4.4.09

Murmullos, pues


Rabo de paja

Por: Esteban Carlos Mejía

A WILLIAM FAULKNER LE GUSTABA vivir entre “caballos, whisky y tabaco”, asediado por sus criaturas –los Compson, Snope, Coldfield, Sartoris, Sutpen-, tangibles como los habitantes de la pequeña ciudad de Oxford, condado de Lafayette, estado de Misisipi, donde, es un decir, dilapidó su vida.

Al río Yocona, que pasaba cerca de su casa, le anglicanizó el nombre aborigen de Yoconapatafa por el de Yoknapatawpha, una región imaginaria de unas 2.400 millas cuadradas, con 6.298 blancos y 9.313 negros, también ficticios, obvio. El ferrocarril de John Sartoris conectaba a Jefferson, la ciudad principal, con Memphis, capital del Estado. Su “único dueño y propietario” era él, Faulkner, alias “El conde”.

Un buen día, Juan Rulfo entró a una cocina campesina en Jalisco, cogió un comal, o sea, una bandeja de barro para hacer tortillas de maíz, y se inventó a Comala, un pueblo fantasmal, hecho con los murmullos de Juan Preciado, Pedro Páramo y Susana San Juan, muertos ellos. (Si alguno quiere crear una comarca mítica en Antioquia podría llamarla, entonces, Cayana o Callana, como el platico de barro en que algunas matronas paisas asan las arepas para sus hijitos, sean presidentes de la República, mayordomos de la Patria, capos de la Mafia o cargaladrillos de la Obra. A lo bien).

Camino a Aracataca, García Márquez vio el letrero de una hacienda de bananos, Macondo, y le gustó el nombre. Más tarde supo que era un árbol que no servía absolutamente para nada, descubierto por Alexander von Humboldt en 1801: “sus frutos membranosos y transparentes parecen linternas suspendidas en la extremidad de las ramas”. Dasso Saldívar halló en la Enciclopedia Británica que se trataba de “un fitómino procedente del bantú makonde, plural del sustantivo likonde, que es el nombre del plátano o banano en dicha lengua y que los bantúes traducen como alimento del diablo”.

Juan Carlos Onetti se ideó a Santa María, “poblacho verdaderamente inmundo”, con Larsen y el doctor Díaz Grey y sus azarosas mujeres, medio vírgenes, medio putas. Y Bolaño, Roberto, en 2666, construyó Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez, dos urbes de enigmática barbarie. A partir del cedrón, planta medicinal contra las calenturas, Héctor Rojas Herazo se ingenió a Cedrón, un “Tolú transfigurado”, en el que transcurre su inmensa novela Celia se pudre. Y Héctor Abad Faciolince creó Angosta, mimesis de Medellín, con sus tres climas paradisíacos y sus infames check points sociales. Supongo que la llamó así por lo angosto del valle de Aburrá. O por la mentalidad de sus pobladores. Digo yo, que vivo aquí entre fósiles y mutaciones.

En fin, son escenarios muy semejantes, diferenciados por el poder imaginativo y el entorno de cada autor. Al fin y al cabo, como nos lo hace ver Herbert Tico Braun en su entrañable Mataron a Gaitán, “no puede haber literatura sin el hervidero que es la historia”. Mejor dicho, no hay ficción sin su realidad ni realidad sin su ficción.

Rabito de paja. No menté a Región, de Juan Benet. Quizás por distante a Yoknapatawpha, Comala, Macondo, Cedrón, Angosta y/o la hipotética Callana de mis ilusiones. Pero es tan válida como todas.



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