En 1931, el escritor alemán Franz Hessel levantó acta de un extraño fenómeno. Tras el estreno de El ángel azul, Marruecos y Fatalidad, la actriz se alzaba como el perfecto paradigma de un nuevo tiempo, una nueva mujer, un nuevo sexo
La actriz Marlene Dietrich./elmundo.es
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En 1931, Franz Hessel levantó acta de un extraño fenómeno. Tras el estreno de 'El ángel azul', 'Marruecos' y 'Fatalidad', la actriz se alzaba como el perfecto paradigma de un nuevo tiempo, una nueva mujer, un nuevo sexo. Justo antes de nacer un icono del siglo. "E igual que Afrodita
sale de la espuma del mar, ella sale graciosamente del lodo de los
deseos que aterrizan a sus pies, sonríe amable y fútilmente hacia el
cosmos que ella misma está destruyendo, que está rompiendo por su
culpa". En 1931, Franz Hessel abordaba en un pequeño libro una
particular cosmogonía. Su idea, no tanto buscada como hallada, no era
más que describir el origen de un mito que por entonces daba sus
primeros pasos.
Unos años antes, en 1922, James George Frazer resumía en un único volumen 'La rama dorada', su inabordable estudio sobre la mitología y la religión. Su pretensión era encontrar y definir los elementos comunes de todas las creencias. Resumiendo mucho, más incluso de lo que recomienda la sensatez, allí, en el ideario común de toda la Humanidad, no es complicado dar con la veneración a la fertilidad alrededor
del culto y sacrificio de un rey sagrado; un monarca o una deidad solar
que cae rendido por medio de un matrimonio místico con la diosa de la
Tierra, la cual muere en la cosecha y se reencarna en la primavera. Y
así a través de cada uno de los segundos de cada una de las épocas.
No queda claro si la nueva feminidad anunciada por Marlene Dietrich
-de ella se ocupa el libro recién publicado por Errata Naturae- es la
extraña e improbable separata que Frazer (como si del último profesor
Unrat se tratara) hubiera admitido a su estudio clásico. O sí. Sea como
sea, por las escasas 50 páginas del maestro del relato corto que fue
Hessel discurre sin duda la primera y más brillante aproximación al mito,
al mito de Dietrich, que no es otro que el de la nueva feminidad del
siglo que avanzaba en la década de los 30 hacia la peor de las
catástrofes.
"En esta mujer admiran y alaban todos a la mujer como tal, a la
hembra que, bajo una apariencia contemporánea, manifiesta su esencia
primigenia", escribe Hessel unas líneas antes del entusiasmo: "Ya sea en el papel de dama o en el de prostituta,
en el de conquistadora o en el de víctima, Marlene Dietrich siempre da
vida a un sueño universal, como la heroína de una de sus películas; es
la mujer que todos desean; todos, no éste o aquél, sino cada uno, el
pueblo, el mundo, el tiempo".
La actriz junto a Harry Liedtke en la película Ich küsse ihre Hand, Madame
ELMUNDO
Hessel, que apenas tenía relación alguna con el cine más allá de ofrecer su propia vida como argumento de 'Jules y Jim' de Truffaut (lo que allí cuenta el francés es la historia de amor de él, su mujer Helen y el amigo de ambos Henri-Pierre Roché), fue pionero en reconocer al cine y al poder de la fama su capacidad para fundar universos. Mucho antes de Umberto Eco y del propio Marshall McLuhan, el traductor al alemán de Proust entrevió en la mirada de una simple actriz con apenas tres películas importantes en su haber (trabajó antes en 16 cintas mudas) la posibilidad de una nueva forma de mujer; de un sexo diferente; de la reformulación de una vida entera.
Por aquel entonces, María Magadalene Dietrich von Losch, así se llamaba, no era la imagen fijada para siempre en el imaginario global de esa mujer voraz, bisexual y andrógina; no era aún la mejor representación del universo decadente, libre y único de un Berlín quizá mitológico,
de un Berlín que más que una simple ciudad era la promesa cierta de
todo lo futuro. No. Simplemente, era una actriz que empezaba a ser
admirada gracias al éxito turbador y extraño de 'El ángel azul', según la novela de Heinrich Mann,
primero y, posteriormente, al de dos películas (Marruecos y Fatalidad)
que fraguaron un ideal. Las tres, faltarían cuatro más, dirigidas por Josef von Sternberg.
Y, sin embargo, ya era algo más que una simple intérprete aupada a la categoría de estrella merced al agresivo marketing de un Hollywood transformado ya en imperio mundial y en el gerente de la ilusión de las masas. Su papel de Lola-Lola en
la primera película sonora importante del cine alemán daba de manera
original imagen, voz y cuerpo a la mujer liberada del mundo de los
hombres. Su voz (que, según Max Brod, "salía de
regiones más profundas de la boca y las cuerdas vocales") dirigía a la
audiencia hacía sus "fantasías más vulnerables" de la misma manera que
subyugaba al profesor Unrat interpretado por Emil Jannings. La expresión es del crítico Kenneth Tynan, el mismo que escribió que "su masculinidad atrae a las mujeres y su sexualidad a los hombres".
"Aquí", escribe Hessel sobre la película que fijó su imagen para
siempre, "el sexo no pretende seducir, se presenta con inocencia,
simplemente está ahí". El autor intenta y se esfuerza por diferenciar la
imagen de Marlene del concepto ya estereotipado entonces de la "mortífera vampiresa" que fijaron en el imaginario de la alta cultura autores como Baudelaire, Wilde o Klimt.
El suyo no es el prototipo de mujer fatal al uso, mantiene Hessel. "La
vamp [...] describe a mujeres que chupan la sangre vital de los hombres.
Esta sangre es para ellas un alimento necesario, lo mismo que lo fue
para aquellos arcaicos fantasmas, y es de suponer que las mujeres a
quienes se designa de un modo tan terrible saben lo que hacen", razona
el autor. No. Marlene "es capaz de sonreír como un ídolo, como los antiguos dioses griegos, y, a la vez, tener un aire inofensivo".
En la obra Zwei Kravatten, en el Berliner Theatre
ELMUNDO
Poco tiempo después, las mismas llamas que consumieron la República
de Weimar acabarían con la imagen cristalina que Hessel describe en su
libro. La Dietrich que quiere y dibuja el autor se sorprende de su
propia fama. En una entrevista con la actriz incorporada al volumen, la
diva en compañía de su hija Maria se declara inocente. "En realidad, ni
siquiera vivo la fama como es debido. Cuando se estrenó 'El ángel azul'
en Berlín emprendí mi viaje a América. El día que salí de Nueva York,
nuevamente fue el día del estreno de 'El ángel azul' allí. En el estreno
de 'Marruecos' sí participé, agradecida y asustada. Pero cuando
estrenen la película aquí puede que me encuentre de nuevo viajando hacia
Hollywood. Cuando los aviones con mi nombre en letras gigantescas volaban
por encima de mí me sentía angustiada. Bueno, he de estar contenta, el
trabajo siempre era interesante y a veces me hacía feliz, pero la fama no tendrá que ver mucho con la felicidad y... la nostalgia nunca desaparece".
Poco después de estas palabras, probablemente, todo cambió. El mito de Dietrich
acabó sin duda por devorar a la propia Dietrich. Ella y Von Sternberg a
través de una relación tan accidentada como masoquista y absolutamente
abducida y pendiente de cada detalle de maquillaje, escenografía, luz o
vestuario cayó secuestrada por el destello demasiado cegador del icono.
Cada una de sus películas juntos, intérprete y director, se fue
convirtiendo cada vez de forma más acusada en un altar barroco desde el
que adorar la imagen santificada y salvífica del mito. Tras las citadas
arriba, 'El expreso de Shanghai' (donde se escucha la frase que la condenaría: "Necesité muchos hombres en mi vida para llamarme Shanghai Lilli"), 'La venus rubia', 'Capricho imperial' y 'El diablo es una mujer'.
Espías, meretrices, vampiresas, emperatrices, madres desgarradas...
Todas son una Dietrich entregada a sí misma; a su imagen ardiente y
proyección de las "fantasías más vulnerables" del siglo.
La historiografía oficial hace de Sternberg el devoto Pigmalión que
modeló con esmero obsesivo cada rasgo de su particular estatua. Virgen,
por supuesto. Él la encontró sobre el escenario de un musical titulado 'Dos corbatas' cuando buscaba a su Lola para 'El ángel azul'. Y en ese preciso instante empezó la metamorfosis. Hesse recuerda su rostro inicial.
"En seguida, nos familiarizamos con su aspecto, recordamos el rostro
con el amplio espacio entre las cejas y el estrecho entre la nariz y el
labio superior". Y desde aquí hasta, poco a poco, labrar ángulos en un rostro originalmente demasiado redondeado; desmasiado quizá eslavo. Poco a poco, descubrimos a la mujer sofisticada, extraña, inalcanzable.
Adelgazó 15 kilos, subrayó los pómulos (no queda claro si se dejó
extraer las muelas del juicio o no. Ella siempre lo negó), acentuó la
palidez y se afiló las cejas a la manera de Greta Garbo. "Se comportaba
como si fuera mi criada", dejó escrito Sternberg, "es la primera en
darse cuenta cuándo yo buscaba un lápiz y la primera en correr en busca
de una silla cuando quería sentarme. No oponía la más ligera resistencia a mi dominio sobre su actuación".
Otras fuentes, sin embargo, no dejan a la actriz en situación tan
pusilánime. Sea como sea, de esta relación surgió intacto el encanto
cerca de la divinidad de una mujer dueña de su destino
que no duda en engañar a hombres tan autoritarios como el propio
Sternberg, a la vez que se niega a renunciar a sus instintos. Por
fatales que sean las consecuencias. Que lo serán. Erich Maria Remarque inmortalizaría el momento y a la actriz en su novela 'Arco de triunfo'. Y lo haría con idéntica pasión a la demostrada por Hessel: "Su rostro podría cambiar con cualquier expresión.
Se podría soñar en él cualquier cosa. Era como una casa vacía a la
espera de las alfombras y los cuadros. Todas las posibilidades habitaban
en él. Podía llegar a ser un palacio o un burdel".
Marlene Dietrich en la obra de teatro de George Bernard Shaw
ELMUNDO
Y así, al lado del cineasta, crece la leyenda hasta confundirse con el ruido. Falsa o cierta, se agiganta la idea de la Dietrich insaciable y carnal. El biógrafo Donald Spotto coloca en la lista de sus amantes al propio Sternberg, John Wayne, Gary Cooper, Maurice Chavalier, Yul Brynner, Kirk Douglas, el escritor Erich Maria Remarque, Douglas Fairbanks Jr., Jean Gabin, la escritora Mercedes de Acosta y John Gilbert (los dos, por cierto, ex amantes de Greta Garbo). Y Rudolf Sieber,
su marido del que nunca se divorció, en medio o a un lado, como testigo
mudo y ajeno. Cuentan que se inició en el amor a la vez con su maestro
de violín y con la periodista Gerda Huber. "En Berlín
importa poco si se es hombre o mujer. Hacemos el amor con cualquiera que
nos parezca atractivo", declaró en un momento incierto entre la
provocación y el eslogan publicitario.
En el lado opuesto, Maria Riva, su adorada hija -que
era, según confiesa a Hessel, "la razón de su vida"- sencillamente
destroza el mito devorador; este otro mito, nada que ver con el sueño
original y seminal presentado por Hessel. Frente a la mujer
independiente y voraz, su propia y única descendiente regala la más
agria (quizá ingrata) de las descripciones de una mujer a la que
describe, en un libro que es a la vez un particular ajuste de cuentas,
únicamente consciente de su papel de diosa en el mundo: "No entendía nada de sexo. No creo que nunca conociese o experimentase el amor sexual real. Jugaba a ello, hacía la farsa (era una gran farsante). Su poder sobre los hombres es un hecho que se remonta a Helena de Troya:
los hombres sueñan con la posibilidad de hacer sentir a la diosa algo
que ella no ha experimentado nunca antes. Eso les apasiona, les
intriga... y mi madre jugaba a ello muy bien. Era una magnífica actriz
fuera de la pantalla, incluso mejor que dentro de ella". Y acaba: "Nunca pensé en mi madre como en una madre, nunca".
Entre esta última imagen y su retrato estereotipado, Hessel insiste en rescatar el primer hálito de un mito;
un mito fundacional que quiso liberar al mundo al que tal vez se
ofreció, como afirma Frazer pomposa y sabiamente, en matrimonio místico
con la misma diosa de la Tierra. El mismo mito fértil quizá que propone
La rama dorada. "Marlene Dietrich es una aparición viajera que se asoma
hacia lo indefinido y cuya mirada, de repente, nos golpea como un
reclamo, como un destino; cambiando nuestra vida, creando y destruyendo,
es la criatura que no admite amorosos rodeos intelectuales, sólo el camino directo y peligroso del amor que arriesga la vida por la vida misma", concluye Hessel.
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