6.7.10

Especial libros de verano

De Sófocles y san Pablo a John Grisham, las leyes siempre han formado parte del argumento literario | El thriller judicial ha llegado también a las letras españolas, con tramas más o menos cercanas a la realidad | En un reciente ensayo, Claudio Magris evidencia encuentros y desencuentros entre literatura y derecho

foto.fuente:lavanguardia.es
La práctica del derecho es una vieja integrante de la literatura, tanto porque plantea cuestiones clave de la moralidad y la existencia humanas, como por el colorismo, la intriga y las anécdotas que genera. Pero, además, la ley ha producido por sí misma unos peculiares códigos literarios, a través de su gramática, su ideología o su sentido del humor

"Ama y haz lo que quieras", decía san Agustín en el siglo V. "Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley", afirmaba san Pablo en el siglo I, anticipando una tesis parecida. Los dos dicta se encuentran en la Carta de san Juan y la Epístola a los gálatas, respectivamente. Se diría que desde muy antiguo la literatura –incluso la más ortodoxamente cristiana– ha recusado las reglas del derecho, apostando por una moral flexible y desprejuiciada. Pero abundan también los exempla donde los escritores invocan la necesidad de estructuras legislativas que regulen el siempre vidrioso campo de las relaciones sociales. Platón, en el Protágoras, cuenta como Zeus, inquieto por la humanidad siempre enzarzada en guerras, le envió a Hermes con una constitución que le permitiera vivir en sana convivencia. En el siglo XX, William Golding ha expresado con una alegoría muy cruda qué ocurre cuando los seres humanos se sustraen a la tutela de unos mínimos principios: en El señor de las moscas los niños que sobreviven en una isla a un accidente de avión pasan de colectivo ordenado a horda primitiva.

Valga esta introducción para situar un diálogo interdisciplinar, el de la literatura y el derecho, que en países como Estados Unidos, Francia o Bélgica se halla en plena expansión (con su acompañamiento de coloquios, seminarios y tesis doctorales), y que en España está empezando a cobrar cuerpo, con estudios específicos como El derecho en la obra de Kafka, del novelista Lorenzo Silva (trabajo de fin de carrera originalmente escrito en 1989), o colecciones de cuentos como No hay derecho, de Francisco Pérez de los Cobos, donde una docena de relatos (por cierto, muy divertidos) plantean situaciones de incierta elucidación jurídica, lo que los convierte por añadidura en ejercicios prácticos para estudiantes de la carrera. Hay que sumar a estas contribuciones un pequeño y enjundioso ensayo del narrador triestino Claudio Magris (titulado precisamente Literatura y derecho. Ante la ley), leído por él en enero del 2006 con ocasión de su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid. En fin, el lector que se sienta incitado a rastrear la presente problemática en la ficción moderna tiene a mano dos novedades de más o menos reciente publicación: Casa desolada (El casalot en catalán) de Charles Dickens, novelón en el que la judicatura es fustigada con impagable saña caricaturesca, y La trampa, donde John Grisham regresa a su género más afín, el legal thriller.

Andaríamos equivocados si creyéramos que secularmente los escritores de creación se han mostrado refractarios a las superestructuras del derecho. Montaigne en los Ensayos rompe una lanza por la auctoritas, lo mismo en monarquía que en democracia, y asegura que "las leyes mantienen su influjo, no por ser justas, sino por ser leyes; ese y no otro es el fundamento de su valor". También Goethe, que era abogado, se manifestó a menudo partidario de reglamentar al máximo el tablero social, y llegó a decir famosamente que prefería el desorden a la injusticia. Dostoyevski, a quien por reflejo asociamos a radicales del individualismo como Stavrogin o "el hombre del subsuelo", creó asimismo simpáticas contrafiguras del orden y la legalidad, como Porfiri Petrovitch, el jurisconsulto que en Crimen y castigo tiene largos coloquios sobre libertad y delito con Raskolnikov, al que acaba poniendo contra las cuerdas y mandándole a expiar su culpa a Siberia.

En la literatura española espigaríamos docenas de ejemplos en los que la labor legislativa recibe loas y acicates. Don Quijote, cuando se entera de que Sancho va a gobernar la ínsula Barataria, le encarece: "Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia". Curiosamente, el padre Feijóo, siglo y medio después, en su Teatro crítico, abunda en parecidos argumentos al disertar sobre la administración de justicia: "Por todas partes debe tener bien fortalecida el alma el que se viste la toga. No quiere decir que el juez sea feroz, despiadadoyduro, sino constante, animoso, íntegro".

Junto a esta copiosa bibliografía ennoblecedora del quehacer jurídico, ha coexistido desde luego una tradición de títulos –algunos de ellos, señeros– que se colocan en el polo contrario e ilustran las perversiones que pueden derivarse de una aplicación desatinada de las ordenanzas. Antígona de Sófocles (está en quioscos la edición ribiana de la Bernat Metge) sería una obra paradigmática al respecto: la heroína de la tragedia quiere enterrar a su hermano a contrapelo de un decreto promulgado por Creonte, e invoca para ello las "leyes no escritas de los dioses". Cuando finalmente lleva a cabo su desafiante acción, la ley de Estado cae también sobre ella sin remisión. Veintitantos siglos después, Herman Melville, en la póstuma narración Billy Budd, planteará un conflicto no menos quemante. El atractivo marinero es calumniado por un envidioso contramaestre del barco, y en un rapto instintivo (y como quien dice, por accidente) el joven mata a su infamador. Todo el mundo a bordo sabe que Billy es moralmente inocente, pero con el código militar en mano, el capitán no tiene más remedio que ahorcarle.

Al lado de Melville, otros dos autores decimonónicos, Balzac y Dickens, han sido especialmente pugnaces en su denuncia de las aberraciones en que puede caer la maquinaria judicial. En la Comedia humana hay páginas inolvidables sobre las triquiñuelas de los picapleitos y sobre la abrumadora maraña burocrática que puede envolver a quien incurre en una quiebra. Dickens, por su parte, en Casa desolada (reeditada no hace mucho por Valdemar y Destino), llega a convertir el tribunal de justicia londinense en una especie de infierno, donde penan sufridos demandantes que llevan años esperando la resolución de su caso. La pobre señorita Hite, por ejemplo, ha enloquecido de tanto aguardar, y a quienes acuden al edificio para resolver sus pleitos se les acerca con discreción y les larga: "Tengo el honor de acudir al tribunal regularmente. Con mis documentos. Espero sentencia. En breve. El Día del Juicio".

En la obra de Franz Kafka culmina probablemente esta veta desenmascaradora y finalmente trágica, que interpreta la ley y sus ejecutores en términos pesadillescos. Con sagacidad y agudeza, Lorenzo Silva analiza el papel de la culpa y la condena en las alegorías kafkianas, y argumenta muy bien cómo al fin y al cabo los estudios jurídicos de los que tanto abominó ayudaron después al praguense a forjar su inconfundible estilo, de una frialdad acerada incluso en la descripción de escenas crueles.

En España –apuntábamos más arriba– se palpa cada vez más un interés en hacer entendibles los intríngulis del derecho en términos de literatura de entretenimiento. El decano del Col·legi d'Advocats de Barcelona, por ejemplo, Pedro L. Yúfera, acaba de publicar una extensa ficción, El milagro de las abejas, en la que vemos a un letrado, Carlos Jorquera, en el día a día de su trabajo, compareciendo a vistas, o dando clases de derecho civil en la facultad. Y de paso Yúfera contrasta los bufetes a la antigua, donde el abogado era una especie de consultor personal, con muchos actuales, en los que se trabaja en despachos impersonales, separados por pantallas de cristal.

Otro libro aún más reciente para internarse en los laberintos procesales es Riofrío. La justicia del señor juez, de Santiago Muñoz Machado. Este catedrático de Derecho Administrativo en la Complutense de Madrid narra aquí la causa seguida contra Miguel Durán y otros por presunto fraude fiscal en la compraventa de acciones de Telecinco, y lanza un tremendo alegato contra "el juez justiciero" que lo incoó, y que deviene fácilmente reconocible. Al margen de que se comparta o no la acritud de los puntos de vista de Muñoz, su crónica en todo caso resulta una excelente introducción al mundillo judicial (procuradores, peritos, demandantes, demandados...) que hormiguea en torno a Riofrío, la conocida cafetería cerca de la Audiencia, el Supremo y el Consejo del Poder Judicial.

En fin, también en el 2010, y al hilo del premio Abogados de Novela promovido por Ediciones Martínez Roca, ha aparecido la obra ganadora La prueba, de la periodista Carmen Gurruchaga, una trama de jueces corruptos y reporteros venales, protagonizada por cuatro jóvenes abogados que tienen la generosidad de defender en un turno de oficio a gente sin recursos. La prueba es un buen thriller judicial a la española, que curiosamente guarda concomitancias con la última producción del rey del género, John Grisham. En La trampa, el joven letrado Kyle McAvoy está decidido a pleitear a favor de los más pobres del estado de Virginia, pero las presiones de un bufete neoyorquino muy poderoso yugularán sus buenas intenciones.

Las relaciones entre letras y leyes van en definitiva viento en popa y con tendencia al alza. Y quienes deseen seguir profundizando en ellas pueden atenerse al librito de Claudio Magris Literatura y derecho. Ante la ley, un ensayo muy esclarecedor. Su discurso se escora a menudo al ámbito italo-germano, y trae a colación a autores como Manzoni, Foscolo, Novalis, Schiller, los Grimm, Wasserman o Croce, tanto cuando quiere correlacionar los campos de interés de las dos disciplinas como cuando pone en evidencia sus desencuentros y hasta aversiones.

En la conferencia de Magris se anudan dos tesis: en la poesía siempre palpita una nostalgia de una edad de oro, y por tanto un deseo de emanciparse de cualquier constricción regulativa; pero por otro lado, la defensa de lo humano (en la que está comprometida la literatura, engagé o no) exige la tutela del derecho y sus leyes, tras de las cuales los hombres de carne y hueso pueden cultivar sus propios valores. Magris termina su reflexión advirtiendo que, hoy por hoy, la jurisprudencia (con su defensa de nuevos sujetos: las mujeres, los menores, los discapacitados, los nuevos inmigrantes…) ofrece más que nunca a la literatura nuevos espacios de exploración y pesquisa, de los que cabe esperar una rica cosecha.

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