7.7.15

"Mamá, ¿cómo se lee?"

 Formar lectores y escritores no es verificar si leen un minuto en voz alta o si usan mayúsculas
La lectura es hoy una rareza generalizada./eltiempo.com

Alfonso tiene tres años y a él le debo el título de esta columna. Aunque no “lea”, en estricto sentido alfabético, es un lector sensible y con criterio, que sabe elegir los libros justos: esos que va necesitando según lo que siente, vive y se pregunta.
Noche tras noche, desde que tiene memoria, su mamá se convierte en Sherezada y él, como el monarca de Las mil y una noches, en dueño y señor de esa voz que lo lleva por mundos posibles e imposibles. Durante un tiempo que no se reduce a un número fijo de minutos, pues cada historia “trae” su tiempo propio, se cumple su deseo de mantener a la madre sujeta, literalmente, entre esos mundos de lenguaje.
Y mientras la voz amada interpreta la partitura de caracteres negros, a veces unidos y a veces separados, que la hacen detenerse o exclamar, los ojos de Alfonso oscilan, del libro que ella lee, a ese “libro abierto” que es la madre, porque en su cara, en sus ojos y en su voz se reflejan las emociones de los libros: las emociones de ese niño, tan reciente, que lo hermanan con la madre y con los que vivieron antes.
Son todos esos mensajes (o, mejor, esos metamensajes sobre lectura y escritura) los que Alfonso descifra y disfruta mientras leen juntos, porque para leer no basta con “identificar los sonidos que corresponden a las letras del alfabeto” o “combinar fonemas para formar palabras con y sin sentido”, según leo en los ‘Derechos básicos de aprendizaje’, del Ministerio de Educación, en la sección de primer grado. Más allá, y antes de eso, la lectura propicia la exploración de un mundo-otro que tiene lugar “en el lenguaje” y que nos permite traer lo que no está presente para operar con símbolos: para representar lo que pensamos, lo que sentimos, lo que somos.
Por supuesto, ninguna mamá y ningún papá dicen a los niños “miren cómo se ensarta el hilo del pensamiento en esta historia”, pero mientras leen y conversan sobre libros y les permiten hojear, elegir y leer, de muchas formas, diversos géneros, para armar sus bibliotecas, les enseñan a descubrir cómo se piensa de distinto por escrito: cómo la simultaneidad de la lengua oral se organiza de otra forma en el espacio de la lectura, cómo, en ausencia de un interlocutor visible, nos valemos de signos para hablar con los que no están y para construir, en ese diálogo, la voz propia. Pero, sobre todo, cómo leer y escribir tienen que ver con construir sentido. Siempre.
A los tres años, Alfonso ya lo sabe y su pregunta sobre “cómo se lee” refleja ese trabajo de “pensar en el lenguaje”, que es crucial para acercarse a la cultura escrita y que requiere experiencias literarias y múltiples posibilidades de lectura, pobladas de afecto, de reconocimiento y de sentido. Sin embargo, durante los primeros grados, el acercamiento a las convenciones de la lengua puede hacer perder esa visión de conjunto y, por ello, resulta más necesario que nunca ofrecer a los niños esas experiencias literarias plenas e integradoras que suscita la lectura acompañada por adultos: padres y maestros que respetan los distintos ritmos de acercamiento a la lengua escrita y que siguen envolviendo, entre sus voces y entre bibliotecas atractivas y al alcance, las prácticas lectoras de quienes comienzan a leer.
Esos mensajes de dar de leer a los niños, de dejarlos leer sin abrumarlos de “tareas” y sin volver utilitaria la literatura, de reconocer sus voces, sus hipótesis, sus formas de escribir y su deseo son los que necesitamos comunicar a las familias. Porque formar lectores y escritores no es verificar si leen un minuto en voz alta o si escriben usando mayúsculas en primero. Eso es lo que hemos estado tratando de cambiar, con evidencia, libros y argumentos. Por eso es tan importante lo que diga el Ministerio.
Yolanda Reyes

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