10.6.14

Trabajadores de la palabra

Desde la docencia hasta la traducción, pasando por el periodismo y la edición, los autores de literatura desempeñan los más diversos oficios con tal de no perecer en el intento de la escritura
Oficio profano, trabajadores de la palabra. /Cedoc./perfil.com

Parece que ya es un lugar común que los narradores vivan del periodismo, los ensayistas de dictar clases en la universidad, los poetas de la traducción, muchos de ellos suelen dar además talleres, pero también hay una amplia gama de oficios: algunos se acercan más a la escritura, otros menos. Pocos han logrado vivir de la venta de sus cuentos: es el caso de Francis Scott Fitzgerald, uno de los narradores mejor pagados de la era del jazz. En su recopilación de cuentos aparecida hace casi veinte años por Alfaguara, además de indicarse cuándo había sido publicado cada cuento, se consignaba el medio y el precio. Progresivamente, esos dos volúmenes son el verdadero crack-up del escritor estadounidense, puesto que se hace nítida su decadencia: de doscientos mil dólares en su momento de fulgor por cuento se pasa a tan sólo dos o tres mil dólares hacia el final de sus días. Hace poco el diario español El País anunció que la Cambridge University Press había publicado las versiones originales de los relatos que Fitzgerald enviaba al Saturday Evening Post (una de las revistas donde publicaba). Se sabe que Fitzgerald tenía un buen nivel de vida que le permitía pasarse temporadas en París o en la Riviera Francesa.
Pero aquellos años no todos los escritores tenían ese buen pasar o ese glamour. A Marcel Proust no es que le faltara el dinero: nacido en el seno de una familia acomodada, nunca le faltó nada. Sin embargo vivía encerrado en su casa, producto de los periódicos ataques de asma; lo cuidaba Celeste, quien además era su secretaria privada. Pero quien sí tuvo problemas para subsistir fue el poeta ruso Vladimir Maiakovski. Cuando estaba entrando en la adolescencia su padre falleció, por lo que su madre y sus dos hermanos emprendieron un viaje a Moscú; allí se instalaron en una casa y su madre se vio obligada a ofrecer pensión a chicos socialistas. La revolución bolchevique se estaba incubando y el joven Maiakovski, para ayudar a la familia, se dedicó a la pintura decorativa, más específicamente a la pintura de huevos de Pascua de madera. Maiakovski sentía afinidad por el arte, concretamente por el futurismo de Marinetti, y quizá por eso ingresó a la Escuela Superior de Bellas Artes de Moscú. Ya mayor, el poeta ruso recorrería el país y varias naciones leyendo su poesía; sin embargo, también le encontró sentido al periodismo o, como él mismo escribió en su autobiografía, estaba “a favor de la obra de agitación, del periodismo de calidad, de la crónica. Mi trabajo principal está en el Komsomolskaia [diario de las juventudes comunistas], hago horas suplementarias para escribir”.
¿Pero de qué viven los escritores más actuales? Alejandro Rubio es poeta y narrador, por unos años usó el seudónimo Maiakovski para opinar en la blogósfera; el año pasado publicó su poesía reunida y para éste publicará Diario, que es el registro de algunas de las posibilidades que pueden suceder un mismo día. Hace unos años ingresó a trabajar en el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard), pero no en las oficinas administrativas o en prensa sino en los estacionamientos. Ahí, por algunos años, trabajó viendo pasar a Luciana Aymar y a otros deportistas, hasta que un enfisema pulmonar lo complicó y la institución se vio obligada a trasladarlo adentro. Y si bien durante ese tiempo escribió ácidas reseñas para la revista Los Inrockuptibles, nunca abandonó su trabajo.
Por su parte, Charles Bukowski, en su texto Cartas de un viejo indecente, confiesa cuenta que, además de vivir en múltiples ciudades y de empezar como cuentista y continuar como poeta, hizo de todo antes de estabilizarse en su empleo de Correos: “Trabajé en mataderos, cuadrillas de vías férreas, puestos de empleado de almacén, puestos de verificador de envíos. Incluso trabajé para la Cruz Roja Americana (¡bravo!), fui capataz en una distribuidora de libros”. Años después, cuando estaba en Correos, tuvo que renunciar porque, debido a sus publicaciones en revistas underground, el FBI lo estaba investigando. Por su lado, Iosi Havilio, que hace poco publicó La serenidad, es otro escritor que ha hecho de todo, quizá por eso es enfático cuando afirma: “El escritor vive de su escritura. Todo lo demás es anécdota”. Pero en la anécdota Havilio ha sido actor, cadete, administrativo, vendedor de tuppers, acompañante terapéutico, profesor de idioma, cocinero, maestro, rematador, atendió por un día un local de caza y pesca, casi guía de montaña, pero además “escribí la reseña de un libro, de un solo libro, que nunca se publicó, filmé un documental, me dieron una beca módica, guionicé algunas cosas, algunas buenas, otras espantosas. Sin embargo, a la vuelta, antes y después, siempre viví de la escritura”. Actualmente ofrece talleres.
Los singulares trabajos de Rubio, Bukowski y Havilio, pueden verse como excepciones, ya que hay otros escritores que se han dedicado a oficios más vinculados a la escritura como la traducción. Pablo Ingberg viene haciendo una hermosa labor con la obra de James Joyce en Losada; el chileno Rodrigo Olavarría lleva traduciendo para Anagrama la obra poética de Allen Ginsberg (el último fue Kaddish); Cristián de Nápoli en Adriana Hidalgo ha hecho un interesante trabajo de difusión de la literatura brasileña, y hace poco ganó el Premio Giovanni Pontiero a la traducción literaria por la antología de Vinicius de Moraes; Laura Wittner también estuvo entre los mejores traductores del año pasado por Esto no es una novela, de David Markson, y Silvio Mattoni ha traducido libros de Michel Foucault, Henri Michaux, Cesare Pavese, Catulo y Philippe Sollers. Mattoni no sólo es poeta, es ensayista y dicta clases de estética en la Universidad Nacional de Córdoba. Para él, lo que paga la traducción no alcanza “ni a un tercio de los ingresos por otros trabajos que se requieren para mantener una familia argentina”. Su rutina consiste en traducir “tres días por semana y unas tres o cuatro horas por día. Los límites de esas jornadas están dados por la vida misma y por otras actividades, principalmente clases”; en caso de no dar clases puede dedicar el día entero a la traducción, que para este poeta es “una actividad más relajada, donde se aprenden cosas, se hacen como escalas musicales y pruebas de combinaciones y variantes en la propia lengua”.
Muchos autores han traducido. En la correspondencia de Kurt Wolff, que fue editor de Kafka, aparece una carta en la que se le pide que se le concedan “los derechos de traducción al húngaro de las obras de Franz Kafka aparecidas hasta ahora (incluidas El proceso y La metamorfosis, ya traducidas por el señor Sándor Marai)”, pero además Marai, quien tenía un peso en la prensa de su país, fue quien hizo la primera reseña en ese idioma de la obra de Kafka. El periodismo, como se ve, también puede ser una fuente de ingresos para un escritor: Hemingway, en sus comienzos, también vivió de eso, siendo incluso corresponsal de guerra. Marai ejerció el periodismo y la traducción, aunque la remesa paterna era lo que, a ratos, le permitía solventar la vida lujosa que llevaba; cuando no contaba con ella, la vida transcurría en modestas buhardillas francesas.
Dar talleres, como Iosi Havilio, también es algo común entre los escritores. De eso hay muchos casos, pero quizá los mayores formadores en la Argentina son Hebe Uhart y Alberto Laiseca. De los talleres de este último han salido, entre otros, Selva Almada, Leo Oyola, Alejandra Zina, Sebastián Pandolfelli, Gabriela Cabezón Cámara. Laiseca estudió Ingeniería en la universidad y Física Teórica por su cuenta, pero en verdad ha sido casi de todo: “Trabajé en la cosecha en distintas provincias y fui peón de limpieza acá, después una tía me consiguió un empleo en Entel, más tarde fui corrector en el diario La Razón y lector en una editorial. Lamentablemente eso duró muy poco, en la editorial pagaban muy bien. Como decía mi padre, ‘se terminó el dulce de leche’”. El autor de Los Sorias, “un clásico de la literatura universal”, como a él le gusta decir medio en broma medio en serio, incluso se quiso alistar en el ejército estadounidense para ir a Vietnam. De haber sido aceptada su solicitud, quién sabe de qué habría vivido si hubiese sobrevivido. En Aventuras de un novelista atonal Laiseca plantea cómo vive un escritor: una humildad que raya con la escasez de casi todo. No obstante, felicita de todo corazón a aquellos escritores que viven de ser escritores: “Hay un viejo refrán argentino que dice ‘algunos nacen con estrella y otros estrellados’”. En la actualidad además de los talleres vive gracias a un subsidio otorgado a su trayectoria. Por eso dice que “el escritor vive de lo que puede. Lo peor, en todo caso, es cuando tenés que hacer tareas de escritura para ganar unos mangos”. Por estos días Alberto Laiseca es objeto de un documental llamado El Mostro, que dirige Alejandro “Rusi” Millán y que empezó a grabarse el año pasado.
El escritor brasileño Marcelino Freire es otro ejemplo. Fue uno de los invitados de la edición pasada de la Feria del Libro de Buenos Aires y Adriana Hidalgo presentó como novedad su novela Nuestros huesos. Marcelino encarna el multitasking, es decir múltiples tareas que aborda un escritor: da talleres y conferencias, hace artículos, organiza eventos, se beneficia del 20% de los derechos de autor, de vez en cuando monta una obra de teatro “y también a veces, cuando me travisto de mujer, me presento en las casas nocturnas”. En una época, Marcelino se dedicó a la venta de libros raros y primeras ediciones, pero esa época, al parecer, quedó atrás: “Ahora soy un cajero viajante: me muevo de un lado para otro con un caché”.
La edición también es un oficio al que se han dedicado muchos escritores. Virginia Woolf y su esposo Leonard fundaron Hogarths Press y alcanzaron a publicar más de 500 títulos; entre los autores más destacados se cuentan T.S. Eliot, Katherine Mansfield, Robert Graves, E.M. Forster, Federico García Lorca. La ideología de la editorial, según cuenta Leonard Woolf en el libro La muerte de Virginia, consistía en tener un catálogo limitado con un máximo de veinte títulos al año: “Nunca nos hemos expandido, ni publicado un libro por ningún otro motivo que el convencimiento de que merecía ser publicado”. Unos años antes de su suicidio, Virginia Woolf, cansada al parecer de la edición, vendió su parte del negocio, y al tiempo de eso el edificio donde funcionaba la editorial fue bombardeado por los alemanes durante la Segunda Guerra. En la Argentina sucede lo mismo. Escritores se dedican a la edición: Luis Chitarroni, primero en Sudamericana y desde hace unos años en La Bestia Equilátera; Edgardo Russo en El Cuenco de Plata; Damián Tabarovsky en Interzona, Siglo XXI y ahora en Mardulce, en donde comparte el trabajo de edición con Gabriela Massuh; Juan Ignacio Boido en Random House Mondadori Argentina; Francisco Garamona desde hace casi diez años en Mansalva; Damián Ríos primero en Interzona y ahora en Blatt & Ríos. Y en otros países latinoamericanos también pasa lo mismo: Tryno Maldonado estuvo un tiempo editando en Almadía, en México, y en Chile el poeta Matías Rivas está, desde sus inicios, al frente de Ediciones Universidad Diego Portales.
Y en este punto, señor lector, me podría decir de qué vive un escritor.

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