En Cáscara de nuez, retrata un triángulo amoroso y vuelve a un caso policial con invención, humor y ferocidad
De un género a otro. Después de haber pasado por la novela tradicional y la ciencia ficción, McEwan apuesta nuevamente por el policial./revista Ñ |
Que la voz narradora de una novela o de un filme sea la voz de alguien que ha muerto no es una novedad. Las películas Sunset Boulevard o Belleza americana han jugado ese juego; también Memorias póstumas de Blas Cubas de Machado de Assis y El asesino dentro de mí de Jim Thompson. Ese recurso post mortem no instala la idea de la muerte: lo que instala es la ironía, que es el modo de narrar que corresponde a los que están fuera del mundo.
El narrador de Cáscara de nuez también está fuera del mundo, pero no porque lo haya abandonado sino porque todavía no llegó. Es el bebé que crece en la panza de su madre, la implacable Trudy, que junto a Claude, que es su cuñado y amante, planea asesinar a su marido. Claude se ocupa de negocios inmobiliarios y gana mucho dinero; John, el marido de Trudy, es poeta y editor de poesía y, como es previsible, sus finanzas no andan nada bien. Sin embargo es dueño de una casa que vale una fortuna y que su esposa está impaciente por heredar.
A pesar de su breve e indirecta experiencia, el narrador, todavía sin nombre, expone con claridad los planes criminales, que repugnan a su incipiente sentido moral. Por mucho que le moleste el asunto, advierte que no le queda otro lugar que el de testigo del crimen. Le duele su impotencia: no bastan unas pataditas para cambiar el mundo.
La trama de Cáscara de nuez es extremadamente simple y toda la tensión del texto está en la relación entre el pequeño narrador y los hechos que cuenta. McEwan nos pide desde la primera página que aceptemos la convención que establece, y que mantiene a lo largo de la novela con humor y admirable habilidad. Desde luego, el fantasma de Hamlet flota sobre todo el texto (y el título de la novela proviene de una famosa cita de la tragedia de Shakespeare). Pero también tiene la divertida ferocidad que se suele encontrar en los cuentos de Stanley Ellin (el autor de La especialidad de la casa). Y podemos agregar los nombres de John Collier y Roald Dahl: los relatos de estos tres autores (entre muchos otros) solían animar los capítulos de la serie de televisión Alfred Hitchcock presenta. Eran miniaturas policiales, pero el peso de la trama no estaba en la investigación sino en el crimen mismo. El tono de la narración era siempre irónico, siempre impiadoso con respecto al destino de sus criaturas, que en general merecían los castigos que caían sobre ellas, un poco por su maldad y otro poco por su estupidez. Estos autores eran –igual que McEwan– autores morales que jugaban el juego de la indiferencia moral.
Al revés de otras obras más ambiciosas de McEwan, como Operación Dulce o Expiación, aquí no hay una trampa al final. Por el contrario, el autor logra un efecto de naturalidad a través de la exasperación del artificio de narrar desde el útero materno. ¿Y cuál es el equivalente exterior de tal interior? La universidad. Cuando nuestro joven narrador mira hacia el futuro se dice: “Seré un activista de las emociones, un espíritu ruidoso y reivindicativo que lucha con lágrimas y suspiros para modelar a las instituciones en torno a mi yo vulnerable. Mi identidad será mi única posesión preciosa y verdadera, mi acceso a la única verdad. El mundo tiene que amarla, alimentarla y protegerla como hago yo. Si mi universidad no me bendice, no me reconoce ni me da lo que necesito claramente, hundiré la cara entre las solapas del vicerrector y lloraré. Luego exigiré su dimisión”. Esta mezcla de llanto y airada protesta universitaria tal vez resulte familiar a oídos argentinos.
En Cáscara de nuez McEwan vuelve a establecer un triángulo amoroso y un crimen, como en su novela más conocida, El inocente. En aquella historia los amantes adúlteros eran los buenos, y si caían en el crimen no era por codicia o maldad, sino para salvar su amor y su vida. Aquí, en cambio, los amantes son los malos de la historia. Y la realidad circundante no ocupa el lugar protagónico que tiene, por ejemplo, en Expiación (la Segunda Guerra Mundial) o El inocente (la guerra fría). Su historia podría ubicarse en cualquier tiempo y cualquier lugar: en todas partes hay poetas con problemas de dinero, y amantes dispuestos a superar sus obstáculos a través del crimen.
La relación entre la ciega maquinaria de la historia y la frágil vida de cualquier hombre y de cualquier mujer está siempre presente en las novelas de McEwan. Y en la década pasada le tocó vivir un episodio que le mostró hasta qué punto ese hechizo había marcado, secretamente, su propia vida.
En 2006 un albañil inglés de 64 años, David Sharp, decidió emprender una investigación sobre su pasado. Sabía que había sido adoptado de bebé y quiso averiguar quiénes habían sido sus padres biológicos. A través de una oficina especial del Ejército de Salvación pudo conocer el nombre de sus padres y descubrir que tenía tres hermanos.
Sharp logró reconstruir la complicada historia familiar: Rose, futura madre del escritor, estaba casada con Ernest, y tenía dos hijos, un niño y una niña. Cuando comenzó la guerra Ernest fue movilizado. En su ausencia, Rose tuvo un romance con otro soldado, David McEwan, y quedó embarazada. Apenas el niño nació, Rose publicó un aviso en un periódico y lo dio en adopción al matrimonio Sharp. La entrega del bebé se hizo en la estación de tren de Reading, a pocos kilómetros de Londres. Ernest murió en la guerra, y entonces Rose se casó con McEwan y fueron padres de Ian. Sin embargo, nunca reclamaron al hijo que habían entregado en adopción.
La investigación le hizo saber a David Sharp que tenía dos hermanos por parte de madre, mayores que él, y un hermano menor, Ian, con quien compartía madre y padre. David e Ian arreglaron un encuentro en el bar del hotel Four Pillars, cerca de Oxford. A David le llamó la atención que la gente se acercara a la mesa a pedirle autógrafos a su recién descubierto hermano: así se enteró de que era un famoso escritor. No tenía ninguna formación literaria y jamás había escuchado hablar de él.
Con el tiempo, David escribió su propio libro testimonial: Complete Surrender. El título proviene del aviso que publicó su madre para entregarlo en adopción: “Se busca hogar para bebé. Edad: un mes. Entrega incondicional”. El autor del prólogo fue, desde luego, el hermano escritor.
¿Escribirá McEwan algo más que un prólogo sobre su historia familiar? Todavía no lo ha hecho. Pero podemos decir que sus novelas son cada vez menos amargas y que usa la ironía más para iluminar que para ensombrecer sus historias. Aunque Cáscara de nuez cuenta un crimen, es una comedia y sobre todo una crítica a la visión pesimista que los intelectuales suelen tener sobre el mundo: “El pesimismo es demasiado fácil, hasta delicioso, el distintivo de los intelectuales en todas partes. Exime de soluciones a las clases pensantes”.
McEwan es de los autores que creen en la virtud literaria del ingenio, que le sirve tanto para construir sus tramas como para distribuir con precaución sus ironías. Como escribió Gilbert K. Chesterton: “Cualquiera puede fingir que es sabio, pero no que es ingenioso”.
Cáscara de nuez, Ian McEwan. Anagrama, 224 págs.
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