23.6.10

Censores y censurados unidos por la literatura

La naturaleza del control ejercido durante el apartheid

TE J.M. Coetzee tomó el té con su censora.foto.fuente:Revista Ñ

Cuando los regímenes de tipo Gran Hermano caen, a veces dejan un rastro no intencional en papel, una vía hacia los aspectos de competencia e incompetencia técnica de la opresión.

Después de la caída del Muro de Berlín en 1989, por dar un ejemplo, numerosos alemanes descubrieron en expedientes guardados que sus propios hijos o cónyuges los habían espiado para la Stasi, la policía secreta. Y en Rumania, Doru Pavaloiae, economista, descubrió que un hombre al que consideraba un amigo, un popular cantante de su ciudad natal, era informante ­su nombre en clave: Trovador­ para la temida Securitate.

Estas revelaciones serían prácticamente inexistentes si los regímenes represores no fueran presa de la obsesión de acumular datos en bruto sobre sus ciudadanos--la información sobre la traición, las precisiones sobre el control.

Fue así para el escritor sudafricano y Premio Nobel J. M. Coetzee, tal como pudo descubrir hace poco el público reunido en la Universidad Estadounidense de París cuando el autor habló de sus experiencias ante estudiantes, docentes y por lo menos un símbolo estadounidense, el poeta Lawrence Ferlinghetti de 91 años que casualmente, estaba de visita en París.

"Hasta que cumplí 50 años, mis compatriotas sudafricanos sólo pudieron leer mis libros después de recibir la aprobación de un comité de censores", dijo Coetzee, de 70 años, a sus oyentes.

No obstante, recién en 2008 un investigador académico se ofreció a mostrarle archivos que había encontrado relacionados con tres de los trabajos del autor de la década de 1970 y comienzos de 1980.

En esos años, en el país imperaba el apartheid, que prescribía dónde debían vivir y trabajar las personas, dónde debían nacer y dónde ser enterradas, cómo viajar, a quién amar: por una ley llamada Ley de Inmoralidad, el mestizaje era un delito.

Un expediente relacionado con "En medio de ninguna parte" (1977) de Coetzee, logró sin embargo eludir esas rigideces seudo-morales, señalando que "si bien se describe sexo más allá de ese límite de color" el libro "será leído y disfrutado sólo por intelectuales".

En "Esperando a los bárbaros" (1980), otro censor señaló 22 situaciones de escritura podrían verse como indeseables, pero el contenido sexual del libro no "provoca lujuria". Y "Vida y época de Michael K." (1983), opinaba un tercer censor, "contiene referencias y comentarios peyorativos sobre actitudes del Estado, también sobre la policía y los métodos que utiliza para llevar a cabo sus deberes".

Invariablemente, los censores se pronunciaron en contra de la supresión.

En cierto modo, se trataba del tipo de vigilancia ambigua retratada en la película alemana "La vida de los otros", donde un agente con auriculares llega a simpatizar con las víctimas de sus escuchas.

Estos censores sudafricanos eran intelectuales ­pares académicos que, como Coetzee llegó a sospechar, escuchaban a Mozart en su estéreo y leían a Austen y Trollope en su casa y consideraban que hacían "bien su trabajo".

Una lectora secreta, recordó Coetzee, lo invitó a tomar el té "y tuvieron una larga charla" sobre literatura. "Yo no tenía la más mínima idea de que esa mujer era uno de mis censores".

En esa época, Coetzee era profesor de literatura inglesa en Ciudad del Cabo. "La comunidad intelectual no era grande", dijo. "El hecho es que yo me codeaba todos los días con personas que en secreto emitían juicios para permitir o no que yo fuera publicado y leído en Sudáfrica".

Sudáfrica, por supuesto, nunca ha sido sólo policías y ladrones, bueno y malo, blanco y negro.

Los gobernantes del apartheid querían que los vieran formar parte espiritualmente de una sociedad occidental remota y no de un continente descrito como cruel y bárbaro.

Si un censor señalaba que un trabajo sería leído sólo por "intelectuales", se daba por sentado, al parecer, que éstos no optarían por echar abajo al Estado. Los lectores secretos, dijo Coetzee, se consideraban "una especie de héroes no reconocidos".

"Los censores que leían mis libros también se veían a sí mismos como custodios de la República de las Letras", dijo Coetzee al público.

"Desde su punto de vista, estaban de mi parte".

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