1.3.13

Paul Auster: hubo un día en que fui poeta

La Poesía completa de Paul Auster agrupa lo que, para el propio autor, es lo mejor de su literatura. Una escritura plástica que ofrece varios giros afortunados

A puertas cerradas. Paul Auster en su casa de Nueva York, donde escribe./Revista Ñ

La publicación parcial de la poesía de Paul Auster, Pista de despegue, poemas y ensayos 1970-1979 (Anagrama, 1998), correspondiente al volumen Groundwork: Selected poems and essays 1970-1979 , cuenta con una traducción, muy convincente, del poeta y profesor Jordi Doce, también autor de la traducción y del prólogo de la presente Poesía completa, cuya edición norteamericana data de 2004. Encontré aquella primera reunión de la poesía de Auster a poco de haberse publicado, producto de mi decisión de leer a un autor del que mucho se hablaba; y qué mejor ocasión para empezar que hacerlo por lo más contundente: la poesía.
Para un narrador consumado, sus inicios como autor de versos pueden ser un flirteo con metáforas que a la distancia resultan vetustas o de escaso poder. La poesía de Auster, en cambio, resulta en una obra concluida en sí misma, que se ubica mucho más acá del novelista después reconocido. No es el caso de ejercicios aislados, proyectos dispersos o textos agregados para la curiosidad. Cuando deja de escribir poesía, Auster considerará que su expresión ha llegado al final, pero que es reconocible en sus objetivos, como si se tratara de otro autor. En una entrevista realizada por Ñ (30 de septiembre de 2012), señala: “De algún modo me arrinconé con la poesía. Sentía que me repetía, no podía más. Trataba de limitar los elementos. Quería que fueran a lo esencial: poemas como puños. Con el tiempo se abrieron, ganaron aire, se hicieron más narrativos y luego de Espacios blancos , de 1979, volví a la ficción, que había practicado entre los 19 y los 23 años”.

El puño cerrado
La narración, entonces, significa el retorno de la capacidad de expansión ante una constelación de palabras y sentidos agotados. La figura del puño cerrado, en tensión, deja lugar a la mano extendida, como recuerdo de una distensión que llega hasta hoy. En esta oportunidad nos ocupa ese período de la obra de Auster que, según él lo ha dicho, se encuentra definitivamente superado. Ahora bien, habría que preguntarse por la propiedad de aquello que se dejó atrás. Porque, sin duda, Auster no alude a una diferencia sustancial entre poesía y narrativa, sino a que hubo un método que fue propio de la versificación.
Los textos publicados entre 1970 y 1979 tienen el pulso de un constante inicio y disolución, de ahí que provoquen una sensación de zozobra: voz, escritura e imágenes discurren en una sobrevivencia del instante. Es una poesía, de tiempo y cuerpo presentes, que se va inclinando sobre sí misma (hasta encontrarse con el símbolo de la tierra) para ir generándose por alusión a la propia conciencia de lo que se dice: “El lenguaje de los muros./ O una última palabra:/ cortada/ de lo visible.” (“Jeroglífico”, Escritura Mural, p. 129). O bien: “Voz de nadie, extranjera/ al otoño y una vez recogida/ en el ojo que sangró/ tal claridad. Tu tendón/ no sana, es/ otra cuerda trenzada/ con tinta, doliéndose a través/ de una mano rugosa…” (“24”, Exhumación, p. 79).

Corriente eléctrica
Aquello que esta poesía puede tener de espontáneo o de improvisación en abismo se desenvuelve dentro de una rigurosa delimitación por diferentes núcleos de sentidos entre los que circula, como si fuera una corriente eléctrica por terminales nerviosos, el cuerpo que la voluntad ha echado a andar. “Cada sílaba es obra del sabotaje”, dice en el poema que abre el libro Exhumación . La frase por sí misma deja toda una situación en qué pensar, como si el silencio fuese la naturaleza desviada hacia un tema preponderante en Auster poeta: “la palabra”. El concepto de palabra se refiere al nacimiento y a lo que continuamente se evoca y que, por insistencia, falta o sobra. También remite a una totalidad que sin dejar de ser primaria ya está cargada de una creencia.
Con cierta salvedad del último poemario, Espacios blancos , en el que da inicio a la combinación de prosa narrativa, drama y ensayo literario, Auster ha procesado una poesía de la fuerza (afirmación), que intenta articular el orden concebido por el sujeto poético favoreciendo un ligero aunque perenne movimiento abstracto. Su condición repetitiva, sin fustigar ni aburrir, al modo beckettiano bucea en el desensamble, la incomunicación, el pensamiento del vacío o la nada o el inesperado revés de las cosas. Además, la recurrencia de determinadas palabras –entre ellas, “ojo”, “silencio”, “habla”, “piedra”, “muro”– en diferentes poemas o series contribuye a que el lector gravite en el mismo territorio de impulsos agónicos.
La soberanía de la imagen atemporánea o mítica, la presencia de desdoblamientos en el sentido de las frases, la suerte del intercambio entre el ser y el no ser y la trama de un lenguaje en la que se manifiestan razón y tiempo conforman el universo de una poética presocrática: “Para él todo es uno…/ donde comienza// y donde acaba. Blanco de huevo, el blanco/ de su ojo: él dice/ leche de pájaro, esperma// que resbala de la palabra de sí mismo. Pues el ojo/ es evanescente,/ se agarra sólo a lo que es, no más aquí// que allí, sino en cualquier lugar, todas las cosas.” (“Necrológica en tiempo presente”, Aceptando las consecuencias, p. 237). Por lo demás, la poesía de Auster está empapada de esquinas y giros afortunados y de una gramática plástica de colores, formas y sustancias no identificadas, con el tono de breves desvelos imaginarios, que perduran en un lugar donde el sujeto sigue dirimiendo su integridad, su sed y su extinción. Es natural, tratándose de una zona de su obra ya cerrada, que su autor sospeche que es lo mejor que ha escrito.

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