28.2.14

Entre muchachos

Si existe la  chick lit, también existe la literatura escrita por hombres para hombres y es la de Palahniuk, Nick Hornby y Bret Easton Ellis, entre otros

El Club de la pelea. La versión fílmica dirigida por David Fincher en 1999 convirtió al libro de Chuck Palahniuk en un éxito global./revista Ñ

En la edición de 2008 del Festival Internacional del Libro celebrada en Edimburgo, Escocia, Chuck Palahniuk se recibió –otra vez– de profesional del escándalo. Todo transcurría tal cual estaba pautado: las risas se mezclaban con los nervios y la expectativa entre los asistentes –la mayoría varones treintañeros– que se agolpaban para ver y escuchar hablar a su ídolo sobre los entretelones y detalles morbosos de Snuff, su por entonces último libro, una sátira –una gang bang con 600 actores y una actriz– sobre la industria pornográfica que atrapa al lector de la primera hasta la última página. Hasta que el autor de El Club de la Pelea, vestido con una impecable camisa blanca, ingresó en el salón y el aire se congeló en el acto. No tanto por lo que dijo este escritor de culto sino por lo que hizo: el Norman Bates de la literatura comenzó a repartir entre sus fanáticos devotos decenas de muñecas y muñecos inflables para firmarlas luego sin señales de temblores en su caligrafía.
Se sabe: las presentaciones de Palahniuk son épicas. Como aquella en 2004 cuando leyó por primera vez en público un cuento llamado “Guts” (“Tripas”) en una librería atestada en Portland, Oregon, Estados Unidos, y 67 lectores se desmayaron. Sus estrategias publicitarias son una extensión del estilo que lo caracteriza. No es explícito pero aquellos que alguna vez se asomaron a su obra lo perciben: Palahniuk es un hombre que escribe para hombres. Pertenece a un club de autores que, como quien nos cuenta una historia que transcurre en una ciudad por uno conocida, recuerdan algo que muchos varones  sabemos (“Pregúntale a cualquier tipo por su madre mientras está cogiendo y podrás retrasar el gran estallido para siempre”, susurra Palahniuk –de nuevo– en Asfixia). O que, en otras ocasiones, vuelcan en tinta un grito (“Tengo todas las características de un ser humano: carne, sangre, piel, pelo –confiesa el protagonista de American Psycho de Bret Easton Ellis–. Pero ninguna emoción clara e identificable, excepto la avaricia y la aversión. Está ocurriendo algo horrible dentro de mí y no sé por qué. Mis sangrientas lujurias nocturnas están empezando a apoderarse de mí, me siento letal, al borde del frenesí, creo que mi máscara de cordura está a punto de desmoronarse”).
Y no falta la confesión incómoda, el pensamiento border, como el de Alan Pauls en “Mi vida como hombre”: “No hay caso: el hombre es el colmo de lo primitivo. Mientras la mujer es pura cultura, el hombre es la naturaleza misma: toda su identidad está armada a partir del efecto de una inyección de sangre en un órgano cavernoso. Y cuando a un hombre se le da por ser cultura..., ¡deja de ser hombre! Es puto (o ‘puto reprimido’), es travesti (o ‘travesti reprimido’), es mujer (o ‘mujer reprimida’). O es Michael Jackson. Lo más notable de la identidad masculina es la cantidad de peligros que lo amenazan. Ser hombre es apenas vivir todo el tiempo la posibilidad de dejar de serlo”.
Por más que ciertos escritores idealistas repitan, sin correrse un centímetro de la siempre mojigata corrección política, que “sólo existe la literatura, sin distinción de sexo”, quien escribe –y quien lee– está también anclado en su género. Como recuerda George Steiner, no hay literatura sin cuerpo (sin biología), así como no hay autor divorciado de su época, de su Zeitgeist.
En el fondo, géneros literarios como la chick lit o literatura escrita por mujeres para mujeres y su reverso, la guy, lad o dick lit, libros escritos por varones para varones, emergen como la traducción de este síntoma. En un paréntesis de la búsqueda idealizada de lo bueno y lo bello, el lector anhela respuestas para su vida. Desea hallar en ese tsunami de nombres de autores que lo inundan y marean desde las vidrieras de las librerías y los suplementos culturales a alguien capaz de poner en palabras lo que siente. Aquello que lo desconcierta. El mismo Palahniuk lo deja bien claro en el prólogo de Stranger than fiction: “Vivimos nuestras vidas a través de historias. Nos pasamos la vida buscando evidencias, pruebas que apoyen nuestra historia”.
A los libros les hacemos muchos pedidos: ser la catapulta de nuestra distracción, llaves para la diversión y enriquecimiento personal. Buscamos una relación perfecta, sin infidelidades, sin peleas embarazosas en restaurantes, sin reproches. Pero de vez en cuando, deseamos hallar en ellos más que frases lindas. Queremos identificación, empatía, conexión: claves, un manual de instrucciones para el funcionamiento de nuestra vida. Como dice George Steiner, los libros son nuestra contraseña para llegar a ser lo que somos.
Todo es marketing. Desde la elección de las iniciales dobles o triples que preceden la presentación del apellido de un autor (J. R. R. Tolkien, J.K. Rowling, George R.R. Martin), a la foto que asoma en la solapa, la tipografía en la portada. Todo: los fenómenos etiquetados como slow reading o book-crossing. Y las categorías que, además de provocar y encender debates, fragmentan el paisaje literario, también. Muchos autores en silencio –o en revistas literarias– disparan contra ellas. Pero a los lectores perdidos nos sirven. Mucho: funcionan como brújula para saber hacia dónde correr, una flecha verde flúo que frente a nuestro desconcierto existencial y literario nos grite “lee esto”.  
Para muchos hombres –de 20, 30, 40– esto es ellos: Chuck Palahniuk (el de El Club de la Pelea, Snuff, Fantasmas), Bret Easton Ellis (American Psycho, Menos que cero), Irvine Welsh (Trainspotting, Porno), Nick Hornby (Alta fidelidad, Fiebre en las gradas),  David Leavitt (Arkansas), Jonathan Safran Foer (Extremely Loud and Incredibly Close), Douglas Coupland (Generation A) y Michael Chabon (El sindicato de policía yiddish).
Todos ellos descendientes de una generación literaria cuyos libros una vez que caían en las manos de sus lectores –hombres– instantáneamente se transformaban en manifiestos de la masculinidad: Norman Mailer –autor de Los hombres duros no bailan y acusado frecuentemente de misoginia–, Kurt Vonnegut (Matadero cinco), Jack Kerouac (En el camino), Hunter S. Thompson (Los diarios del ron), Charles Bukowski (Ham on Rye) y, claro, Ernest Hemingway (Adiós a las armas).
Cada uno a su manera, estos escritores forman un club cargado de testosterona que, entre sus frases-látigo, sábanas manchadas, sátiras, manifiestos nihilistas, reguero de diatribas sobre la alienación, el estado de ánimo de la sociedad moderna y las frustraciones emocionales del consumo, filtran guías para un sujeto en perpetua (de)construcción.
Son más que cronistas sociales del universo masculino. No se lo proponen en conjunto pero lo hacen: ponen en palabras una angustia. Esconden entre sus historias manuales de autoayuda. Se dirigen a una generación, así como Salinger les habla a los adolescentes a través de Holden Caulfield. “No sos un hermoso copo de nieve individual. Estás hecho de la misma materia orgánica corrompible que todos los demás y todos formamos parte del mismo montón de mierda –golpea Palahniuk en uno de los pasajes más recordados de El Club de la Pelea–. Nuestra civilización nos ha hecho a todos iguales. Como individuos no somos nada”.
Como señala Santiago Roncagliolo, el órgano sexual masculino es el gran personaje de la obra de Philip Roth. En un mercado lleno de best-séllers para mujeres, Roth escribe fundamentalmente sobre la relación de esos hombres con sus cuerpos. “Tu cuerpo te hace traicionar a quienes te aman. Y luego tu cuerpo te traiciona a vos”, dice el autor de La contravida.
No hay fenomenología más compleja que aquella que se despliega en los encuentros íntimos entre un autor y un lector. Decimos que leemos un libro aunque, tal vez en un nivel más profundo, el libro nos lee a nosotros. En diferentes momentos de la vida, desencadena efectos diferentes. Toca fibras distintas.
A su modo, en la indescifrable alquimia de la creación –el misterio por el cual un escritor engendra una voz, un personaje multidimensional–, cada autor construye una identidad literaria mediante artilugios y estrategias veladas para los lectores.
A la mañana, a la noche, en cafés, en la sala de espera de un consultorio odontológico, ellos y ellas escriben, martillean el teclado, engordan sus libretas con ideas, nombres, frases sueltas, sueños dispersos. Y ahí, en el rincón más íntimo del universo –su imaginación–, burlan la dictadura fisiológica. Abandonan sus cuerpos. Son otros. En cierto grado, todos los escritores –por definición– son travestis.
Durante las noches de 2001, el sueco Stieg Larsson, por ejemplo, se volvía gótico: en sus cejas, lengua, nariz, ombligo y pezones afloraban piercings. Le crecían las tetas. Su espalda era surcada por un gran dragón de tinta. Dentro de la habitación infinita de su cabeza, Larsson –montado– era la hacker Lisbeth Salander.
Tolstói es Anna Karenina. Gustave Flaubert, madame Bovary. Patricia Highsmith, Tom Ripley. Marguerite Yourcenar, Adriano. Pero, por muy bien que lo hagan, este cambio de género se produce siempre con fisuras. No importa cuánto sepa un hombre del universo femenino y una mujer del cosmos masculino –no hay que olvidarlo: como recuerda Judith Butler, el género es una construcción social y cultural–, su descripción y confección siempre resultan incompletas.
A veces, los lectores lo advertimos. En nuestro paladar, queda flotando un incómodo sabor a engaño. Más allá de los esfuerzos inverosímiles de críticos literarios y semiólogos de separar quirúrgicamente al autor del narrador y el enunciador, cuando nos sumergimos en un libro –y entramos en hipnosis: nos olvidamos del calor y de la histeria verde– entablamos un vínculo personal, íntimo con el autor, persona a la que con seguridad nunca veremos a los ojos, nunca abrazaremos.
Temibles instrumentos de desconexión, los libros son siempre el acto de una voz, el acto de una persona. No existen personajes huérfanos de un creador. Sin antes ver el nombre de quien engalana la tapa, no aceptamos convertirnos en víctimas de un hechizo.
En este preciso momento, alguien busca hacer contacto: en algún lugar del planeta un hombre o una mujer está escribiendo aquel libro que detonará en nuestras cabezas dentro de cinco, diez, veinte años. Quizá no sea un libro monumental ni esté destinado a ser considerado clásico. Sólo bastará con que nos llegue. Que sus palabras nos golpeen con la fuerza con la que nos despierta el narrador de El Club de la Pelea: “Si estás leyendo esto, el aviso va dirigido a vos. Cada palabra que leas de esta letra pequeña inútil, es un segundo menos de tu vida. ¿Tu vida está tan vacía que no se te ocurre otra forma de pasar estos momentos? ¿Leés todo lo que te dicen que leas? ¿Pensás todo lo que te dicen que pienses? ¿Comprás todo lo que te dicen que necesitás? Salí de tu casa. Basta ya de tantas compras y masturbaciones. Dejá tu trabajo. Empezá a luchar. Demostrá que estás vivo. Si no reivindicás tu humanidad te convertirás en una estadística. Estás avisado”.

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