamos en la cola del cajero automático. Cuando Margaret Thatcher dijo aquello de “There is no such thing as society” algunos pensaron que era un declaración de individualismo ontológico. En realidad, era un proyecto político. Lo que quería decir era “no va a haber sociedad cuando acabe con ella”.
Hoy, en la era de Lehman Brothers, poca gente parece dispuesta a creer en las bondades sociales del mercado. Internet ha venido al rescate. El internetcentrismo es una nueva fantasía extrapolítica. De nuevo parece como si pudiéramos superar nuestra urgente necesidad de transformaciones políticas mediante procesos agregativos indoloros y automáticos. Y ahora incluso sin la mediación del dinero. La tecnología digital no ha revertido el proceso de fragilización social del neoliberalismo, sólo hace que nos importe menos. Tal vez nunca volvamos a hacer cosas juntos, pero podemos conformarnos con hacerlas a la vez. Es una ortopedia social, el equivalente tecnológico del Prozac.
La tecnología importa, claro. Pero para que las tecnologías de la comunicación tengan efectos sociales profundos –económicos, educativos o culturales– necesitan integrarse en programas políticos ambiciosos. Las máquinas no van a hacer nuestra sociedad más igualitaria y democrática. Al revés, son los proyectos de transformación política los que tienen la capacidad de intensificar los efectos sociales de Internet y las redes. La tecnología colaborativa puede tener efectos explosivos si forma parte de iniciativas políticas de desmercantilización –de la educación, la sanidad o el trabajo– o de la creación de poder popular.
Las falsas promesas de los social media, no obstante, esconden una lección importante. La tradición emancipatoria ha insistido durante al menos dos siglos en que la democracia tiene condiciones no sólo institucionales sino también materiales. El estado de derecho es una carcasa vacía si los ciudadanos están sometidos a una dictadura económica y no disponen de autonomía material para ejercer efectivamente sus libertades. Hoy sabemos que la democracia también tiene condiciones sociales. La construcción de una sociedad libre e igualitaria resulta increíblemente difícil tras estos cuarenta años de nihilismo turbocapitalista que nos han arrojado a un desierto social. También es más urgente que nunca.
Rendueles es sociólogo y autor de “Sociofobia” (Editorial Capital intelectual).

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