1.3.09

Cada vida una novela



Por: William Ospina

HACE POCO, SIGIFREDO LÓPEZ, REcién liberado del horror de un secuestro de siete años en el que sus compañeros de cautiverio fueron masacrados, oyó por la radio a un escritor consagrado que descalificaba los libros hechos por quienes no son escritores profesionales, y sintió dolor al oírlo. Le costaba entender que alguien invalidara de antemano todo intento por narrar unos hechos si el que los narra no es un escritor.
Yo comparto su asombro. En realidad, entre nosotros, ser escritor profesional, o al menos conocido, no es garantía de que lo que cuenta merezca ser leído, ni de que el estilo vaya a ser particularmente memorable. Pero además en ninguna época de la historia fue razonable prohibir, al que ha vivido hechos tremendos y extraordinarios, que los comparta con los demás. De testimonios de personas enfrentadas a situaciones dolorosas o extremas se alimentó desde siempre la literatura.

La Ilíada y la Odisea son el fruto que produjeron, al cabo de algunos siglos, los relatos de los griegos que volvieron de la guerra, fabulando sus penalidades, pero también tratando de hacer que sus gentes entendieran la intensidad y el asombro que se vivieron ante las murallas de Troya, o las dificultades del regreso por mares azarosos.

Por fortuna aquellos tiempos no padecían la superstición de la escritura ni las vanidades de la tipografía. Durante siglos la literatura se nutrió de relatos orales y sólo existió como un rumor en labios de los contadores de historias y de los rapsodas. Habría sido suicida prohibir que quien vivió los hechos los contara. Con la llegada de la escritura pudo pensarse la oralidad del lenguaje como una etapa superada, pero ello era apenas una mala ilusión: siempre la escritura se nutrió de memorias orales.

Mary Renault cuenta que del cortejo fúnebre de Alejandro Magno desde Babilonia hasta Alejandría, ese hormiguero de ejércitos encabezados por príncipes de todo tipo de monarquías acompañando el sueño último de aquel joven inverosímil, que había sido el rey de todos los reyes, que de esa caravana de legionarios, de trompeteros, de persas solemnes, de macedonios desenfadados, de elefantes, de dromedarios, y de decenas de mulas coronadas de diamantes que las gentes asombradas de todas las provincias salían a mirar con asombro, nacieron mil años de historias.

La idea de prohibir a los que viven los hechos, el contar cómo los vivieron se parece al prejuicio idealista de rechazar los datos de los sentidos para refugiarse sólo en la imaginación. Contra esa penuria se alzaron todos los admiradores de la realidad, en todas las artes: Paolo Ucello y Donatello, Leonardo y Rafael, Dante y Cervantes, Shakespeare y Flaubert. Hasta los apasionados de la ficción saben que ésta nunca es tan eficaz como cuando se nutre de detalles de la experiencia. La verdad de los reinos de ultratumba que Dante describe no está en las vagas nociones teológicas que los inspiraron sino en las menudas e innumerables observaciones realistas que Dante interpoló en ellos: hielos como vidrio, muchedumbres que se agitan como hormigas y que, como ellas, tienen contactos momentáneos, el movimiento de las ondas en un vaso de agua, el sastre que entrecierra los ojos al enhebrar la aguja.

Daniel Defoe no habría podido escribir para siempre su Robinson Crusoe si Alexander Selkirk no hubiera naufragado, y permanecido por años en una isla desierta, y después contado su extravío. Y ¿qué eran los cronistas de Indias sino narradores, historiadores y poetas improvisados por la historia con aventureros apenas letrados, jóvenes que tuvieron asombro suficiente para mirarlo todo, pasión suficiente para recordarlo, y responsabilidad suficiente para dejarnos su testimonio, aunque sabían que no eran ni los más diestros escritores ni los más sabios estilistas?

Quizá una de las causas de la incomodidad que sienten a veces ciertos narradores ante la avalancha de relatos testimoniales que en estos tiempos no sólo se escriben sino que se imprimen, es el hecho de que esos testimonios despiertan indudable curiosidad entre los lectores y a veces se venden más que las buenas obras de la imaginación. Pero el libro es sólo uno de los instrumentos de la literatura, y no tiene por qué agotarse en ella.

Nuestra época, nutrida por el Racionalismo y por el Positivismo, se deja fascinar por los testimonios de los sentidos. La fotografía, el cine y el periodismo nos han acostumbrado a arrojar sobre la realidad una mirada a veces novelera, a veces genuinamente sensible, que tiende a hacer valoraciones estéticas del mundo. La naturaleza se volvió paisaje, el ser humano enigma psicológico, la diversidad de las experiencias una prueba de la compleja riqueza del mundo. Y la doctrina democrática nos ha aproximado a la conciencia de que cada ser humano es un mundo, cada vida una novela, cada emoción una posible experiencia estética.

Ello no es garantía de que todo lo que nos cuenten sea alta poesía ni exquisito relato, pero la modernidad está lejos de rechazar los datos de la experiencia porque no lleguen con sofisticados recursos de estilística ni con la exuberancia verbal de los grandes experimentos literarios. Cree más bien que en el relato más inesperado puede aguardarnos el asombro filosófico, que aun en la prosa más casual puede acechar la poesía, y que la gran literatura sabe nutrirse de los muchos lenguajes que entretejen la realidad.

La vida es nuestra aventura compartida y la lengua es nuestra más alta creación colectiva: la literatura no puede ser otra cosa que una discreta y eficiente aprendiz de la lengua y de la vida.

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