8.6.13

La secta de la novela romántica

Un implacable crítico literario se sumerge en el universo ficcional de Florencia Bonelli, una de las autoras que es referente del género, para desentrañar cuál es el secreto de su éxito

Imagen Lorena Ruiz./Revista Ñ

Enterada de mi trabajo como crítico, una preceptora rubia de apellido alemán me dijo en la sala de profesores de un colegio que tenía que leer a Florencia Bonelli: las presentaciones de sus libros parecían misas, la masa mayoritariamente femenina de lectores la seguía como a los Redondos en los noventa, firmaba ejemplares durante horas a caravanas de peregrinos que forman comunidades virtuales de “bonellistas” alrededor de páginas bautizadas con los nombres de sus personajes. Esas comunidades se reunían a tomar el té, a responder trivia al calor de la pantalla, a hablar de Florencia. La preceptora (Bonelli diría que su pelo rubio es “llamativo” como el de una valkiria, y su cuerpo atlético tiene algo “atractivamente andrógino –es decir, algo de hombre”) terminó por prestarme las mil cien páginas de El cuarto arcano , quejándose de que la gente solía no devolverle los libros de Bonelli. Acicateado por la curiosidad por esa mujer que tenía miles de lectores, me dispuse a leerla para escribir algo sobre ella, para lo que además compré Indias blancas . Sin embargo, la nota cayó, y los libros pasaron una temporada juntando polvo en sus páginas.

Viaje al centro del romanticismo
Ya cerca de realizarse el primer Festival de Novela Romántica en Buenos Aires, la más grande de tres hermanas de una familia patricia de Córdoba (los nombres parecían sacados de un libro de Bonelli: Consuelo, Gracia, Soledad) me dijo que lo único que leía era a esta autora. García Márquez y Vargas Llosa la aburrían, y la razón de la lectura de Bonelli era clara: cuando la leía, su matrimonio registraba un golpe térmico debajo de las sábanas. Así, el estereotipo que había barajado en un par de conversaciones tenía su confirmación: mujeres con la vida aflanada la usaban como combustible, en un movimiento erótico que podía asociarse con el boom del “porno para mamás”. Pero el barco insignia de esa escuadra, Cincuenta sombras de Grey , nos dejaba helados con la irreal puesta en escena “adornada” canallescamente con el inventario de un free shop , todo escrito en una koiné inerte de aeropuerto.
A pesar de sus semejanzas, Indias blancas es “devorable”: una historia de amor se proyecta sobre un fondo un poco mecánico, una especie de enorme decorado histórico al que el didactismo de Bonelli (muy agradecido por sus lectoras, que valoran la cuota informativa que reciben con cada volumen) le deja al aire muchos tornillos. El centro es la heroína Laura Escalante, que abandona desafiantemente Buenos Aires para cuidar a su hermanastro Agustín en Río Cuarto. Laura es hermosa, decidida, valiente, libertaria, culta y, fundamentalmente, virgen. La acompaña su pretendiente Julián Riglos, pero conoce a un ranquel gigantesco y altivo, Nahueltruz Guor. Con el paso de los capítulos sabemos que Nahueltruz es hermanastro de Agustín (pero no de Laura), hijo del cacique Mariano Rosas; que es un poderoso guerrero, pero además un culto y sensible amante. Las bases del sistema Bonelli son claras, las hemos visto en las telenovelas: la virgen idealista se enamora de un hermoso mestizo, y el amor obliga a los dos a enfrentar un mundo que todavía no ha resuelto sus conflictos y que difícilmente puede aceptar la unión. Hay un aire a la novela romántica del siglo XIX, definida por el top tres del amor novelesco: Jane Eyre , Cumbres Borrascosas , Orgullo y prejuicio . Con todo, Bonelli reconoce el magisterio de la rusa Paulline Simons y de Edith Hull, y el trabajo de reconstrucción histórica, el acento que pone en darle materialidad al siglo XIX y el erotismo de alto voltaje (siempre con el amor como sentimiento dominante en el choque de cuerpos) parecen ser las marcas distintivas de su literatura. De todos modos, Indias blancas tiene sus problemas. Hay toques suaves de racismo (“las facciones no resultaban tan primitivas como las de otros africanos”), cultismos y arcaísmos chirriantes (“repelús”), fósiles adjetivales (“la casona sumisa y silente”), diálogos que Alberto Migré usaría para torturar a Manuel Puig en el más allá (“Laura, mírame... Nunca voy a dejarte. Eres mi mujer ahora y para siempre. Serás la madre de mis hijos, la compañera que permanecerá a mi lado hasta el fin”), hay una polémica convicción de que el hombre protege y la mujer se entrega y hay bloques de sumarios que explican todo como si no hubiera confianza en los lectores; así y todo, la novela gana fuerza en sus estereotipos y sus cientos de páginas y después de separar a los amantes en un emocionante cliffhanger , de la viudez de Laura Escalante de Riglos y de la incorporación de Roca en el elenco de la segunda parte, lleva todo al buen puerto de la procreación y el matrimonio.
El díptico El cuarto arcano es atractivo por su trama rocambolesca, sus juegos de agentes dobles, sus piratas, el panorama hirviente de las Invasiones Inglesas y la fuga y ocultamiento de los herederos de la corona francesa perseguidos por Napoleón y sus agentes, y los desplazamientos del sicario La Cobra que persigue al vaporoso Escorpión Negro, y Roger Blackraven y su pragmática valentía, y los negros y sus revueltas y los huerfanitos irlandeses entre los que se encuentra la adorable, rellena, carbohidratada Isaura Maguire. Es una trama descabellada y folletinesca en la que hacen cameos obligados los próceres argentinos, pero que vuelve a tener en el centro la historia amorosa entre una virgen y un adonis macrofalosómico, esta vez en el marco de la pacata sociedad porteña de comienzos del XIX. Como en la serie anterior, encontramos los tropiezos formales e ideológicos de Bonelli: el símil “libre como el viento” nos ilustra acerca de sus insistencias estilísticas, y las escenas de sometimiento femenino remachan su convicción de que las mujeres están para ser dominadas y completadas por una mitad masculina y fuerte. De todos modos, la historia entre los dos protagonistas produce lo que los culebrones cuando hay química entre los actores: uno se preocupa por ellos, y cuando en el final de la primera parte Blackraven parte ofendido a Río y deja a Isaura “Melody” Maguire al cuidado de su fiel Somar, nos quedamos con el corazón en la boca. La segunda parte prodiga de nuevo coitos e intrigas hasta que los problemas de Blackraven se resuelven y termina mirando el horizonte con su amada Melody: de nuevo, felicidad conyugal y procreación. ¿Cómo no sentir que, cambiando el decorado, leímos el mismo libro, con los mismos protagonistas? En un bar de Córdoba, dos bonellistas me contestan con una firme negativa. Rocío y Constanza administran la página de Facebook de Roger Blackraven y distinguen perfectamente las diferencias entre Nahueltruz, Roger y Eliah Al Saud (héroe de la trilogía Caballo de fuego ) y Laura, Melody y Matilde (la heroína de París, Congo y Gaza).

Un mundo alivional
Caballo de fuego es lo más débil de Bonelli, quizá porque su apuesta por la extravagancia de la trama y el carácter virtuoso de los protagonistas se traduce en este mundo más contemporáneo (todo empieza en 1998 con el fondo de la guerra por el coltán en el Congo y el conflicto en la Franja de Gaza) en una profusión kitsch de productos de primera clase que desfilan empalagosamente: los relojes son Patek Philippe, los perfumes Givenchy, los zapatos Louboutin. En este caso, una médica cordobesa de 27 años (traumáticamente virgen después de un cáncer que le quitó la matriz) se encuentra con un mercenario árabe que hace malabares para salvarla de los peligros que la rodean en su intento de llegar al Congo con una ONG. Entre las innovaciones de la trilogía se cuentan la cantidad de subtramas, la escalada erótica, un giro realista que mata a personajes amados por los lectores y la presencia del primer personaje de intención claramente cómico, Juana Folicuré: una cordobesa profesional que nos aturde con la evidencia de que Bonelli está más dotada para el amor que para el humor. También, la maternidad por adopción, obligatoria por la condición de Matilde Martínez.
A Rocío y a Constanza, Caballo de fuego les gusta menos que El cuarto arcano : les seduce menos su protagonista que el Roger Blackraven al que le ponen el cuerpo en Facebook. En cierto sentido, las chicas son lectoras bovaristas del mundo de Bonelli: creen que los hombres deben ser como sus protagonistas, y cuando les pregunto si tienen novio me dicen que no, pero después se miran y acuerdan; Roger es una especie de novio. “¡Con el tiempo que le dedicamos a la página!”. Las dos han reorientado sus vidas en base a Florencia Bonelli: estudian historia y letras, y quieren ser escritoras. Lo que escriben lo suben a la Web. Le pregunto a Rocío en qué está su novela. “Recién en el principio, se están conociendo”. Me imagino una libretita con un par de páginas garabateadas. “Estoy en la página 137”, me dice. Fiel al modelo, su idea es crear un mundo aluvional y completo en el que las lectoras puedan evadirse como más les guste.
Las maneras de la evasión han sido estudiadas por el único bonellista masculino del que tuve noticias. Emanuel Niño hizo su tesis de licenciatura sobre Florencia Bonelli en la Universidad Nacional de Córdoba, pero no se dedicó al análisis de sus libros sino a sus lectoras mujeres con la intención de desarmar estereotipos: ellas tienen y no tienen parejas, son de todas las clases sociales, creen en esas tramas románticas como si fueran posibles o piensan que son idealizaciones imposibles, es decir, son individuos distintos que completan el sentido según sus experiencias, como los lectores de Shakespeare, de Víctor Hugo. Leída su tesis, leídos los libros, sigo sintiendo que el secreto del éxito de Bonelli se me escapa. Le pregunto a Niño y me envía respuestas de algunas bonellistas consultadas: la leen porque se identifican con el idealismo libertario de sus heroínas, porque sus tramas son atrapantes, porque forman una comunidad que tiene el lenguaje común de un mundo lleno de vidas, porque el estilo es ágil, porque la información es abundante y satisfactoria, porque está asegurado el final feliz. La enumeración no da nunca en el clavo y, como uno de sus personajes, me quedo pensando: ¿quién eres, Florencia Bonelli?

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