22.3.09

Cortázar y sus lecciones de libertad



Por: Tomas Eloy Martínez
EL 12 DE FEBRERO DE 1984, UN DOMINgo de hace 25 años, Julio Cortázar murió en el hospital St. Lazare, en París. Un mes antes había atravesado por última vez la puerta de la casa de la rue Martel, donde se refugió tras la pérdida de Carol Dunlop, el gran amor de su vida.
En diciembre había regresado a Buenos Aires para celebrar en las calles la reconquista de la democracia. Pidió una audiencia con el presidente Raúl Alfonsín, pero regresó a París después de esperar en vano una respuesta.

Más de una vez hablé del tema con Aurora Bernárdez, su primera y devota esposa, a quien el escritor confió el cuidado de su obra. Aurora, que lo conoció como nadie y estuvo junto a su cama en los días finales, recibió por terceros una explicación del incidente, según la cual nadie le avisó a Alfonsín que Julio quería verlo.

Un literato notorio habría sugerido a los asesores que el presidente no lo recibiera, porque la figura de Cortázar, demasiado identificada con los movimientos revolucionarios de Cuba y de Nicaragua, irritaría a los militares que aún no se habían retirado por completo.

Aurora supone que debió de ser así y desliza el nombre de alguien que, según ella, jamás le perdonó a Julio el lugar de privilegio que ocupaba junto a otros grandes como los escritores Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.

Cortázar nunca se repuso de esa herida. Sabía que no iba a regresar, que la leucemia le dejaba pocas incertidumbres sobre la proximidad de la muerte. Se llevó, al menos, el cariño de los jóvenes que lo reconocieron por la calle, los recuerdos de un par de jueves de ronda con las Madres de Plaza de Mayo, los aplausos que lo hicieron llorar en una función de Teatro Abierto.

Por medio de un amigo dejó un mensaje al presidente de la democracia recuperada: “Ojalá que todo le salga bien”.

Se dirigía a Alfonsín pero también a su país. Porque, como siempre creyó, su país era la Argentina: “Mis lectores me consideran un escritor argentino, incluso muy argentino”, le dijo a Luis Harss en la entrevista que se incluye en Los nuestros, el libro que dio forma al boom. “Creo que ser argentino es participar en una serie de valores y desvalores, en los planos más diversos, en asumirlos o rechazarlos, en entrar en el juego o tirar la pelota afuera”.

A fines de 2006, Aurora encontró en la vieja casa de Grenelle, donde ambos vivieron durante más de dos décadas, cinco cajones repletos de papeles inéditos. La editorial Alfaguara ha desatado un revuelo al anunciar que los publicará a comienzos de mayo en un solo volumen de 400 páginas.

Entre esos manuscritos hay una entrevista a sí mismo en la que Cortázar se refiere a su identidad. Al dictador Roberto Viola le habían pedido una opinión sobre argentinos exiliados a los que él consideraba enemigos del país, agentes de la subversión y otros cargos por el estilo.

Cuando se mencionó el nombre de Cortázar, Viola fingió sorpresa: “Que yo sepa”, dijo, “ese señor es francés y no tiene nada que ver con nosotros”.

Luego de 30 años de vivir en París y de dos rechazos a su petición de ciudadanía, el gobierno socialista de François Mitterrand al fin le había concedido a Cortázar la doble nacionalidad, para ahorrarle nuevos trastornos burocráticos.

Cortázar se sintió en la necesidad de distinguir entre “lo que va del patriotismo legítimo al nacionalismo de consignas y arengas”.

En la entrevista declaró que el pasaporte francés lo hacía sentir más argentino y más latinoamericano que nunca, puesto que lo proveía “de nuevos medios y de nuevas fuerzas para seguir luchando contra los regímenes que infaman el Cono Sur”.

Cortázar había escrito en París una decena de libros en castellano dedicados al público de Argentina y de América Latina. Que eso importara menos que un documento de tapas azules le parecía pura lógica de cuartel.

“Sé dónde tengo el corazón”, escribió, “y por quiénes late”.

Siempre lo había sabido, o acaso sea más justo decir que lo descubrió en su lenguaje al pasar de Los reyes (1949), poema dramático muy torre de marfil y muy laberinto griego, a los cuentos de los tres libros siguientes, Bestiario (1951), Final de juego (1956) y Las armas secretas (1959).

Quizás importe precisar que, en ese tránsito, se graduó de traductor y se mudó a París, donde tomó conciencia de su argentinidad esencial. La amistad con Fuentes y Mario Vargas Llosa le permitió entender que las raíces de su país estaban en América Latina, décadas antes de que la crisis económica le revelara a la Argentina que su realidad se parecía más a las realidades mestizas del continente al que pertenecía que a las de la Europa que la había educado.

Estaba a un paso de cumplir medio siglo cuando publicó Rayuela. En los Papeles inesperados de Alfaguara se incluye una evocación que hizo 10 años más tarde, en la que declara su asombro porque los personajes individualistas de su novela, absortos en búsquedas metafísicas, hubieran sido capaces de atraer a una generación que soñaba con cambiar el mundo, no para ellos sino para todos.

“Mientras los ‘viejos’, los lectores lógicos de ese libro, escogían quedarse al margen, los jóvenes y Rayuela entraron en una especie de combate amoroso, de amarga pugna fraterna y rencorosa al mismo tiempo, e hicieron otro libro de ese libro que no les había estado conscientemente destinado”, dijo.

Los Papeles inesperados rescatan tres nuevas historias de cronopios, famas y esperanzas y un capítulo omitido de Libro de Manuel (1973), junto con reflexiones sobre su obra y sobre la política de aquellos años, desventuras de su alter ego Lucas en lucha con las erratas, y hasta un juvenil Discurso del Día de la Independencia que su madre guardó desde 1938.

Esas ráfagas del más puro Cortázar coinciden con los homenajes que le tributa su ciudad, Buenos Aires, a la que dedicó una maravillosa elegía sobre los paisajes perdidos para siempre: “las lecherías abiertas en la madrugada”, “el superpullman del Luna Park”, “la fealdad de Plaza Once”, el reloj de la torre de Retiro, “los olores de la platea del Colón”, las aceras mojadas de la calle Corrientes.

Si Jorge Luis Borges dejó en la literatura argentina el lujo de una escritura inteligente en la que cabía el universo, Cortázar enseñó a trastrocar todos los órdenes del lenguaje y a recuperar el desdeñado acento latinoamericano.

Rayuela fue, en muchos sentidos, la cifra de generaciones. Es una felicidad rebelarse contra el mandato que Cortázar inscribe en el Tablero de Direcciones de la primera página y releer la novela en desorden, abriéndola en cualquier parte. El autor no se habría quejado de esa desobediencia, porque estaba a favor de todas.

En la Argentina, y me consta que también en otras partes, Cortázar fue el resumen de su época. Los 1960 y las décadas que siguieron le deben la libertad para hablar de sexo, criticar las costumbres pequeño burguesas, quitarles el almidón a las palabras y a las cosas.

Libertad era su consigna, el santo y seña de su generosa vida. Y porque la aspiración de ser libre está en el aliento de la especie humana, la obra de Cortázar se sigue leyendo con pasión, a 25 años de su muerte, como si todavía estuviera escribiéndola.



Novelista y periodista argentino.c.2009 Tomás Eloy Martínez

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