21.4.17

La Ciudad de México de ‘Los detectives salvajes’

Una inmersión literaria, sentimental y gastronómica en la capital mexicana con la gran novela del escritor Roberto Bolaño como particular guía turística
Centro gastronómico, cultural y de arte Blanco Colima. en la calle Colima. / SAÚL RUIZ/Elpais.com

En la primera imagen, trozos de pescado kampachi y vinagreta de soja del restaurante Máximo Bistro.

 En la segunda, pescado a la parrilla del restaurante Contramar.
Una sala del Museo del Objeto del Objeto (MODO), en la Colonia Roma.  SAÚL RUIZ

A VECES SE visitan las ciudades como se lee un libro. Repasamos los edificios, las calles, los cafés y los detalles que vimos en las páginas y encontramos personas que podrían ser personajes. Los detectives salvajes, obra maestra de Roberto Bolaño, celebra el viaje, la carretera y la contracultura, y se lee como crónica, biografía o novela. Tiene como protagonistas a tres jóvenes poetas que emprenden una aventura sin rumbo y como punto de partida y epicentro la Ciudad de México.

Recorrer la inabarcable capital con Bolaño resulta igual de estimulante que leer su novela, una experiencia infinita, pues como buen clásico siempre concede algo inesperado. Con la ciudad ocurre lo mismo: empieza pareciendo desorbitada y acaba siendo íntima. Antes de aterrizar se cree que transmitirá la sensación de ser una bola de bingo en un bombo, entre tantas otras lanzadas a mil direcciones, a seiscientas páginas ululantes. En los setenta, cuando se inicia la novela, había 14 millones de habitantes. El narrador de la historia, Juan García Madero, tenía 17 años. Era huérfano y vivía en casa de sus tíos. Estudiaba Derecho en la UNAM, pero le costaba ir a clase. Descubría la ciudad al tiempo que se iniciaba en la poesía y revelaba indiscutibles dotes sexuales, inquietudes y miedos. Para él, el desnorte era un estado de ánimo que cualquier lector envidiará, pues ¿hay mejor época en la vida que cuando no se va a ningún lado? Había conocido fugazmente a Arturo Belano y a Ulises Lima, representantes del real visceralismo (o infrarrea­lismo), pero los perdió de vista. El 7 de noviembre confiesa que ya no volverá a verlos, pero se equivoca. Semanas más tarde caminaba por Sullivan y, mientras cruzaba Reforma, dos voces le reclamaron:



–¡Arriba las manos, poeta García Madero!

Eran ellos.

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Cerca de ahí, en el Café Toscano de la plaza de Río de Janeiro, pienso en la frecuencia del azar en México. Hace tres años, la primera vez que vine, aparecí en casa de un amigo en esta misma colonia Roma. Me presentó a la chica con la que la compartía y a los cinco minutos descubrimos que los dos habíamos vivido no ya en el mismo piso de la calle de la Palma de Madrid, sino ¡en la misma habitación! Estas cosas pasaban con 14 millones de habitantes entonces, y pasan hoy entre 21.

EN LOS SETENTA, CUANDO SE INICIA LA NOVELA, BOLAÑO TENÍA 17 AÑOS Y ERA HUÉRFANO

De un tiempo a esta parte el arte culinario ha tomado la iniciativa en el barrio. Los sándwiches de Belmondo, la delicadeza de Blanco Colima, el glamour de Máximo, el pescado de Contramar. Todo gira a expensas del espíritu bobo (bourgeois-bohème) que irradian comercios gastronómicos, galerías vintage y fachadas déco. Arrojado por la inercia, agarro Colima en dirección a Condesa soñando con llegar a casa de las hermanas Font (“las Font viven en la colonia Condesa, en una elegante y bonita casa de dos pisos con jardín y patio trasero de la calle Colima”), creyendo que su papá –Quim, qué personaje– me invitará a un trago para demorar mi encuentro con una de sus hijas –Angélica, María…, poco importa–. Sin embargo, en la esquina con Córdoba encuentro el Museo del Objeto del Objeto (MODO), en un edificio art nouveau de 1906, similar a la casa que busca mi memoria lectora. Visito la exposición Del plato a la boca, que celebra la evolución del diseño en la cocina desde el siglo XIX hasta hoy, haciendo uso del conocido refrán “Del plato a la boca se cae la sopa”. En una pared, alguien ha escrito una nota: “Mi menú ideal: tu corazón, pero no tienes, maldito”. Viendo tenedores y sartenes pienso en la mala suerte de los realvisceralistas. Iban tan cortos de dinero que se hinchaban a cafés con leche. Vivían como poetas amarrados a la vida cotidiana, con preocupaciones mayores que el dinero o las aulas, pues iban a acabar con la oficialidad. No disfrutaban la gastronomía mexicana más allá de unas tortas. Qué pena. Manuel Maples Arce los definirá bien a mitad de libro, en el bosque de Chapultepec: “Todos los poetas, incluidos los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero estos eran huérfanos de vocación”.

Los detectives salvajes eran ratas de librerías de viejo, amaban el polvo acumulado en esos laberínticos corredores forrados de lomos que a veces da cosa tocar por miedo a que se deshagan. Rastreadores de malditismo y sabotaje, sobre todo en la calle de Donceles, cerca del Bellas Artes, ahí donde el restaurante Sanborns de la calle de Madero, en el que en vano intentaron secuestrar a Carlos Monsiváis, que los consideraba “discípulos de Marinetti y Tzara, sus poemas ruidosos, disparatados, los dos con el pelo larguísimo, más largo que el de cualquier otro poeta, con una terquedad infantil, no me gusta, no me gusta, capaces de negar lo evidente…”. Aquí, en la complaciente avenida de Álvaro Obregón, se halla una sede de la Cafebrería (cafetería y librería) El Péndulo, referente cultural. Este edificio mereció la Mención Honorífica en la Bienal de Arquitectura Mexicana. Desde cualquiera de sus pisos no cuesta imaginar hoy a Arturo y Ulises rondando escaleras abajo, con los bolsillos cargados, ajenos a alarmas y clientes. Aunque les pega más la vecina A Través del Espejo, reducto del libro antiguo en el barrio.

El parque España no queda lejos. “Mientras caminábamos en silencio por el parque España, a esa hora transitado sólo por amas de casa, sirvientas y vagabundos, pensé en lo que me dijo María sobre el amor y el dolor”. Recorro el área verde a la sombra de los árboles recordando la naturaleza accidental de los personajes de las novelas fundacionales y la pasión por la marginalidad de los realvisceralistas, que podrían ser los chavales que fuman en el monumento a Lázaro Cárdenas, presidente que brindó apoyo a los exiliados españoles tras la Guerra Civil.

Aprovecho la cercanía para comer un taco de camarones en El Pescadito (otra opción es Fishers) y evoco la Tacopedia, biblia del taco que a buen seguro hubiera hecho gracia a Belano, o Bolaño. Y luego, por afinidad, entro en la Pastelería Suiza (fundada por un catalán, Jaime Bassegoda, que en 1942 logró colarse en la última travesía del Nyassa con otros refugiados), donde hacen el mejor pan de muertos de la ciudad.

LOS DETECTIVES SALVAJES ERAN RATAS DE LIBRERÍA DE VIEJO. AMABAN EL POLVO ACUMULADO

“Decidimos tomar juntos un pesero hasta Reforma y de ahí fuimos caminando hasta un bar de la calle Bucareli, donde estuvimos hasta muy tarde hablando de poesía”. De camino observo la inconfundible escultura de Sebastián, El caballito, y no tardo en pisar Bucareli y la zona que mejor ha resistido el paso del tiempo de la novela. Si hay un café que define el universo de los detectives es el Habana (Quito en el libro), fundado en 1952. Las calles circundantes atesoran el lumpen que adoran Belano y Lima. Sentados en estas mesas, alrededor de cafés con leche, se pasaban horas escribiendo poemas rimbaudianos y discutiendo de política, mujeres, cine. La juventud temprana es charlatana e impetuosa. Aquí han tomado café el Che Guevara, Octavio Paz… Y aquí Jacinto Requena, en noviembre de 1976, sentenciaba: “El lumpen es la enfermedad infantil del intelectual”. Buen sitio este para recordar la inocencia de los buenos tiempos, cuando todo era ir, cuando se vivía en la huida. Quizás por eso, Amadeo Salvatierra, a mitad de novela, anunciara: “Qué lástima que ya no hagan mezcal Los Suicidas, qué lástima que pase el tiempo, qué lástima que nos hagamos viejos, qué lástima que las cosas buenas se vayan alejando de nosotros al galope”.

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