25.2.14

El fin de la vida contemplativa

Las celebraciones nos sirven para rememorar, recordar y, en ocasiones, re-descubrir a autores. Aprovechando la ocasión del 150 aniversario del nacimiento de Miguel de Unamuno, este es el momento idóneo de leer (o releer) Niebla

Niebla en Coimbra./Diego Giménez./revistadeletras.net
Miguel de Unamuno ./WikiMedia

Miguel de Unamuno es un autor incomprendido, estigmatizado sin ser leído. Poseedor de un sentido del humor cínico y mordaz poco reconocido, ya era criticado en su época por reírse de lo más sagrado: la Ciencia. Pero, en palabras suyas, “si ha habido quien se ha burlado de Dios, ¿por qué no hemos de burlarnos de la Razón, de la Ciencia y hasta de la Verdad?” Exacto. ¿Por qué aquellos que se ríen despectivamente de las creencias religiosas de los demás no son capaces de aceptar que se puedan reír de su fe científica? En un momento que el valor que se quiso conceder a un Dios ha pasado al Dios-conocimiento (especialmente el científico porque se ve que el ser humano es incapaz de vivir sin un dios) ¡qué inmenso placer podernos reír de las ridículas pretensiones de conocimiento humanas!
Niebla es una nivola, un vocablo inventado salido de la boca de su protagonista para satirizar la obsesión de los críticos literarios con las etiquetas. Escrita en una época en la que se hablaba permanentemente sobre la muerte de la novela, sobre el fin de un estilo, Unamuno se mofa de ellos inventándose un nuevo género. “Invento el género, e inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place”. Igual que muchos años después haría Lars von Trier en el mundo cinematográfico sacándose de la manga el movimiento Dogma 95. Una broma con mucha razón de ser porque ponía en entredicho los innecesarios artificios de las superproducciones cinematográficas y volvía a los orígenes: las historias. Pero que, además, mostraba la importancia de hacer aquello que uno quiere, aunque no corresponda con lo que impera.
Cátedra
Cátedra
El primer capítulo, sumamente divertido, nos presenta al protagonista de la nivola, que de protagonista no tiene nada porque no realiza ninguna acción, sino que las padece; no es actor, sino recibidor: “Augusto no era un caminante sino un paseante de la vida”. No elige un camino, sino que vaga azarosamente. No sabe dónde va y deambula en actitud contemplativa: “la función más noble de los objetos es la de ser contemplados”, piensa. Se trata de un espectador de la vida en el sentido más schopenhaueriano del término. O sea, alguien que no participa de la vida, sólo la observa y, por consiguiente, no debería padecer ninguno de sus dolores.
Hasta que la casualidad hace que empiece a seguir a una chica, más como un juego para matar el aburrimiento (“todos estos sucesos cotidianos, insignificantes: todas estas dulces conversaciones con que matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿qué son sino dulcísimo aburrirse?”) que no una voluntad consciente de seguirla. Y, sin darse cuenta, pasa de paseante a enamorado. De espectador a víctima. Porque al empezar a desear, también empieza a padecer.
En el cuarto capítulo, las fluctuantes reflexiones de Augusto transportan al lector a las olas de pensamiento de Leopold Bloom del Ulyses de Joyce. La misma libertad narrativa, la misma anarquía de ideas inconexas que reflejan tan fielmente nuestra desordenada y caótica manera de pensar. Un antecedente directo, como si de un preparativo se tratase, del capítulo 7. Un capítulo que, a su vez, recuerda, por su contenido, el famoso capítulo 4 de El árbol de la ciencia de Pío Baroja. Un capítulo de no-acción y de pura reflexión. Aquí, Augusto expone todas sus dudas existenciales (y entiéndase existencial por su sentido real, el de cuestionamiento lógico y racional sobre la existencia, y no su sentido más popular y banal de importante): todas sus dudas sobre la realidad, la percepción, el yo, el hombre… un capítulo que reclama ser analizado con tiempo y precisión para poder ser disfrutado tal y como se merece.
De hecho, si algo sobresale en Niebla (además de su humor, de sus personajes, sus diálogos…) son sus reflexiones. Ya sean puestas en boca de Augusto (hablando solo o con su perro Orfeo), en los labios de Víctor, su amigo, o don Fermín, el curioso tío anarquista místico de Eugenia que dice cosas como: “el hombre nace bueno, es naturalmente bueno: la sociedad le malea y pervierte”. Y también: “¡La hache es el absurdo, la reacción, la autoridad, la edad media, el retroceso!”
Encontramos en el libro todo tipo de reflexiones filosóficas:
Sobre el amor: “¿Qué es el amor sino metafísica?”
Sobre la realidad: “El sueño de uno solo es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?”
Sobre la existencia del alma: “Me toco el cuerpo, Orfeo, me lo palpo, me lo veo; pero ¿el alma?, ¿dónde está mi alma?”
Sobre el lenguaje: “La palabra, este producto social, se ha hecho para mentir”
Sobre el arte: “Lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista”
Un clásico deslumbrante que incluso introduce la idea de metaliteratura haciendo aparecer en el texto al propio Unamuno. Rompiendo el sueño de la novela, recordándonos que todo es falso, que el mundo de Augusto es una invención. El libro dentro del libro que tan bien lleva a cabo Milan Kundera. Pero, además, sorprende el tamiz deconstructivista que adquieren las palabras de Unamuno a Augusto cuando se hallan cara a cara: “no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de la de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo.” En otras palabras, el hecho que cualquier texto no tiene un valor por sí mismo, fijo y estable, sino que adquiere uno nuevo cada vez que alguien lo lee. Un significado mutable que depende no solo del autor sino también del lector, de su bagaje, de su visión del mundo. Un concepto moderno en una nivola de estructura clásica.
Cinismo, reflexión, mordacidad, humor, modernidad y tradición en un libro de lectura imperativa

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