6.7.10

El arte de la resurrección

"El aliento y la fuerza narrativa de la novela, así como la creación de una geografía personal a través del humor, el surrealismo y la tragedia"

Portada El arte de la resurección.Alfaguara.2010

A pesar de ser uno de los novelistas más leídos de su país, Hernán Rivera Letelier (Chile, 1950) es poco conocido fuera de la nación que lo vio nacer y en la que ha vivido siempre. Su internacionalización estuvo a punto de concretarse en 2002, cuando quedó finalista del Premio Alfaguara con su estupenda novela Santa María de las flores negras, que recrea la matanza de mineros huelguistas y sus familias ocurrida en 1907 en una escuela de la ciudad chilena de Iquique. El galardón terminó en manos de Tomás Eloy Martínez por su novela El vuelo de la reina. Desde entonces, Rivera Letelier ha escrito seis novelas más. Por la más reciente, El arte de la resurrección, obtuvo al fin el Premio Alfaguara de Novela en este 2010. Los méritos que el jurado ha visto en el libro son "el aliento y la fuerza narrativa de la novela, así como la creación de una geografía personal a través del humor, el surrealismo y la tragedia".

Para quienes no lo ubiquen, Hernán Rivera Letelier nació hace 60 años en Talca, ciudad al centro de su país, pero siendo todavía un niño se trasladó junto a su familia al norte, a la pampa salitrera, donde trabajó como minero durante 30 años, hasta que las minas cerraron. A la par que su rudo trabajo, Rivera Letelier alimentaba con libros su hambre de aventuras, de vivir otras vidas. Probablemente los autores que más lo marcaron fueron los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX, especialmente Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.

Si bien publicó un libro de poemas en 1988 y uno de cuentos en 1990, la obra que hizo famoso a Rivera Letelier fue la novela La reina Isabel cantaba rancheras, publicada en 1994, premiada por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y su libro más célebre hasta el momento. En él, el autor relata, con recursos propios del "boom" de la novela hispanoamericana (fragmentación, inversión del orden temporal, varios planos narrativos), las duras condiciones de vida de los mineros chilenos y el oasis que significa para ellos sus encuentros con prostitutas, los cuales les ayudan a soportar mejor el calor, la miseria y la soledad.

Hernán Rivera Letelier (Foto © Glenn Arcos)

Al parecer, los libros de Rivera Letelier no han tenido buena acogida entre la crítica chilena, a pesar de que, traducidos, le hayan reportado al autor reconocimientos como ser nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de Francia. Hernán Rivera Letelier es, ante todo, un contador de historias. La mayoría de sus obras están ubicadas en la pampa chilena y tienen como protagonistas a mineros explotados por sus patrones y a prostitutas generosas. El chileno es un novelista preocupado por las cuestiones formales de sus libros, como la estructura y el estilo (aunque él diga lo contrario). Sus relatos rehúyen lo panfletario a través del humor y de la construcción de personajes fascinantes, y siempre tienen como propósito central contar historias que emocionen al lector y de paso lo sensibilicen respecto de ciertos conflictos que rebasan las anécdotas que los engendran, como la soledad, la explotación, la búsqueda del amor, entre otros. Como Balzac, como García Márquez, como Vargas Llosa, Rivera Letelier ha construido un mundo propio a través de sus novelas, en el cual los personajes transitan de un libro a otro.

Es el caso del Cristo de Elqui, protagonista de El arte de la resurrección. Según confesión del autor, el personaje real que le inspiró al ser ficticio que es el centro de este libro apareció en su vida un día en que, siendo muy joven, llegó a casa y su madre le dijo algo como: "Vienes más desaliñado que el Cristo de Elqui". A partir de entonces, Rivera Letelier supo de este hombre singular que se creía la reencarnación de Cristo y había predicado, con gran elocuencia y favor popular, en el desierto chileno en la primera mitad del siglo XX. El personaje apareció en una breve escena de La reina Isabel cantaba rancheras (1994), primera novela del autor; después ocupó un lugar de mayor relevancia en Los trenes se van al purgatorio (2000), otra de sus novelas; luego tuvo una pequeña participación en Mi nombre es Malarrosa (2008), su antepenúltima novela; y por último se convirtió en el protagonista de El arte de la resurrección (2010).

El inicio de la obra está ubicado en 1942, año en que Domingo Zárate Vega, mejor conocido como el Cristo de Elqui, escucha la historia de una prostituta piadosa de nombre Magalena Mercado. Es un cristo muy singular este: no censura los deseos carnales; por el contrario, los reconoce en él mismo y no tiene ningún reparo en aliviarlos apenas se le presenta una oportunidad. Alguna vez tuvo una pareja estable, pero los padres de la muchacha se la arrebataron recluyéndola en un convento. Ahora anda en busca de una mujer que lo acompañe en su peregrinar por el desierto, extendiendo la palabra de Dios. La candidata indicada parece ser Magalena Mercado.

Cristo de Elqui

En su camino hasta La Piojo, la oficina salitrera donde vive Magalena, el Cristo de Elqui no desaprovechará la oportunidad de vender los folletos con sus prédicas, pregonar para las multitudes que lo siguen, anunciar el inminente final del mundo y solidarizarse con los explotados. A pesar de ello, de la devoción del personaje en su labor, las cosas no saldrán precisamente como él espera: será blanco de burlas de los incrédulos y de los ataques de las autoridades y la Iglesia, que ven en él una amenaza contra lo que representan. A partir del capítulo 9 del libro, veremos la alternación entre el presente del Cristo de Elqui y sus orígenes: dónde nació y cómo es que llegó a asumirse como la reencarnación del hijo de Dios.

Los capítulos que dan cuenta del presenta de Domingo Zárate Vega suelen ser narrados por una voz en primera persona del plural, que da testimonio de las andanzas del Cristo. En cuanto a los capítulos que relatan el origen del iluminado, son narrados en tercera persona del singular. En unos y otros capítulos, un recurso muy usual es pasar la voz del narrador principal a un narrador personaje sin indicación formal, de modo que la transición entre una voz y otra es fluida y casi imperceptible.

Más que en la intriga y en un ritmo narrativo veloz, la apuesta de El arte de la resurrección está centrada en la construcción de sus personajes: además de su protagonista, quijotesco y muy atractivo por constituir un cristo muy cercano a los seres humanos, a sus miedos y apetencias, así como por el grado de locura que presenta al desafiar una realidad muy hostil, la novela presenta un puñado de personajes singulares (como la prostituta santa o el loco barrendero) que juntos conforman un universo anómalo, lleno de ternura y humor, donde nada es lo que debía ser y aun así sentimos próximo.

Si bien no es esta una de esas novelas que no se pueden soltar, cuyo conflicto irresuelto hasta el final jalona de forma poderosa la atención del lector, El arte de la resurrección es un libro digno de leerse por varias razones: nos pregunta si la locura no será más bien la razón en un mundo de explotadores y explotados, donde las causas justas parecen pasadas de moda; nos presenta a un personaje íntegro, que lucha por lo que cree y cuestiona la hipocresía de la sociedad en la que le tocó vivir; y alimentaba de forma satisfactoria nuestra hambre de historias, asombrosas o singulares o cómicas, que complementan nuestro día a día y nos franquean el acceso a otros mundos.

Javier Munguía

El arte de la resurrección.

Hernán Rivera Letelier
Alfaguara (México, 2010)

Fuente:http://javiermunguia.blogspot.com

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